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Resucitación
Del libro "¿Vida Eterna? , de Hans Küng
IV
¿RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS?
(...)
3. ¿Todos los caminos acaban en la tumba?
(...)
En la misma época en que en la India los brahmanes hacían sus experiencias de dolor y de superación del dolor por vía de abnegación y renuncia, en el Próximo Oriente, en Palestina, vivió también un judío no menos reflexivo y meditabundo. Se le conoce por el pseudónimo de «Qohelet», que tradicionalmente se ha traducido por «predicador», pero que también significa «convocador» o «dirigente de la asamblea».
Bernhard Lang, antiguo profesor católico de Antiguo Testamento en Tubinga, ha dedicado al libro de Qohelet (compuesto probablemente entre el 190 y 180 a.c.) una hermosa meditación teológica, a la que vamos a atenernos aquí primeramente; pues la interpretación de este libro es sumamente controvertida y su misma forma, una especie de secuencia libre de aforismos y «pensées», es tan inusual, que muchos preferirían verlo fuera del canon veterotestamentario. No es extraño que el libro haya atraído en todo tiempo a los espíritus más críticos: La traducción de Voltaire al francés (¡significativamente dedicada a Madame Pompadour!) hizo arder sin más el parlamento de París en 1759.
Qohelet, aunque presumiblemente también fue un maestro de sabiduría, representa justamente la posición contraria a la antigua tradición sapiencial (proverbios salomónicos, Jesús Sirá), que con harto optimismo daba por supuesto un Dios justo y un recto orden moral del mundo, donde en forma terrenal y visible se distribuye el premio a las buenas obras y el castigo a las malas. También este predicador, que es más filósofo que teólogo, que habla más de Dios y de los hombres al esulo griego -Shaw tiene razón- que del Yahvé de los judíos al estilo judío, fue miembro de la clase dirigente, vivió en una sociedad opulenta y se había vuelto radicalmente escéptico ante este mundo, para él por completo problemático:
donde no impera justicia alguna reconocible, ni orden moral universal, ni armonía preestablecida; donde ningún Dios conductor y remunerador muestra su rostro benigno;donde el inescrutable azar parece regir en toda su arbitrariedad; donde a algunos buenos les cae la suerte de los malos y a algunos malos la suerte de los buenos; donde no siempre los más veloces ganan la carrera y los más valientes la guerra y, menos aún, los más sabios la riqueza y los más cuerdos el aplauso; no, sino más bien donde toda infelicidad puede tocar a cada cual en cada momento y donde el hombre ignora su destino.
¡Verdaderamente: fútil, vano es este mundo! Tal es el refrán o ritornello de este hombre: «Vanidad, solamente vanidad, todo es vanidad» (vanitas vanitatum, en la traducción latina; Eitelkeit der Eitelkeiten, en Lutero; «vanidad de vanidades», en las versiones españolas). «Vanidad», «vacío», también pudiera decirse «vana apariencia», lo que al punto nos recuerda el «maya» indio: todo es nulo, sin valor, «vana apariencia».
Para Qohelet, como realista crítico que es, está igual de claro que para los indios: El Dasein, el existir del hombre es ser-para-la-muerte. «Como salió del vientre de su madre, así volverá: desnudo». Cierto que el hombre no termina en la nada, como dice el Qohelet de Shaw, pero sí en el reino de los muertos, en la morada de las tinieblas, donde ya no es más que la sombra de sí mismo: «Supongamos que un hombre tiene cien hijos y vive muchos años: si no puede saciarse de sus bienes, por muchos que sean sus días, yo afirmo: mejor es un aborto, que llega en un soplo y se marcha a oscuras, y la oscuridad encubre su nombre; no vio el sol ni se enteró de nada ni recibe sepultura, pero descansa mejor que el otro. Y si no disfruta de la vida, aunque viva dos veces mil años, ¿no van todos al mismo lugar?».
¿Qué hacer? También éste es el interrogante de Qohelet, pero Qohelet responde de forma radicalmente distinta de los indios, que buscan la liberación del dolor por la liberación del yo, distinta también de los platónicos, que con la vista puesta en la inmortalidad del alma minusvaloran esta vida aquí y ahora. ¡No; nada de renunciar a la vida, sino gozar de ella! j Mejor un perro vivo que un ladrón muerto! Lo que Dios ha dado, eso debe el hombre aprovechar. Por tanto: celebrar fiestas, como caigan; apurar la vida, mientras se pueda, y olvidarse de la muerte, que de todos modos viene y alcanza igualmente a sensatos e insensatos. ¿Acaso no tiene todo su tiempo y sazón? ¿El plantar y el arrancar, el llorar y el reír, el amar y el odiar, el nacer y el morir? «Observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres para afligirlos: todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin».
Dios es oscuro Dios es imprevisible, y la realidad, impenetrable. Puede :que haya un sentido en este mundo, en esta historia, en mi historia. Mas sólo Dios lo conoce, no el hombre, que tiene que mirar el acontecer del mundo sin comprenderlo: «Me dediqué a obtener sabiduría, observando todas las tareas que se realizan en la tierra: los ojos del hombre no conocen el sueño ni de día ni de noche. Después observé todas las obras de Dios: el hombre no puede averiguar lo que se hace bajo el sol. Por más que el hombre se fatigue buscando, no lo averiguará; y aunque el sabio pretenda saberlo, no lo averiguará».
Libro «moderno» en muchos aspectos, este Qohelet toca temas que nos son bien conocidos por la filosofía existencial, por Kierkegaard, Heidegger, Jaspers y Sartre. Y también la situación social de partida del libro presenta asombrosas analogías con la nuestra, caracterizada por «la progresiva disolución (cada vez más clara desde el siglo pasado) de las estructuras segmentadas europeas, por la configuración horizontal de las clases sociales, por el creciente aislamiento y por la falta de formación del individuo en nuestra sociedad internacional, cada vez más tecnificada. Esta situación también se ha producido más entre la burguesía que entre las pobres gentes. Qohelet, por su parte, pudo en su mundo haber trabado contacto con otras escuelas filosóficas del helenismo. Que precisamente la filosofía popular ejerciese en él tanta influencia puede que no sólo se deba al hecho de que fuese entonces la que en el mercado internacional llevaba la voz cantante. Su planteamiento pudo también responder en buena parte al desamparo que a raíz del cambio social experimentaba el individuo, inserto como estaba en una realidad que se le hacía inabarcable».
Qohelet, un libro sin duda peligroso, en cuanto que coadyuva a mantener la estabilidad del sistema con su llamada general a un prudente pero inactivo escepticismo, que sólo se pueden permitir los instruidos, y a un sentido del goce que sólo se pueden permitir los acomodados, pero no todas esas pobres gentes que en su lucha por la vida, por la supervivencia, tienen muy otras preocupaciones. Un libro, a pesar de todo, que con su melancólica alegría en el más acá está muy lejos de la superficial teología retributiva tradicional, que pretende que todo en esta vida esté regulado por ella, y muy lejos también del correspondiente -y a menudo puritano--- moralismo de la literatura sapiencial.
Mas también un libro no menos ajeno a toda esperanza gozosa en el más allá. Qohelet ha extraído sus propias consecuencias en orden a esta vida terrena, que según él (a diferencia de toda la sabiduría india) solamente, e irrevocablemente, se puede vivir una vez. Y todo por su convencimiento de que nuestro existir es un existir para la muerte y que con la muerte se acaba, si no todo, sí cuando menos la mayor y mejor parte: «Los vivos por lo menos saben ... que han de morir; los muertos no saben nada, no reciben un salario cuando se olvida su nombre. Se acabaron sus amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en lo que se hace bajo el sol... Todo lo que esté a tu alcance, hazlo con empeño, pues no se trabaja ni se planea, no hay conocer ni saber en el abismo adonde te encaminas».
4. La fe en la resurrección, una manifestación tardía
También para Qohelet, pues, «no todo se acaba» con la muerte. Según una antigua concepción israelita ya se creía que los muertos siguen viviendo. Sí, pero ¡lo que hacen es vegetar más que vivir! Es cierto que lo que sigue viviendo en este reino de los muertos, en este mundo inferior de que Qohelet habla, no es solamente el «alma» del hombre en sentido platónico, no es solamente una parte del hombre, sino el hombre entero. Pero tampoco es el hombre viviente como tal, sino únicamente su «sombra»: esa sombra que en la muerte se ha desligado de la persona, pero que aún permanece atada a la tumba, a los restos mortales, Que por eso mismo no deben ser incinerados. De ahí que tumba y mundo inferior sean convertibles entre sí.
