Ruiz
XII.L. La Nueva Creación - J. L. Ruiz de la Peña
La doctrina de la resurrección de los muertos plantea, si es pensada coherentemente, la problemática de una estructura cósmica ajustada a la nueva corporeidad de los resucitados. El hombre, en efecto, no puede ser concebido, sea cual sea su forma de existencia, fuera del marco de lo mundano; el ser-en-el-mundo es uno de los
momentos constitutivos de toda auténtica humanidad. La solidaridad hombre-cosmos está fuertemente subrayada, como veremos a continuación, en la Escritura, pero es además una de las tesis centrales de la antropología extrateológica. El hecho de que la
emergencia del fenómeno humano hunda sus raíces en el proceso del devenir de la materia otorga a esta solidaridad una base empíricamente constatable; el hombre no pudo haber nacido al margen del mundo, sino en el mundo; la historia de éste es prehistoria de aquél; esta unidad nativa liga a ambos inseparablemente en cualquiera de las etapas de su existencia.
Si el hombre no puede ser sin el mundo, y si el mundo se polariza dinámicamente hacia el hombre, es claro que la consumación del uno ha de repercutir en el otro; el cosmos alcanza su destino al ser alcanzado por el destino de la humanidad. Tan impensable resulta una consumación autónoma de lo mundano como una consumación acósmica de lo humano; la doctrina de una nueva humanidad entraña la de una nueva creación. Un mundo cristalizado en su figura actual no sería ya el tópos connatural a la humanidad
transfigurada; esta no hallaría en él su Lebensraum, su espacio vital, lo que significa que tal humanidad sería, en el más riguroso sentido, utópica.
Cuando, por consiguiente, la fe nos habla de los cielos nuevos y la tierra nueva, no está haciendo otra cosa que formular hasta sus últimas consecuencias la verdad y realidad de la esperanza en la resurrección. No se piense, sin embargo, que sea lícito reducir tales
afirmaciones cosmológicas a mero símbolo de las afirmaciones antropológicas; semejante reducción haría involucionar la antropología hacia el dualismo. Lo que se quiere decir, más bien, es que, siendo el hombre expresión y sentido del mundo, y siendo el
mundo (según la conocida frase) «el cuerpo ensanchado del hombre», habrá de darse necesariamente una correlación recíproca en el estadio final de ambos. La tierra no es tan sólo el escenario indiferente e inmutable de la historia humana. Como ha participado en la gestación, nacimiento y desarrollo del hombre, participará asimismo en su consumación.
La nueva creación en la Escritura.
La solidaridad hombre-cosmos es una de las grandes constantes de la antropología bíblica. Las intervenciones históricas de Dios no se dejan circunscribir a ese sector de su creación que es la especie humana; alcanzan siempre una resonancia cósmica. Al igual que en Gn 3, 17-18 el pecado del hombre contamina la tierra y hace que ésta
sea objeto de una maldición divina, de forma semejante la alianza con la humanidad postdiluviana abarca el universo material: Gn 8, 21-22; 9, 9-13. Las abominaciones del pueblo profanan su mundo ambiente, que ha de sufrir por ello la cólera de Yahvé (Lv 18, 27-28; Jr 7, 20; 9, 10-11; Ez 6, 14; Is 13, 9-11); en justa correspondencia, el mensaje de
salvación se dirige también a la tierra, que será beneficiaria de las bendiciones divinas (Ez 36, 1-15; Is 11, 6-9; 30, 23-26; 35, 1-2.6-7; Am 9, 13; etc.). El anuncio profético de la nueva creación (Is 65, 17-21; 66, 22) se inserta coherentemente en este cuadro de una
creación a la que Dios trata como totalidad unitaria en el desarrollo de sus designios salvíficos; la consumación escatológica de la historia importa una dimensión cosmológica, plasmada en la promesa del cielo y tierra nuevos.
Aun concediendo que en estas profecías del éschaton hay una buena dosis de recursos imaginativos, cuyo valor simbólico no permite una inteligencia literal de todas y cada una de las afirmaciones, parece excesivo liquidar los contenidos propiamente cosmológicos de las promesas en pro de una interpretación «espiritual» de las mismas.
Hay que dar la razón a G. Gutiérrez cuando, polemizando con P. Grelot, protesta por la masiva espiritualización de los oráculos escatológicos del AT. Si no se les reconoce un minimun de realidad, su género literario se convierte en un puro enigma. Para que tengan algún sentido es preciso retener en ellos al menos la aserción de una plenitud final en la que el entero universo está llamado a participar.