El mundo inferior de los antiguos israelitas, o sea, el «sheol» (que probablemente significa «no-tierra», «no-país»), es imaginado como un espacio cerrado bajo la capa terrestre y entendido como lugar de oscuridad y de silencio, de impotencia y olvido, donde los hombres se ven condenados a llevar una existencia fantasmal. Todos ellos conservan, ciertamente, su antiguo rango y estado: el rey lleva su corona, el profeta su manto, el soldado sus armas; pero todos ellos no son más que las sombras de sí mismos, sin comunicación entre sí, sin comunicación con Dios. Una triste y desconsolada tierra sin retorno. Definitivo lugar de reposo de toda vida, sin esperanza de volver a ver jamás la luz, la tierra.
Quien como cristiano está acostumbrado sin mayores escrúpulos a ver el Antiguo Testamento dentro de una supuesta continuidad histórico-salvífica con el Nuevo, considera lo que esto significa: Todos los padres de Israel, Abrahán, Isaac y Jacob, Moisés y los jueces, los reyes y los profetas, Isaías, Jeremías y Ezequiel, partieron al final de su vida -tal era su propia convicción y la de todos los demás- hacia la oscuridad, a pesar de haber vivido y actuado apoyados en una imperturbable fe en Dios. Todos estos judíos -durante más de un milenio- no creyeron en la resurrección de los muertos, no creyeron en una vida eterna en el sentido positivo de la palabra, no creyeron, en fin, en el «cielo cristiano». Antes bien, con total consecuencia lógica, vivieron centrados en el más acá, sin preocuparse para nada de un más allá, de todos modos nebuloso, oscuro, impenetrable.
Es cierto que la tradición hermenéutica cristiana se ha remitido una y otra vez a lugares veterotestamentarios, para apoyar «ya ahí» la afirmación cristiana de la resurrección de los muertos. Pero las distintas expresiones veterotestamentarias que hablan de una supuesta «resurrección» tienen sentido figurado, metafórico, y dentro de ese-mundo simbólico no deben tomarse en sentido real.
Cuando, por ejemplo, el profeta Oseas dice: «En dos días nos hará revivir, al tercer día nos restablecerá y viviremos en su presencia», no habla realmente de una resurrección de los muertos, sino figuradamente del restablecimiento y pronta curación del pueblo de Israel enfermo.
O cuando el profeta Ezequiel, en grandiosa visión, contempla la reanimación de los huesos secos: «La mano del Señor se posó sobre mí y el espíritu del Señor me llevó, dejándome en un valle todo lleno de huesos. Me hizo pasar revista: eran muchísimos los que había en la cuenca del valle; estaban calcinados. Entonces me dijo: Hijo de Adán, ¿podrán revivir estos huesos? Contesté: Tú lo sabes, Señor. Me ordenó: Conjura así a esos huesos: Huesos calcinados, escuchad la palabra del Señor. Esto dice el Señor a estos huesos: Yo os voy a infundir espíritu para que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para que reviváis. ¡Así sabréis que yo soy el Señor»! Por el contexto de esta visión es evidente que aquí no se trata de la resurrección de israelitas muertos sino de la vuelta de los deportados de Babilonia, de su retorno del sepulcro del cautiverio a una nueva vida en la tierra de Israel.
O, finalmente, cuando el tardío Apocalipsis de Isaías habla de los muertos de Yahvé, que viven, y de los cadáveres, que resucitarán: «¡Vivirán tus muertos, tus cadáveres se alzarán, despertarán jubilosos los que habitan en el polvo! Porque tu rocío es rocío de luz y la tierra de las sombras parirá»! También aquí podría tratarse de una imagen para simbolizar una salvación de duración ilimitada, que se espera para el tiempo final, pero no necesariamente de una verdadera y real resurrección de los muertos. Esto, al menos, se desprende claramente de Is 26,14: «Los muertos no viven, las sombras no se alzan; porque tú los juzgaste, los aniquilaste y extirpaste su memoria.» Todos estos textos, pues, utilizan la idea de la resurrección puramente como imagen particular del restablecimiento nacional del pueblo de Israel.
También algunas frases aisladas que encontramos en los salmos, en los cantos del siervo de Yahvé y en el libro de Job, si las observamos detenidamente, hablan de una resurrección a la vida -en el mejor de los casos- simbólica.
Pero en la época persa, tras el exilio de Babilonia, satisfacía cada vez menos la solución antigua, basada en el principio de la correspondencia o retribución, en el cual también se apoyan los argumentos de los amigos de Job: en la vida, entre el nacimiento y la muerte, se saldan todas las cuentas. Era evidente, en efecto, y todo el mundo podía comprobarlo cada día, que el bien y el mal no parecían compensarse suficientemente ni en la vida del pueblo ni en la del individuo. Al malo le suele ir tan bien y al bueno tan mal... Así, pues, no es extraño que en los dos siglos inmediatamente anteriores a Cristo se fuese afianzando cada vez con mayor claridad (apoyada en algunos textos bíblicos sobre la posible intervención de Dios en todo momento de necesidad y peligro) la expectativa -contraria al pensamiento del escéptico Qohelet unas generaciones atrás- de que aún está por llegar la justicia universal, la plenitud hasta ahora no alcanzada.
5. Los primeros documentos
a) El más antiguo y, en rigor, el único pasaje indiscutido que habla expresamente de la resurrección de los muertos en todo el Antiguo Testamento de lengua hebrea procede del siglo II a.e. (ca. 165/164), del tiempo de la resistencia contra la brutal helenización de los judíos emprendida por el seléucida Antíoco IV Epífanes (prohibición del culto judío, adoración del dios del imperio, el Zeus Olímpico, y del mismo soberano en el templo). Como se sabe, la rigurosa política de helenización de Antíoco provocó en seguida el levantamiento del pueblo, encabezado por los Macabeos, que concluyó con la victoria del judaísmo.
Durante la crisis de la época de los Macabeos, en lugarde la figura del profeta característica de la crisis de los siglos VIII al VI, apareció la figura del apocalíptico como avisador e intérprete del tiempo. Y fue en el libro de Daniel donde la predicación apocalíptica -tras algunos antecedentes en la literatura profética- alcanzó su plena configuración. Hoy en día puede considerarse indiscutible que el libro de Daniel, por su lenguaje, su teología (la posterior teología de los ángeles) y su heterogénea composición, no procede en absoluto de aquel profeta de la corte babilónica que vivió en el siglo VI, sino más bien de un autor del siglo II, justamente de la época de Antíoco IV Epífanes. En lo que atañe al problema de la resurrección, en el último capítulo de este libro de Daniel (originariamente apocalíptico) se encuentra el siguiente pasaje, presumiblemente influenciado por ideas persas: «Entonces se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora. Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro (de la vida). Muchos de los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para ignominia perpetua. Los maestros brillarán como brilla el firmamento, y los que convierten a los demás, como estrellas, perpetuamente».