La interpretación exclusivamente espiritual de esta escatología cósmica paleotestamentaria queda cuestionada además por el hecho de que también el NT incluye el mundo material en el cuadro de la salvación final. El «nuevo cielo y la nueva tierra» del tritoIsaias vuelven a aparecer en 2 P 3, 13 y Ap 29, 1. Según Mt 19, 28 Jesús
anuncia para el momento de la parusía una «palingénesis» o regeneración, que puede entenderse en sentido universal si se compara este texto con Hch 3, 21, donde se habla de una «restauración» (apokatástasis) de todas las cosas. Por su parte, Pablo desarrolla sistemáticamente toda una teología en torno a la unidad de creación y redención en Cristo. Este, que es el mediador de la creación (1 Co 8, 6; Col 1, 16-17; cf. Hb 1, 2-3), es igualmente mediador de la salvación, de suerte que su acción salvífica tiene las
mismas dimensiones que su acción creadora. Así, Cristo ha de «reconciliar» o «recapitular» todas las cosas (Ef 1, 10; Col 1, 20); puesto que está «por encima de todo» (Ef 1, 21-22), en todo debe alcanzar una posición «capital» (Col 2, 10.19; Ef 4, 15) 103.
Cosmología y antropología encuentran de esta forma en la cristología su ultima síntesis.
Particular trascendencia para nuestro tema reviste el pasaje de Rm/08/19-23:
«Pues la ansiosa espera de la creación
desea vivamente la revelación de los hijos de Dios.
La creación, en efecto, fue sometida a la vanidad,
no espontáneamente, sino por aquél que la sometió,
en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción
para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios.
Pues sabemos que la creación entera gime hasta el presente
y sufre dolores de parto.
Y no sólo ella; también nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu,
nosotros mismos gemimos en nuestro interior,
anhelando el rescate de nuestro cuerpo».
Según Lyonnet, en este importante texto se contienen tres afirmaciones:
a) la suerte del universo está ligada a la del hombre; éste arrastró a aquél en su destino de corrupción (vv. 20-21) y lo hará partícipe de su liberación (v. 21); por eso la creación «desea vivamente la revelación de los hijos de Dios» (v. 19).
b) Más concretamente la redención del universo pende del «rescate de nuestro cuerpo» (v. 23), es un corolario de la resurrección; a ésta alude ya el v. 18 cuando habla de «la gloria que se ha de manifestar en nosotros», es decir, de la transfiguración de nuestra corporeidad a imagen de la de Cristo resucitado; será entonces, en efecto, cuando
se revele (v 19) nuestra condición filial, porque nuestros cuerpos reproducirán la gloria del Hijo (cf. v. 29 y 2 Co 3, 18).
c) Con todo, la redención del Universo no consiste simplemente en la resurrección de
los muertos; atañe al universo mismo, que «será liberado» de lo que hay en él actualmente de vanidad, esclavitud y corrupción (v. 21). El realismo con que se predica de la creación entera esta transformación futura es acentuado enfáticamente por Pablo con la vigorosa imagen del v. 22, que nos presenta un universo gimiendo en dolores de parto; la nueva creación se está gestando ahora y será alumbrada por el mundo presente. A esta aserción, el apóstol le antepone un «sabemos en efecto» (oidamen gàr) que, en el
vocabulario paulino, introduce generalmente una doctrina de fe, y no una mera opinión del autor.
La enseñanza del Vaticano II.
La significación excepcional del Vaticano II para nuestro tema se comprende fácilmente si se tiene en cuenta que éste nunca había sido abordado antes por el magisterio extraordinario. Ya en L[umen] G[entium] se encuentran importantes referencias a la nueva creación que corrigen la exposición, demasiado individualista y desencarnada, del textus prior. Se habla de «la restauración de todas las cosas»; de «la perfecta instauración en Cristo del universo mundo», tras una clara aserción de la solidaridad hombre-cosmos. Se señala que «la renovación del mundo está irrevocablemente decretada»; en tanto llegan «los nuevos cielos y la nueva tierra», anticipados ya «de un
modo real en el presente siglo», «la creación gime y está en trance de dar a luz». Más adelante, la cita de 2 Co 5, 9 («nos esforzamos por agradar al Señor en todo») fue introducida para evitar dar la impresión de que la espera de la nueva creación desinteresase a los cristianos de la construcción del mundo.