Es obvio que en un tiempo de persecución como éste (para el autor del libro de Daniel, sin duda, un tiempo de penuria previo al tiempo final, en el que hombres, mujeres y niños son cruelmente torturados por su fidelidad a la ley) el viejo problema de la justa retribución se planteara con mayor radicalidad que generaciones atrás, en la época de los Ptolomeos y de Qohelet. A la vista de la fidelidad de la fe de muchos mártires -enfrentados a la disyuntiva de apostasía o muerte-- tuvo que plantearse por fuerza el interrogante: ¿Reparación de la injusticia en esta vida únicamente? ¿Qué sentido puede tener la muerte de un mártir, si los que se mantienen firmes en su fe no obtienen recompensa ni en esta vida (pues ya están muertos) ni en la vida del más allá (que es una pura existencia fantasmal)? ¿Dónde está ahí la justicia de Dios? Así responde el apocalíptico: A este tiempo de penuria seguirá el tiempo final, en el que Israel será liberado y -esto es lo nuevo- los muertos resucitarán: los testigos de la fe y sus perseguidores. Pues los muertos, que han dormido en el «polvo», despertarán y con su entera humanidad (y no sólo como «almas») retornarán a la vida, a esta existencia de aquí, pero que ahora no tendrá término, durará eternamente: para los sabios en forma de vida eterna, para los otros en forma -que tampoco queda siquiera esbozada- de ignominia perpetua.
b) Fuera de la biblia hebrea, en el Antiguo Testamento griego de los Setenta, se encuentran otros testimonios de esta tardía esperanza en la resurrección, especialmente en el libro segundo de los Macabeos, que contiene los más antiguos relatos de los mártires judíos, que a su vez sirvieron de modelo para las actas eclesiásticas de los mártires. Pero precisamente en el famoso capítulo séptimo, que relata el martirio de los siete hermanos Macabeos y su madre, es sorprendente que no sea el martirio ni la fidelidad a la ley (la negativa a comer carne de cerdo) lo que aparece en primer plano, sino el mensaje de la resurrección. Con razón dice Ulrich Kellermann, después de haber analizado monográficamente este texto .desde el punto de vista de la historia de la tradición y la teología: «La forma de constreñir el curso de la narración desarrollando una doctrina no responde del todo a los propósitos de los relatos de mártires hebreos, en los que de ordinario se trata de resaltar la inconmovible obediencia a la ley como la obra piadosa par excellence. Nuestro texto se presenta como un relato doctrinal sobre el destino posmortal de los mártires fieles a la ley. En él se desarrolla toda una teología de la resurrección».
Efectivamente, el análisis detecta cómo el pensamiento de la resurrección se va desarrollando y afianzando más y más en cada párrafo del discurso. Con todo detalle se describe el proceso de la cruel mutilación y lenta muerte del primer hermano en presencia del rey (probablemente en Antioquía de Siria). Pero, a la muerte de éste, los otros hermanos y la madre se animan entre sí con estas palabras: «El Señor Dios nos contempla, y de verdad se compadece de nosotros», remitiéndose a las palabras de la Torá: «Se compadecerá de sus siervos». La fundamentación teológica de la resurrección, de esta manera, se establece apelando a la Torá, a la santa ley de Dios.
Más clara se expresa la fe en la resurrección después, con ocasión del martirio del segundo hermano. «Y estando para morir, dijo: "Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero cuando hayamos muerto por su Ley, el rey del universo nos resucitará para una vida eterna"». También aquí, por tanto, se trata de un «resucitar» -una acción de Dios mismo- y sólo secundariamente de un «resucitar» (del hombre).
En el libro de los Macabeos, no obstante, la resurrección se presenta muy de otra manera que en el libro de Daniel. Pues aquí, evidentemente, no se habla de una resurrección «escatológica», de una resurrección terrena definitiva, sino más bien -quizá porque poco antes la expectativa próxima de Daniel no se había cumplido- de una resurrección «trascendente», de una resurrección celeste anticipada: se piensa, en efecto, en una posmortal acogida o elevación al cielo (pensamiento que mucho más tarde habría de tener una importancia capital en la fe en Jesús de Nazaret y en su resurrección).
En nuestra narración, de todos modos, las últimas palabras del tercer hermano concretan ese mismo pensamiento haciendo referencia a la corporalidad de la resurrección, que -aunque no se explica con más detalles- se fundamenta en una creación nueva, celeste, por obra de Dios. Cuando le van a amputar cruelmente algunas partes del cuerpo, dice: «De Dios las recibí, y por sus leyes las desprecio. Espero recobrarlas del mismo Dios». Y el cuarto hermano demuestra saber incluso el doble desenlace del destino humano. Pues el fiel a la ley tiene (el don de) «la esperanza de que Dios mismo lo resucitará»; pero el perseguidor ateo, sin Dios, «no resucitará para la vida». Así, pues, contrariamente al libro de Daniel, no una resurrección para ignominia perpetua, sino muerte eterna (para el judío de entonces, obviamente, la máxima expresión de la ignominia). En esta misma tesitura se mantienen los discursos del quinto y el sexto hermanos.
La argumentación a favor de la resurrección, en fin, alcanza su punto culminante con los dos discursos de la madre, la cual aparece, de manera estilizada, más como filósofa que como simple madre. En su primer discurso se tematiza expresamente la idea de la creación -aunando la teoría helénica de los elementos con el antiguo pensamiento israelita de la creación (nos encontramos en la diáspora judía)-, para fundamentar así la posibilidad de una nueva creación: «Es el creador del universo, que modela la raza humana y el origen de todo, el que con su misericordia os devolverá el aliento y la vida si ahora os sacrificáis por su Ley».
En su segundo discurso, la madre hace mayor hincapié en la creación del mundo que en la creación del hombre, expresando la idea -posiblemente por primera vez en todo el Antiguo Testamento- de una creación de la nada, idea que difícilmente se puede deducir del relato sacerdotal de la creación en Gn 1,2: «Hijo mío, te lo suplico», dice la madre a su hijo más pequeño, «mira el cielo y la tierra, fíjate en todo lo que contienen y verás que Dios lo creó todo de la nada (literalmente: "no de algo que fuese"), y el mismo origen tiene el hombre. No temas a ese verdugo, no desmerezcas de tus hermanos y acepta la muerte. Así, por la misericordia de Dios, te recobraré junto con ellos».
Muy de otra manera que entre los egipcios, donde la momia necesariamente debe permanecer intacta para la vida eterna, para el Dios de Israel no hay límites establecidos, ni siquiera por mutilación corporal o por destrucción física. Estos textos veterotestamentarios muestran que la fe en la resurrección de los muertos es una consecuencia de la fe en el Dios creador. Aquí se pone de manifiesto lo particular, lo distintivo de las expectativas judías de la resurrección, que tan distintas son -no obstante sus coincidencias en cuanto a una existencia celeste inmediatamente después de la muerte- de las expectativas helenístico-platónicas de la inmortalidad. Pues para el Antiguo Testamento el alma humana no sobrevive por sí misma, en razón de su esencia espiritual y divina; el hombre entero es más bien resucitado por obra de Dios: por el milagro de una nueva creación, milagro que se basa en la fidelidad de Dios a su criatura. De esta manera nada, ni siquiera el mundo inferior o sheol se sustrae a la soberanía de quien es el creador de todo.
Como en el apocalipsis de Daniel, también en el libro segundo de los Macabeos tiene especial importancia el problema de la teodicea: la resurrección está al servicio de la autojustificación de Dios, que en este mundo tan injusto acabará por imponer su causa para el bien del pueblo y del individuo. Frente a esto, la cuestión del destino de los muertos era secundaria. Tanto, que obtuvo respuestas del todo distintas, según fueron apareciendo tras el apocalipsis de Daniel muchos otros apocalipsis, enteramente centrados en la revelación y figuración del tiempo final. A pesar de que todos ellos atribuían sus visiones a grandes figuras del pasado (Henoc, Abrahán, Moisés, Elías y otros), sin embargo no fueron incluidos en el canon veterotestamentario.
De suerte que, a la postre, podemos encontrar una infinidad, un tanto desconcertante, de concepciones apocalípticas sobre la resurrección y el juicio final: Unos anunciaban la resurrección de todos antes del juicio final, para recibir la sentencia de salvación o condenación; otros, únicamente la resurrección de los justos tras el juicio final, para participar en la salvación eterna. Distintas también eran las concepciones de la edad dorada, que se esperaba inmediatamente después de la inminente transición y se pintaba con rasgos cada vez más concretos: Unos pensaban más en un reino terreno-mesiánico-nacional (eventualmente también universal); otros, en cambio, bien por la conservación, bien por la destrucción o transformación de este mundo, en un reino cósmico, en un nuevo cielo y en una nueva tierra. Todas las posibles variaciones y combinaciones tenían aquí cabida.