Este ultimo punto retendrá la atención (reiteradamente) de la Gaudium et Spes. Antes y después de su número 39, dedicado íntegramente a la nueva creación, se sale al paso de la acusación de evasión a que podría dar pie la esperanza cristiana en una renovación cósmica: «la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien apoya su cumplimiento en nuevos motivos» (n. 21); «el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni los lleva a despreocuparse del bien de la humanidad, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo» (n. 34); «se apartan de la verdad quienes, sabiendo que no tenemos aquí una ciudad permanente, pues buscamos la futura, juzguen que por tanto pueden desdeñar sus obligaciones terrestres, sin percatarse de que por su misma fe están
más obligados a cumplirlas» (n. 43); «los cristianos, peregrinantes hacia la ciudad celeste, han de buscar y gustar las cosas de arriba; lo que en nada disminuye, antes por el contrario incrementa, la importancia de su misión de trabajar junto con todos los hombres para la edificación de un mundo más humano» (n. 57).
El n. 39 se articula en tres párrafos lógicamente concatenados por un discurso progresivo. En el primero se afirma el hecho de la nueva creación («Dios nos prepara una nueva morada y una nueva tierra donde habita la justicia»); la certeza de este hecho es compatible con la incertidumbre acerca del cuándo y el cómo del mismo («ignoramos el tiempo en que la tierra y la humanidad serán consumadas, y no conocemos de qué modo se transformará el universo»). Es esta paladina confesión de ignorancia de las
circunstancias lo que separa radicalmente a la auténtica escatología cristiana del apocalipticismo visionario, todavía hoy vigente en ciertas sectas cristianas.
El párrafo segundo repite la advertencia de los números apenas citados: «la expectación de una nueva tierra no debe agotar, sino más bien estimular, la solicitud por perfeccionar esta tierra... Por ello, aunque el progreso temporal ha de distinguirse cuidadosamente del crecimiento del reino de Cristo, sin embargo... interesa grandemente
al reino de Dios».
El último párrafo trata, en fin, de mostrar por qué la esperanza cristiana no ha de funcionar como mecanismo de alienación: «en efecto..., los buenos frutos de la naturaleza y de nuestro esfuerzo... volveremos a encontrarlos finalmente limpios de toda mancha,
iluminados y transfigurados». Este párrafo plantea la cuestión de máximo interés: ¿cómo entender la continuidad aquí afirmada entre «los frutos de nuestro esfuerzo» y el mundo futuro?; ¿influye en alguna medida la actual actividad humana en el aventó y configuración concreta de la Jerusalén celestial? Notemos de nuevo que la continuidad manifiestamente sostenida en estas expresiones quiere, en la mente del Concilio, dar razón de la obligatoriedad del compromiso temporal de los cristianos, para desautorizar de esta suerte las imputaciones adversas de desinterés, a las que la constitución ha dedicado, como vimos, no menos de cinco alusiones explicitas. En el fondo se trata de la gravísima cuestión del sentido último del progreso humano, cuestión que se plasmaba al comienzo del capitulo (n. 33) con una serie de interrogantes: «¿que sentido y
valor tiene la actividad humana?... ¿A qué fin deben tender los esfuerzos de individuos y colectividades?» Tales interrogantes competen ya a la discusión teológica, en lo tocante a su profundización.
Problemática teológica.
Comencemos por reseñar brevemente una cuestión previa, que en otro tiempo preocupó a los teólogos: el mundo de la nueva creación, ¿sera este mismo, transformado, o bien se tratará de otro mundo que reemplace a éste? A nadie se le ocultan hoy las raíces dualistas de la tesis cataclismática, que se imagina el fin del mundo como destrucción del mundo presente y creatio ex nihilo del mundo futuro. Este esquema sustitutivo, propio de la apocalíptica, en el que desaparece cualquier rastro de continuidad en favor de una total ruptura, carece en absoluto de viabilidad.
Los supuestos antropológico y cristológico de la nueva creación, tal y como los hemos visto contenidos en la Escritura y la fe de la Iglesia, postulan una identidad básica entre el cosmos actual y los cielos y tierra nuevos. El hombre, en efecto, es solidario de este mundo, no de otro; Cristo es creador, salvador y cabeza de este mundo, no de otro. Su humanidad gloriosa, principio renovador de toda la materia, está biológicamente emparentada con este mundo, no con otro.
Es significativo constatar que la teoría de la total ruptura, nacida del pesimismo cosmológico propio de los sistemas dualistas (apocalíptica, gnosis, maniqueísmo, etc.) volvió a encontrar un propicio caldo de cultivo en el pesimismo antropológico de Lutero y la ortodoxia reformada de los siglos XVII y XVIII. Superado el trasfondo de
esos diversos pesimismos, el esquema annihilatio-creatio ex nihilo ha perdido toda credibilidad.
Supuesta, por consiguiente, una continuidad de base entre el mundo presente y el mundo futuro, la cuestión a solventar es la que versa sobre el alcance escatológico de la actividad humana. El problema viene circunscrito por la reprobación conciliar de dos
posturas extremas. Por una parte se condena el escatologismo radical, patrocinador de una fuga saeculi que rehúsa toda participación en el esfuerzo común por edificar la ciudad terrena; en el fondo se trata de una variante de la teoría cataclismática. Hemos visto con cuánta insistencia pone en guardia el Concilio contra esta tentación de evasionismo. Por otra parte se advierte (vid. n. 39, al final del 2º párrafo), frente a un encarnacionismo igualmente radical, que es preciso distinguir entre progreso temporal y
crecimiento del reino; no se puede sostener una relación causa-efecto o una correspondencia de proporción directa entre aquél y este; ello equivaldría a reverdecer el mito de la torre de Babel y liquidaría la índole gratuita y trascendente de la consumación de la historia.
Descartados ambos extremismos, quedan en pie dos posibilidades. Puede afirmarse que la actividad humana ejerce tan sólo un influjo indirecto sobre la nueva creación. Lo que en ésta se conserva (o, como dice el texto conciliar, «lo que volveremos a encontrar») de
aquélla no son sus productos tangibles y concretos, las realizaciones mismas del trabajo y la inteligencia, sino «los valores morales (sobrenaturales) desplegados por cumplir ese deber cristiano de luchar por hacer la vida más humana. La fe, la esperanza y la caridad
que se ponen en la empresa, es verdaderamente lo que cuenta delante de Dios».
Esta respuesta, que tiene sus antecedentes en la corriente teológica que podríamos designar como «escatologismo moderado», localiza el momento continuidad en un destilado espiritual-sobrenatural de la actividad humana. Esta, en sí misma -considerada objetivamente-, es irrelevante de cara al mundo futuro. Su valor consiste en ofrecer la ocasión de adquirir méritos de orden sobrenatural.
Aun admitiendo que el Concilio (como es usual en el magisterio extraordinario) no quiso dirimir las cuestiones discutidas dentro de la teología católica, y que, por tanto, esta opinión es compatible con su doctrina, hemos de preguntarnos si la enseñanza conciliar, tomada en su contexto, no exigirá más de cuanto tal opinión ofrece. En primer
lugar, hemos notado ya que una de las preocupaciones más notorias de la Gaudium et Spes es responder a la acusación de que el cristianismo no valora suficientemente las tareas temporales. Si no se admite una incidencia efectiva de nuestro trabajo presente en el mundo futuro y si los resultados de ese trabajo no merecen, en sí mismos, ninguna consideración, difícilmente podrá alcanzar alguna credibilidad ante los no cristianos el compromiso de los creyentes para la construcción del mundo. La pasión por la obra bien hecha, la dolorosa tensión que entraña la creatividad, son apenas concebibles
cuando no están alimentadas por el amor a la obra misma. La sola respuesta convincente a la objeción de alienación no creemos que pueda prescindir del franco reconocimiento de su valor propio, junto con la esperanza o el anhelo de su permanencia. El ejemplo de la creación artística (reconociendo su carácter excepcional) es muy iluminador a este respecto. El artista trabaja sostenido por el ideal de producir algo permanentemente vigente, al margen de los intereses e intenciones personales y de la valoración que la obra merezca a sus contemporáneos. No parece aventurado conjeturar que, si le faltase a la humanidad la conciencia colectiva (oscura o nítida) de estar empeñada en empresas objetivamente valiosas y dignas de perdurar, se produciría automáticamente un brutal colapso, y sobre el mundo planearía una catastrófica huelga de brazos caídos.
Si la razón por la que el cristiano debe comprometerse en la edificación del mundo es la misma por la que el arquitecto debe levantar un andamiaje provisorio, es de temer que sus declaraciones de interés por el progreso sean escuchadas con general escepticismo. La línea argumental del texto conciliar se quiebra en este punto irremediablemente y la objeción capital a la que trata de responder sigue en pie. Cabría preguntarse, incluso, si por «los frutos de nuestro esfuerzo» hay que entender la gracia y las virtudes, qué
necesidad tenía el Concilio de advertir que «volveremos a encontrarlos», puesto que la continuidad gracia-gloria está (al menos en este contexto) fuera de discusión.