Walter Eichrodt, en su «Teología del Antiguo Testamento», resume la mentalidad del Antiguo Testamento en lo concerniente a la esperanza de la resurrección escatológica como sigue: «Si se estudia la imagen de la esperanza escatológica de la resurrección en su evolución a lo largo del Antiguo Testamento, se tiene la impresión de encontrarse ante un concepto de fe que, lejos de haber llegado ya a cuajar y fijarse en dogma, sigue siendo elástico y estando vinculado a las luchas del momento por mantener la confianza en Dios; está en primer plano la simple afirmación de que la muerte no puede separar para siempre de la relación con Dios a los yahvistas fieles muertos, sino que tiene que dejarlos libres después de la victoria final de Yahvé sobre sus enemigos. No se dan más detalles, sin embargo, ni sobre cómo será esa resurrección ni sobre cuál será luego la forma de existencia (si con un cuerpo totalmente terrenal o glorioso). Sólo una cosa es clara: que la resurrección de los muertos se realiza de acuerdo con las ideas del israelita sobre la condición humana después de la muerte. Los muertos "despiertan", igual que antes dormían en el polvo de la tierra; por tanto, vuelven a la vida con todo su ser de hombres, o sea, también con un cuerpo. Lo mismo que la muerte no supone una separación del alma y del cuerpo, tampoco la resurrección puede afectar a uno solo, por ejemplo, al espíritu glorioso. La misma expresión "resucitar" sugiere un salir del sepulcro o del mundo inferior. Pero, por lo demás, no se dan más detalles sobre este acontecimiento, porque el verdadero interés se centra en el hecho de entrar nuevamente de lleno en una vida de comunión con Dios. El pasaje de Daniel citado es el único que da importancia al hecho de tener parte en la gloria divina, cosa que, por otra parte, se ajusta perfectamente a la concepción del nuevo mundo divino como revelación del kabod de Dios; hay en el texto, sin duda, base para más especulaciones, pero en la época de que nos ocupamos aún no se ha hecho uso de ella».
6. La fe en la resurrección, ¿una especulación apocalíptica?
Tomando ahora en serio la alusión de Eichrodt a la posibilidad de «otras especulaciones», nos vemos al punto obligados a planteamos esta pregunta sobre la literatura apocalíptica: Si nos metemos en ella, ¿no caeremos en toda una maraña de burdas especulaciones sobre el fin del hombre y el mundo, que tan atractivas son aún hoy para muchas personas? ¿ Qué debe pensarse en general de estos apocalipsis, donde por primera vez se articuló y tal vez, ya desde el principio, se comprometió la esperanza de la resurrección?
No podemos olvidar que ya entonces una buena parte de los judíos fieles a la Ley no aceptaba la fe en la resurrección y, aún hoy, sigue sin aceptarla. Así, el libro primero de los Macabeos, al contrario que el segundo, nada sabe de una posible resurrección de los muertos; los héroes macabeos, muertos harto prematuramente, cosecharon fama y honor, pero siguen viviendo «sólo» en la memoria del pueblo. En esta misma línea, ya en tiempos de Jesús de Nazaret (siglo y medio después), el grupo de los saduceos, «los que decían que no hay resurrección», tampoco creía en la resurrección de los muertos, a pesar de que la idea judeo-apocalíptica de la resurrección solía entonces ir conectada con la concepción popular helenista (también muy difundida en Palestina) de la inmortalidad del alma. En resumen, el interrogante que hoy se nos plantea es el siguiente: Esa fantástica apocalíptica en su totalidad, ¿no descalifica de antemano toda fe seria en la resurrección? ¿No es la fe en la resurrección pura y simple especulación ilusoria bajo ropaje apocalíptico, nacida de una situación de opresión y penuria de hombres que sufren? ¿Justamente el clásico paradigma histórico de la teoría de la proyección de Feuerbach y de la teoría de la ilusión de Freud?
De entrada debe confesarse sin rodeos que el contenido del libro de Daniel abre más interrogantes que los que contesta. Las preguntas, en efecto, se agolpan no sólo en lo que respecta a la autenticidad de los vaticinios que hace, sino también en lo que respecta a su cumplimiento, a saber, que las profecías de Daniel sólo se cumplen a lo largo de la historia en tanto en cuanto están localizadas antes del tiempo real de su redacción. ¡Vaticinia ex eventu! Este libro, en efecto, tiene como objeto de sus predicciones acontecimientos futuros. Es igualmente sabido que el curso de la historia profetizado por el libro de Daniel (como sucesión de cuatro imperios o reinos: el reino babilónico, medo, persa y griego) ha sido desautorizado por la misma historia, de modo que su esquema, aun en la variante eclesiástica posterior (reino babilonio, medo-persa, griego y romano), fue definitivamente abandonado en la Edad Moderna.
No cabe duda: este libro apocalíptico, cuyas visiones parecen más pensadas e imaginadas que «contempladas», robusteció a los creyentes de la época de los Macabeos en su fe en el único Dios Yahvé, amenazada por el panteón helenista, y en la esperanza de un futuro mejor. Tampoco cabe duda: este libro ejerció luego fuerte influencia en los escritos apocalípticos judeo-cristianos y aún hoy, en fin, constituye el centro de la Escritura, por ejemplo, para los adventistas y los testigos de Jehová. Pero también es innegable que el reinado definitivo de Dios, profetizado por el libro de Daniel para un determinado plazo, no ha llegado. Y, si esta expectativa del tiempo final no se ha cumplido, ¿por qué -cabe preguntarse- va a tener que cumplirse la expectativa de la resurrección de los muertos? ¿ Cómo se va a poder entonces fundamentar teológicamente la esperanza de la resurrección en un libro tan cuestionable?
Todos estos interrogantes se acrecen a la vista de la literatura apocalíptica posterior al libro de Daniel, donde el cambio de los tiempos, la resurrección, el juicio y la. nueva edad se pintan aún con mayor intensidad y fantasía. Así describe Georg Fohrer, estudioso veterotestamentario, este glorioso futuro pintado por los apocalípticos: «Fundamental es la portentosa reconstrucción de Jerusalén como ciudad fabulosa, convertida en centro del mundo y del reino eterno de Dios, a la que fluyen riquezas inmensas para uso del templo y de la comunidad salvífica. A esto se suman la paradisíaca fertilidad de la tierra, el crecimiento del pueblo de Israel con numerosos descendientes, la supresión de las dolencias corporales, la longevidad de los hombres (será joven el que muera a los cien años, dice Is 65, 20) hasta la aniquilación de la muerte (también mencionada una vez en Is 25, 8), la inclusión de los justos muertos (pasando por la resurrección) y la paz eterna en el mundo humano y animal. Y, además, los bienes religioso-espirituales de la salvación: la supresión de la culpa, la integridad o impecancia y la consagración de Israel a Yahvé ... La participación en la salvación corresponde primeramente a toda la comunidad israelita de la nueva edad. Luego, comúnmente, son admitidos los otros pueblos (o su resto) formando un segundo círculo; éstos se asocian a Israel en razón de su conversión, de una invitación de Yahvé o como consecuencia de la misión entre ellos ... Respecto al ejercicio de la soberanía en este tiempo de salvación, unos creen que el rey será el mismo Yahvé. Pero otros círculos, partidarios aún de la destronada dinastía de David, sostienen que en lugar de Yahvé, y como su mandatario y representante, entronizado por el mismo Yahvé, reinará un rey escatológico de la familia de David. Sólo Zac 4 y en parte la comunidad de Qumrán reparten la dignidad mesiánica entre dos representantes, uno terrenal y otro espiritual».
Con razón Fohrer, convertido del cristianismo al judaísmo (¡de cuño profético, no apocalíptico!), se pregunta: «¿ Verdaderamente es posible dominar y configurar el futuro, tal como pretenden la escatología y la apocalíptica? ¿Es esta la respuesta de la fe a la exigencia de una transformación de un mundo indigente e insoportable? En semejante expectativa del tiempo final, ¿se encuentran criterios o modelos que representan la respuesta válida de una fe orientada hacia el futuro ?».
¿Qué puede significar para nosotros hoy la respuesta de una «fe orientada hacia el futuro»? ¿Cómo habérselas -en cuanto cristiano- con tan cuestionable herencia teológica? Antes de pasar a desarrollar sistemáticamente la respuesta, y después de haber tomado nota de los datos veterotestamentarios, debemos conocer los datos neotestamentarios. Y lo haremos dejando a un lado lo secundario y centrándonos en la cuestión principal: ¿Cómo ha hablado de la resurrección ese que para los cristianos es el determinante, el Cristo; en qué creyó, qué quiso, para que los hombres a quienes hablaba creyeran? Por lo que respecta al paso del Antiguo al Nuevo Testamento, se podría aliviar el problema y -como suele hacerse en general- avanzar en línea continua desde las narraciones de la resurrección de la época de los Macabeos a los relatos sobre la resurrección de Jesús. Se obtendría entonces una sistemática aparentemente coincidente y, una vez más, se interpretaría el Nuevo Testamento como plenitud y superación de lo «apuntado» en el Antiguo. Pero, así, se habría hecho caso omiso de la complejidad de contenidos entre el Antiguo Testamento y el Nuevo.
7. Jesús y su muerte
Ciertamente, Jesús -como también su primera comunidad y el propio Pablo- vivió, predicó y actuó en un horizonte de ideas apocalípticas. ¿Cómo explicar, si no, su conciencia -en esta conciencia vivió- de una cesura del tiempo? ¿ Su conciencia de vivir al final de un tiempo viejo y al comienzo de uno nuevo? No; Jesús, al igual que muchos de sus contemporáneos, vivió en un estado de expectativa próxima de caracteres apocalípticos: ¡Llegue su reinado! Toda una generación apocalíptica con él esperaba el reinado de Dios, el reinado de la justicia, de la libertad, la alegría y la paz en un tiempo cercanísimo, iY en ello se equivocó! Demasiado bien documentado está esto en los estratos más antiguos de la tradición sinóptica como para que se pueda negar, si bien más tarde, en los estratos y escritos más tardíos del Nuevo Testamento -y por el carácter escandaloso del hecho- quedó un tanto atenuado.
A diferencia de los apocalípticos por antonomasia, Jesús no tuvo ningún interés en satisfacer la curiosidad humana. No dató ni localizó el reinado de Dios, ni se entretuvo en describir el desarrollo del drama apocalíptico. Pero, pese a que él se abstuvo de señalar expresamente las fechas del cumplimiento escatológico y redujo al mínimo -al contrario que la apocalíptica paleojudaica- la descripción plástica del reinado de Dios, se mantuvo siempre dentro de horizonte de la apocalíptica, dentro de ese ámbito conceptual, tan extraño a nosotros, de la expectación a corto plazo. ¿Qué cabe decir al respecto?
Desde la perspectiva actual no podemos por menos de conceder que este cuadro mental ha sido superado por la evolución histórica, que el horizonte apocalíptico se ha ido a pique definitivamente. En esa expectación a corto plazo, más que de un error de Jesús se trata de una visión del mundo condicionada y ligada a la mentalidad de la época, que Jesús compartió con muchos de sus contemporáneos, como otras muchas cosas. Jesús y sus contemporáneos, en suma, se han «equivocado» tanto y tan poco como se han «equivocado» las generaciones de hombres que antes de Copérnico han creído en la imagen ptolemaica del mundo. Pero una cosa es cierta: Hoy no se puede hacer resurgir tal horizonte apocalíptico artificiosamente, más aún, no se debe, si no queremos caer en esa tentación siempre tan seductora en los llamados tiempos «apocalípticos» (cosa que no sólo ocurre entre los adventistas y los testigos de Jehová, sino también a veces entre los teólogos políticos). El cuadro representativo y conceptual de aquella antigua apocalíptica, tan ajeno a nosotros, no haría más que encubrir y distorsionar la realidad significada y despertar falsas expectativas para el inmediato presente. Hoy todo se reduce a determinar si la idea básica de Jesús, si la imperiosa y apremiante causa que Jesús propugnó con su anuncio del inminente reinado de Dios tiene todavía sentido en el nuevo -y tan distinto- horizonte de experiencias de una humanidad que básicamente ha aceptado el hecho de que el curso de la historia del mundo, provisionalmente al menos, sigue adelante, si bien en dirección hacia un fin, como explicaremos después.
El mismo Fohrer ha llamado la atención sobre el hecho de que Jesús de Nazaret, con su mensaje y actitud básica personal, a pesar de su horizonte apocalíptico, no se movió en la misma línea de la apocalíptica, sino en la de las grandes figuras proféticas preexílicas. Y efectivamente: con su idea fundamental, con su programa, con la causa que defendió, con su predicación del reinado de Dios, Jesús no siguió la línea de los apocalípticos, que centraban todo su interés en el futuro, sino la línea de los grandes profetas individuales preexílicos, que hablaban a un tiempo del presente, del pasado y del futuro:
Como los grandes profetas, también Jesús desiste de predecir un futuro lejano y dar esperanzas en orden a un tiempo final; lo que él quiere es determinar el presente y configurar el aquí y el ahora, pues precisamente así se determina el futuro cercano.
Como los grandes profetas, también Jesús desiste de obrar siguiendo nuevas leyes o una piedad y teología tradicional, autojustificada, segura de la salvación; lo que hace es, teniendo un claro conocimiento de lo amenazante de la situación, anunciar a los hombres culpables, víctimas de la muerte, que pueden salvarse simplemente por una fe radical, una total convérsión y una nueva obediencia frente al solo y único Dios.
Todo esto entraña, si lo tomamos en serio con todas sus implicaciones, una verdadera concentración, radicalización y superación de la predicación profética. Pues, cuando Jesús, con la mirada puesta en el inminente reinado de Dios, no establece ninguna ley o dogma como norma suprema de la acción del hombre, sino sólo la voluntad de Dios, centrada en la «salvación», esto es, en el bien total del hombre, lo que hace es concentrar y concretar la predicación de los profetas y su «haced el bien, no el mal».
Y cuando coloca al hombre en el lugar de la ley y la liturgia hipostasiadas o absolutizadas, cuando declara que los mandamientos son para el hombre, cuando preconiza que la reconciliación y el servicio cotidiano van por delante del servicio al altar, relativizando así, de hecho, todo el sistema religioso-social y cultural, lo que hace es radicalizar la crítica de los profetas a la injusticia y al ritualismo del pueblo de Israel.
Y cuando Jesús, para escándalo de los piadosos, se solidariza con todos los pobres, los infelices, los «pobres diablos», con los herejes y cismáticos, los inmorales, los políticamente comprometidos, los parias y marginados sociales, los débiles, las mujeres y los niños, y en general, con el pueblo llano, lo que hace es sobrepasar de forma inaudita todo lo que los grandes profetas habían exigido en orden a la conversión y a la nueva configuración de la vida. Jesús se atrevió, incluso, a lo que ningún profeta se había atrevido: a proclamar en lugar del castigo de la Ley el perdón de Dios -completamente gratis- y aun a otorgarlo personalmente -en la calle, en medio de la vida-, para hacer así posible la conversión y el perdón mutuo entre los hombres.
Sí; como los profetas, Jesús dispuso únicamente del poder de la palabra, que evidentemente también se exteriorizó en acciones carismáticas. Como los profetas, careció de poder político y chocó con la resistencia de los poderosos. Pero, confrontados con él, también éstos, como todos los demás, se vieron abocados a tomar una decisión radical, a saber en qué sentido querían orientar últimamente su vida: en egoísmo, hacia sí mismos, o en amor, hacia Dios y los demás hombres. Sí; como los profetas, también Jesús, impotente, reivindicó para él plenos poderes, provenientes de Dios. Sólo que sus plenos poderes superaron ampliamente los de un profeta. Pues Jesús, en quien teoría y praxis se confunden insolublemente, encarnó su propio mensaje: él mismo, con todo lo que dijo, hizo y padeció, significó en toda su persona la exigencia de la decisión. La palabra última de Dios antes del fin, el gran signo del tiempo. Palabra de Dios - hecha carne.
De esta manera Jesús supuso un desafío sin precedentes para todo el sistema religioso-social y sus representantes. He aquí uno que anuncia, en lugar del cumplimiento incondicionado de la Ley, una extraña y nueva libertad para Dios y para el hombre. Con su relativización de la Ley y el culto por mor del hombre, ¿no se tiene por más que Moisés (Ley), más que Salomón (templo), más que Jonás (profetas)? Un maestro de la Ley que se enfrenta a Moisés, ¿no es un maestro de falsedad? Un profeta que no sigue a Moisés, ¿no es un falso profeta? Uno que se considera superior a Moisés y los profetas, que en orden al pecado hasta se arroga la función del juez último, usurpando así algo divino y exclusivo de Dios, ¿no es un blasfemo contra Dios? ¿No es, pues, cualquier cosa menos la víctima inocente de un pueblo obstinado, más bien un fanático y hereje y, como tal, un individuo sumamente peligroso, un demagogo y agitador que constituye una seria y real amenaza para la posición de la jerarquía, un transgresor del orden, un alborotador, un seductor del pueblo?