Por otra parte, la misma Gaudium et Spes sienta dos principios en los que se implica el reconocimiento del valor propio de los frutos del trabajo humano. Ese trabajo es, en primer termino, cooperación en la creación de Dios; en cuanto tal, «responde al propósito divino» (n. 34). Nótese que es de este principio de donde el Concilio deduce, en
el mismo número, el deber de contribuir a la edificación del mundo. El hombre, con su actividad, es concreador de la tierra. Dios, con su acto creador, no ha hecho una obra acabada y perfecta. La actividad humana acaba y perfecciona la creación. ¿Cómo pensar entonces que tal actividad perfectiva sea desechada cuando Dios imparta a su creación el definitivo acabamiento? Se daría en este caso una clamorosa incoherencia. La salvación no implicaría la consumación de todo lo creado, puesto que buena parte de ello (justamente aquello por lo que el hombre es colaborador del Creador) sería neutralizado, como simple material de derribo. Y en este caso, ¿cómo concebir la
operación de rechazo de lo concreado por el hombre, tan profundamente insertado ya en la textura de la creación? ¿Por una aniquilación? Por este camino, desembocaríamos de nuevo en la tesis del catastrofismo cósmico, antes descartada.
Otro de los principios a tener en cuenta es el formulado en el n. 36, «sobre la justa autonomía de la realidad terrena». El orden de la creación (y por tanto el que surge de la actividad creadora del hombre) goza de un valor propio: «las cosas están dotadas de una
propia firmeza, bondad y verdad». Si esto es así, ¿por que no habrían de poder participar (naturalmente «limpias de toda mancha, iluminadas y transfiguradas») en la nueva creación? ¿Se respeta hasta el fondo, en la teoría del influjo indirecto, este «valor propio», objetivo, de los frutos del trabajo humano?
A la luz de estas consideraciones creemos más adherente a la doctrina conciliar la teoría del influjo directo; la tesis teilhardiana de la correlación entre «un cierto punto crítico evolutivo» y la venida del reino no merece las numerosas (y a veces implacables) críticas que se le han dirigido, supuesto que Teilhard no piensa en una relación causa-efecto, sino en una preparación dispositiva.
Dado que la doctrina católica de la justificación sostiene la necesidad de que el hombre coopere activamente en la recepción de la gracia, hasta el punto de que tal actividad es conditio sine qua non de la justificación, no se ve por qué la consumación del mundo (don trascendente, es decir, gracia) no haya de requerir ese cierto grado
de preparación intramundana. Y si las disposiciones que en el individuo preceden a la gracia son después asumidas y perfeccionadas por ésta, es lícito suponer, a pari, que lo mismo ocurrirá con el dispositivo intramundano de la nueva creación. En resumen: la esperanza escatológica cristiana escoge un justo medio entre el espiritualismo dualista, para el cual el mundo es malo y debe ser destruido, y el materialismo monista, que ve en el cosmos una fuente de progreso permanente e inmanente y piensa en una
humanidad prometeica, capaz de llegar por sí misma al vértice de su consumación. Frente a la tesis espiritualista, el cristiano cree que el mundo y el progreso no están consagrados a la destrucción, sino a una última y definitiva promoción. Frente a la utopía del progreso indefinido, el cristiano afirma que la consumación supera las
virtualidades inmanentes, es don de Dios. En base a esta trascendencia del éschaton, se siente autorizado a ejercer una constante función crítica de las realizaciones intramundanas, puesto que ninguna de ellas se identifica con el futuro que le promete su
esperanza.
Esta «reserva escatológica» no ha de empañar, sin embargo, la sinceridad y operatividad de su compromiso temporal, como repetidamente enseña la Gaudium et Spes; el creyente sabe que el inmenso esfuerzo de transformación del mundo, lejos de caer en el
fondo perdido de una pretendida conflagración cósmica, dispone los materiales con que Dios levantará la nueva creación. La dialéctica identidad-diversidad, propia de todo enunciado escatológico, encuentra aquí su más crítico planteamiento, como se evidencia en la paradójica formulación de Schillebeeckx:«el cristianismo radicaliza y relativiza a la vez la construcción de la ciudad humana».
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