Como los profetas, Jesús no tuvo un éxito arrollador; al contrario, acabó siendo recusado. Como los profetas, tuvo que padecer. Pero su pasión, más que el padecimiento de un profeta, se asemejó a los padecimientos del misterioso siervo de Yahvé que aparece en el Deuteroisaías, que cargó con los pecados de muchos e intercedió por los pecadores. Así al menos se ha entendido después. La imagen que en su tiempo ofreció la muerte de Jesús fue la imagen no de un fracaso casual, sino de un fracaso ineludible.
De ahí surge inevitable la pregunta: ¿No murió Jesús en vano? Por mucho que podamos suponer que Jesús previó su muerte violenta, desconocemos por completo lo que pensó y sintió al morir. Según Marcos, el más antiguo de los evangelistas, no había al pie de la cruz ninguno de sus discípulos que hubiera podido trasmitir sus últimas palabras; sólo unas cuantas mujeres galileas, entre las que no se contaba la madre de Jesús, miraban desde lejos. Los discípulos habían huido. Harto fácil hubiera sido cubrir esta laguna informativa con asombrosos o conmovedores detalles al estilo de las leyendas de los mártires judíos y cristianos. De hecho, esto llegó a hacerse más tarde, si bien de una manera por lo demás muy digna: en Lucas, con la súplica por los enemigos que no saben lo que hacen y con la conversión de uno de los malhechores crucificados a su lado, que obtiene la promesa de estar con él en el paraíso; en Juan, con la escena, llena de ternura, de la despedida de la madre y del discípulo amado.
Pero nada de esto encontramos en el relato más antiguo de la pasión. Aquí se da cuenta escueta de su muerte, sin adornos edificantes, sin palabras ni gestos solemnes, sin hacer siquiera alusión a su imperturbable serenidad interior, de un modo desconcertante por su simplicidad: «Entonces Jesús, lanzando un fuerte grito, expiró.» Este grito fuerte, inarticulado, responde fielmente a aquel horror y angustia ante la muerte de que todos los sinópticos -si bien en Lucas está suavizado por la aparición del ángel, signo de la cercanía de Dios- dan noticia unánime.
Pero ¿qué es lo característico de esta muerte? Ya entonces se hizo palpable. Jesús murió no sólo abandonado de los hombres, sino absolutamente abandonado por Dios. La especial comunión en que Jesús se creyó con Dios da la medida de su especial abandono por parte de Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Este Dios y Padre, con quien él se había identificado enteramente hasta el final, al fin no se identifica con él. Todo parecía como jamás sucedido: en vano. Él, que ante todo el mundo había anunciado públicamente la cercanía y la venida de Dios, su Padre, muere ahora en este total abandono de Dios, y así, públicamente, ante el mundo entero, se revela como un impío: un hombre juzgado por el mismo Dios, liquidado de una vez para siempre. Y dado que la causa por la que él había vivido y luchado estaba tan ligada a su persona, también su causa se derrumba con él. Independientemente de él, no hay causa que valga. ¿ Cómo se iba a creer en su palabra si enmudeció tras expirar con un grito tan desgarrador?
El Crucificado no fue enterrado en la forma acostumbrada para con los ajusticiados judíos. Su cadáver pudo, según la costumbre romana, ser entregado a amigos o parientes. No fue ningún discípulo, pero sí, según cuentan las fuentes, un simpatizante, el miembro del sanedrín José de Arimatea, que no aparece más que en este pasaje y al parecer no formó luego parte de la comunidad, quien hizo sepultar el cadáver en un sepulcro privado. Sólo algunas mujeres están presentes. Pero ya Marcos concede gran importancia a la constatación oficial de la muerte. Y no sólo él; también la antigua profesión de fe trasmitida por Pablo subraya el hecho de la sepultura, del que no es posible dudar. No deja de ser extraño que, siendo enorme en aquel tiempo el interés religioso que despertaban los sepulcros de los mártires y profetas hebreos, en torno al sepulcro de Jesús de Nazaret, sin embargo, no surgiera ningún culto. ¿Se acabó todo con la muerte de Jesús? ¿Todo se acabó?
En la próxima lección trataremos de buscar, a la vista de semejante muerte, una justificación teológica para hablar de la resurrección y de la vida eterna.
V
DIFICULTADES CON LA RESURRECCIÓN DE JESUS
1. Los apócrifos
Una cosa es cierta: La muerte de Jesús no fue una muerte aparente, sino tremendamente real, cruel, en total abandono de Dios y de los hombres. La realidad de esa muerte debe tomarse en serio también en la teología. ¿Se acabó todo con su muerte? Así nos preguntábamos al concluir la lección anterior. Si no queremos confirmar la sospecha de proyección de Feuerbach, para responder tal pregunta hemos de proceder con la máxima cautela. No en vano he puesto a esta lección el título de «dificultades con», en lugar de «fe en» la resurrección. Si como hombres del siglo XX pretendemos creer con honestidad y convicción, no sólo a medias y con mala conciencia, en algo parecido a una resurrección, hemos de afrontar estas dificultades con todo rigor y sin prejuicios tanto de fe como de increencia.
No han sido los teólogos críticos quienes han inventado tales dificultades, como suelen opinar algunos oponentes ingenuos -a veces malévolos- de la teología actual. Las dificultades no solamente residen en el hecho mismo, sino también y sobre todo en los relatos, en los primitivos documentos en torno al hecho. Desde que hace unos doscientos años el más agudo polemista de la literatura clásica alemana, Gotthold Ephraim Lessing, puso en manos de un público desorientado los «Fragmentos de un anónimo» (que no era otro que el ya fallecido ilustrado hamburgués Hermann Samuel Reimarus, t1768), a toda teología cristiana le incumbe tratar siempre de nuevo este problema: ¿Qué credibilidad merecen los relatos de la resurrección del Nuevo Testamento? La tesis central de Reimarus, expuesta ante todo en los fragmentos «Del propósito de Jesús y sus discípulos» y «Sobre la historia de la resurrección», reza así: a la resurrección de Jesús no se le debe dar crédito, porque las noticias de los evangelios sobre ella se contradicen. Frente a esto, en su contrarréplica (1778), Lessing sostuvo su propia tesis: « Yo replico: la resurrección de Jesús puede muy bien ser verdad, aunque las noticias de los mismos evangelistas se contradigan».
Pero ¿es esto tan cierto? Lo que hemos expuesto anteriormente (en particular sobre la ausencia de la fe en la resurrección de los muertos en el Antiguo Testamento de lengua hebrea y sobre la aparición tardía de la idea de la resurrección en la apocalíptica del s. II a.e.) permite suponer que en la resucitación o resurrección no se trata simplemente de una de esas «verdades eternas» independientes de la historia, típicas de la Ilustración. En principio, pues, no podemos ahorramos el trabajo de distinguir en las mismas fuentes lo auténtico de lo inauténtico, lo canónico de lo apócrifo.
¿Resurrección o resucitación? Por lo que respecta al Nuevo Testamento, es notoria mi preferencia en general por el término resucitación, sin excluir el de «resurrección», para expresar que según la Escritura no se trata fundamentalmente de una acción autónoma de Jesús, sino de una obra de Dios en Jesús, el crucificado, muerto y sepultado. Sólo en cuanto resucitado (por Dios, por su Padre) es Jesús el (mismo) Resucitado.
La resucitación de Jesús es todo menos una cuestión secundaria, como en el Nuevo Testamento pueden serlo otras cuestiones. Que Jesús naciese en Belén o Nazaret, que estuviese en Jerusalén una o varias veces, que hiciera milagros y cuáles: todas ellas son cuestiones secundarias, de las que nada decisivo depende. Pero de que Jesús fuese o no resucitado a la vida, de eso depende efectivamente mucho, casi todo. Y no solamente para la verdad de nuestra fe personal en Cristo, que según Pablo sin la resucitación de Jesús no tendría contenido, sino, además, para la solución del enigma histórico de la aparición del cristianismo. Nos corresponde, pues, explicar cómo fue posible, tras semejante fracaso total y tan vergonzosa muerte, que el mensaje y la comunidad cristianos se difundieran como una explosión, y precisamente bajo el signo de un ajusticiamiento con toda ignominia en el patíbulo de la cruz. ¡Cuán diferente de la paulatina y callada expansión de las doctrinas de los sabios Buda y Confucio, tan admirables y aplaudidos! ¡Cuán diferente también de la arrolladora y violenta expansión de las doctrinas del victorioso profeta y general Mahoma ...!
Sí; ¿ cómo sobrevino el gran cambio? En este punto concuerdan todos los testimonios de que disponemos: El cambio se produjo por lo que comúnmente se conoce con el nombre de «pascua», cuya etimología permanece aún irresuelta. (Jacob Grimm, remitiéndose a Beda el Venerable, refiere el término alemán de «pascua» -«Ostern»/«Easter» a una diosa germánica de nombre Ostara o a una fiesta germana de primavera). Por lo que bien se puede decir que, sin saber lo que se esconde tras la «pascua» cristiana, presumiblemente no entenderíamos ni una sola palabra de este Jesús de Nazaret, que personalmente no escribió ni mandó escribir nada. La historia de los hechos de Jesús, que culminó en aquella historia de la pasión de tan catastrófico desenlace, no habría entrado en los anales de la historia del mundo si no hubiera habido esa especie de historia pascual, que hizo aparecer la historia de los hechos y la historia de la pasión de Jesús bajo una luz completamente nueva. Pero es aquí donde se agolpan las dificultades: ¿ Qué se esconde tras la palabra «pascua»? ¿Qué sucedió en esta primera pascua?
Algunos textos eclesiásticos, cantos y sermones de pascua, como también algunas fiestas y representaciones pascuales -entre ellas la magistral representación de la resurrección de Matthias Grünewald en el «Altar de Isenheim»-, describen el acontecimiento de la resurrección de forma directa: Un cadáver vuelve maravillosamente a la vida, sale del sepulcro y asciende al cielo. La descripción del suceso de la resurrección más antigua de que disponemos reza así:
«En la noche en que despuntaba el día del Señor, mientras los soldados hacían guardia de dos en dos, retumbó un gran ruido en el cielo, y los soldados vieron el cielo abierto y descender dos varones resplandecientes y acercarse al sepulcro. La piedra que había sido colocada en la puerta, rodando por su propio impulso, se apartó a un lado, el sepulcro se abrió y los dos jóvenes entraron. Cuando vieron esto los soldados, despertaron al centurión y a los ancianos, pues también éstos estaban allí haciendo la guardia. Y mientras aún estaban contando lo que habían visto, volvieron a ver cómo del sepulcro salían tres hombres, dos de los cuales (los de antes) apoyaban al tercero, y una cruz que iba tras de ellos, y la cabeza de los dos llegaba hasta el cielo, pero la de aquel que era conducido por ellos sobrepasaba los cielos. Y se oyó una voz del cielo que decía: "¿Has predicado a los que duermen?". Y desde la cruz se dejó oír la respuesta: "¡Sí!" Ellos entonces comenzaron entre sí a tomar en consideración el ir a Pilato y comunicarIe lo que habían visto».
¿Un relato singular? Su fuente es el Evangelio de Pedro, del que ya en el s. IV da noticia Eusebio, historiador y obispo de la corte del emperador Constantino, y cuyo texto ya fue conocido por el obispo Serapión a finales del s. II y principios del III; un largo fragmento del texto se ha dado de nuevo a conocer gracias a un manuscrito en pergamino, descubierto en un sepulcro de Akhmim en el Alto Egipto en el invierno de 1866/67. De él se pueden sacar dos conclusiones:
Primera: Esta primera descripción -difundida sólo en pequeños círculos- del acontecimiento de la resucitación de Jesús procede, como ya descubrió el obispo Serapión, no del apóstol Pedro, sino de un autor anónimo del siglo II, escrito probablemente hacia el 150 d.C., por tanto unos 120 años después de la muerte de Jesús.
Segunda: La primitiva Iglesia jamás aceptó este evangelio como «auténtico»; más bien lo consideró siempre como «inauténtico», apócrifo y, por lo mismo, excluido de la lectura en el culto divino. Por esa misma causa también ha permanecido mucho tiempo desconocido.
Y con toda razón. Pues el Evangelio de Pedro, a pesar de su lenguaje sencillo, de estilo evangélico, se diferencia esencialmente de los evangelios «auténticos», especialmente en lo que atañe a la resurrección. ¿Por qué? No sólo porque presenta adornos fantásticos: la piedra, que rueda por propio impulso; los dos ángeles y Jesús, que aparecen como gigantes cósmicos; la cruz, que camina por sí sola y es capaz incluso de hablar. Sino sobre todo porque describe la resurrección en sí (dentro de un dramatismo ingenuo y ayudándose de detalles legendarios) como un acontecimiento que se desarrolla a plena luz pública, visible para toda la guardia judía y romana, adecuado -por así decir- para un protocolo policial.
¡Cuán distintos los escritos «auténticos», canónicos!
Estos nunca describen la resucitación de Jesús en sí misma, sino únicamente lo que tras la resurrección les aconteció a los testigos fieles. En este sentido el Evangelio de Pedro, aparecido hacia el 150 d.C., legítimamente puede considerarse como la más antigua descripción del acontecimiento de la resurrección. En todo el Nuevo Testamento, en cambio, nadie afirma haber sido testigo personal del acontecimiento de la resucitación. Incluso en los sinópticos, en que se habla de apariciones de ángeles, el acontecimiento como tal antecede siempre a las apariciones, por tanto no es objeto directo de la descripción. Es decir, según los evangelios auténticos, nadie fue testigo presencial de la resucitación, y las subsiguientes apariciones no sirvieron para el gran público, sino que se limitaron a algunas mujeres y discípulos del grupo de los seguidores de Jesús. Comparemos, pues, estos testimonios.
2. Los testimonios reconocidos
Transcribimos como contraste la narración pascual -asombrosamente concisa- del más antiguo de los evangelistas, Marcos, quien casi un siglo antes del Evangelio de Pedro, probablemente hacia el año 70, escribió la siguiente historia, que evidentemente no cuenta la resucitación como tal: «Terminado el descanso del sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. El primer día de la semana, muy de mañana, recién salido el sol, fueron al sepulcro. Se decían unas a otras: "¿Quién nos correrá la losa de la entrada del sepulcro?" Al levantar la vista observaron que la losa estaba corrida; y era muy grande. Entraron en el sepulcro, vieron a un joven vestido de blanco sentado a la derecha y se espantaron. El les dijo: "¡No os espantéis! Buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado. Ha resucitado, no está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron. Y ahora, marchaos, decidles a sus discípulos, y a Pedro, que va delante de ellos a Galilea; allí lo verán, como les dijo." Salieron huyendo del sepulcro, del temblor y el desconcierto que les entró, y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían».
Así termina -y por extraño que parezca, es bastante- el evangelio de Marcos. Toda especulación acerca de un final distinto, posiblemente perdido, del evangelio de Marcos es ociosa e inútil. Todo lo que sabemos de este primitivo evangelio en orden a la resucitación son estos ocho versículos, y ellos solos bastan para poner de manifiesto, a diferencia del Evangelio de Pedro, que todo lo que aquí sucede, sucede después de la resucitación. Marcos únicamente testifica la resucitación o, más exactamente, anuncia el mensaje de la resurrección, que aquí, por otra parte, no suscita asombro y alegría «pascual» sino «temblor y desconcierto»: «Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían.» Puede que esto suene un tanto extraño a muchos oídos eclesiásticos, pues durante siglos, por lo menos en la Iglesia católica, esta última frase, con la que propiamente termina el evangelio de Marcos, simplemente no ha sido proclamada en la fiesta de la pascua, por considerarse incompatible con la alegría pascual.
Pero, más allá de esto, es de notar que todo ocurre en presencia de pocos testigos, y en principio en presencia de un grupo de testigos tan dudosos como de hecho en aquel tiempo lo eran las mujeres. El único nombre trasmitido sin excepción en todos los relatos -incluidos los evangelios tardíos- es el nombre de María Magdalena (de María, la madre de Jesús, los evangelios sinópticos no dicen una sola palabra, ni al pie de la cruz ni en los relatos de la resurrección); María de Magdala es también, según el tardío Evangelio de Juan, la única que en la mañana del domingo -por piedad, para embalsamar a Jesús- acudió al sepulcro.
Esta reserva de los evangelios neotestamentarios en lo concerniente a la resurrección de Jesús, ¿no infunde más que nada confianza en su autenticidad? Y, al contrario, el afán de exageración y el empeño en la demostración, característicos de los apócrifos, ¿no los hacen más bien in-creíbles? Los testimonios pascuales neotestamentarios quieren ser, en todo caso, no testimonios de la resurrección como. acontecimiento, sino testimonio del resucitado como persona.
Decimos -nótese bien- testimonios, no puros informes. Los relatos pascuales en su totalidad no son relatos documentales imparciales de observadores neutrales, sino testimonios de hombres profundamente implicados y comprometidos, de creyentes que han tomado partido por Jesús. Es decir, documentos más teológicos que históricos: no protocolos ni crónicas, sino testimonios de fe. La fe pascual, que desde el principio determina toda la tradición de Jesús, determina también, como es natural, los relatos pascuales, lo que de antemano dificulta enormemente la tarea de su comprobación histórica. Metodológicamente, pues, éste es el único camino: El mensaje pascual hay que buscarIo no en sí mismo, aisladamente, sino dentro de los relatos pascuales con sus múltiples evoluciones e implicaciones, para descubrir en ellos el mensaje originario.
3. Evoluciones e implicaciones
Un análisis minucioso de los relatos pascuales, en efecto, descubre en la tradición discrepancias y contradicciones insuperables. Es cierto que una y otra vez se ha ensayado toda clase de combinaciones y sinopsis para construir una tradición unitaria. Pero todo en vano. Falta concordancia, cuando menos en los puntos siguientes:
1) en lo que atañe a las personas implicadas: Pedro, María Magdalena y la otra María, los discípulos, los apóstoles, los Doce, los discípulos de Emaús, los 500 hermanos, Santiago, Pablo;
2) en la localización de los sucesos: Galilea (una montaña o el mar de Tiberíades), Jerusalén (junto al sepulcro de Jesús o en algún lugar de reunión);
3) en la cronología de las apariciones: la mañana y la tarde del domingo de Pascua, ocho y cuarenta días después. Por doquier la armonización resulta imposible, a no ser que se esté dispuesto a alterar los textos o minimizar las diferencias.
Pero, evidentemente, en la Iglesia primitiva ni hizo falta ni se buscó de hecho un esquema unitario; se pudo vivir sin una rotunda armonía entre los evangelios y, más aún, sin una biografía del Resucitado. Los autores neotestamentarios no muestran interés por una exposición completa, ni por una sucesión cronológica determinada, ni, en general, por una comprobación histórica crítica de las diversas noticias; ello demuestra hasta qué punto es otra cosa la que ocupa el primer plano en los distintos relatos: en primer lugar, como es evidente en Marcos, la vocación y misión de los discípulos; luego, en Lucas y Juan, la progresiva identidad real del Resucitado con el Jesús prepascual.
En los evangelios no se puede ocultar la tendencia a ampliar los materiales de la tradición. Para una justa interpretación esto es muy importante: El Evangelio de Marcos, el más antiguo relato evangélico (escrito hacia el año 70), es, como ya se ha dicho, de asombrosa parquedad. Sin embargo, los dos evangelios posteriores al de Marcos, los grandes evangelios de Mateo y Lucas, presentan notables cambios y ampliaciones, en parte por motivos apologéticos. Hasta un profano en la materia lo puede fácilmente comprobar en una «sinopsis» neotestamentaria, donde se vean uno junto a otro los textos evangélicos fundamentales sobre la resurrección.
Mateo, por ejemplo, establece con la aparición de Jesús a las mujeres un nexo narrativo entre el suceso del sepulcro y la aparición en Galilea. En él se encuentran las siguientes novedades: primero, el terremoto; luego, el relato de los guardianes del sepulcro y la comunicación del encargo del ángel y de Jesús de ir a Galilea; por último, la aparición en un monte de Galilea a los Once, con el mandato de misionar y bautizar.
Lucas, por el contrario, suprime el encargo de ir a Galilea, silencia la aparición correspondiente y concentra geográfica y cronológicamente todo el acontecimiento pascual en Jerusalén, punto para él más importante y decisivo desde el ángulo teológico y eclesial. Pero añade, a su vez, el episodio, de factura realmente artística, de los discípulos de Emaús, la aparición a los Once en Jerusalén, un breve discurso de despedida y un corto relato de la ascensión de Jesús, relato que vuelve a recoger y ampliar considerablemente en los Hechos de los Apóstoles.
En los evangelios más tardíos, algunas cosas que entretanto ya habían pasado a ser praxis eclesiástica se atribuyen a la acción y al mandato del Resucitado. Así, la misión a los gentiles y el bautismo, en Mateo; la fracción del pan (que en el contexto del episodio de Emaús tenía que evocar en todos los lectores el recuerdo de la cena del Señor), en Lucas; el lugar de Pedro y el poder de perdonar los pecados (a todo el que crea), en Juan. En Marcos y Mateo aparece un ángel, en Lucas y Juan aparecen dos.
El Evangelio de Juan, considerablemente más tardío, escrito probablemente hacia el año 100, contiene, pese a sus numerosos puntos de contacto con Lucas, algunos elementos y motivos nuevos: el diálogo con María Magdalena, la carrera al sepulcro de Pedro y del discípulo predilecto cuyo nombre se omite, la reunión en la sala de Jerusalén con la transmisión del Espíritu en la tarde de Pascua y el episodio de la incredulidad de Tomás con su amplio desarrollo del tema de la duda. Más tarde, para coadyuvar nuevamente a la experiencia de la identidad, se añadió un capítulo suplementario con la aparición en el lago de Genesaret y una pesca milagrosa seguida de una comida y un especial encargo a Pedro de apacentar las ovejas. Otra vez aflora aquÍ el tema de la competencia entre Pedro, al cual le es confirmada la primera aparición y la primacía, y el discípulo amado, al que el cuarto Evangelio claramente presenta como el auténtico garante de la tradición.
¡En suma, un amplio y complejo desarrollo de la tradición sobre la Pascua! Pero de todo ello cabe deducir algo importante: Históricamente, es muy probable que la fe pascual surgiese en Galilea, donde los partidarios de Jesús habían vuelto a reunirse después de su huida, para trasladarse luego a Jerusalén en espera del retorno del Hijo del hombre glorificado. Dado el propio carácter de las fuentes, las múltiples ampliaciones, trasposiciones y elaboraciones del mensaje pascual (expresado en números: 8 versículos en Marcos y 54 en Juan) no pueden pretender de antemano que se les reconozca su historicidad; más bien cabe que sean, en gran medida, legendarias. Los diversos matices de los relatos proceden de la diversidad y particularidad teológica de las comunidades, de los transmisores y de los redactores.
Ante documentación tan compleja no cabe otra cosa que preguntarse: ¿Qué es, pues, lo decisivo dentro de todo este contraste de afirmaciones y representaciones, de imágenes, pinturas y leyendas? A alguno incluso puede que le acucie esta pregunta: En los relatos pascuales, ¿no será todo, tal vez, leyenda? Respuesta: ¡No, seguro que no, en el sentido de que todo sea una piadosa invención! Pero sí en el sentido de que los relatos pascuales, con todos sus condicionamientos en cuanto a la forma y al contenido, pretenden una cosa: ilustrar, concretar y defender la realidad de la nueva vida del Resucitado. Lo que para personas de formación tradicional puede a primera vista parecer inquietante, en una visión más reposada puede surtir efectos liberadores: ¡El mensaje pascual no se identifica con los detalles descritos en estos relatos pascuales! Igual que el mensaje bíblico de la creación tampoco se identifica con los detalles del relato bíblico de la obra de los seis días del Dios creador!
Yo puedo creer en la verdad de la Pascua sin necesidad de tener por ciertos palabra por palabra todos los relatos pascuales. Digámoslo una vez más: No se trata de informes policiales, sino de testimonios de fe (cada vez más perfeccionados al servicio de la predicación). Y de aquí la consecuencia de este descubrimiento: ¡Es ineludible concentrarse en lo esencial del mensaje pascual! Para verlo con mayor claridad debemos recurrir al testimonio más antiguo de la resurrección, que no abarca más de cuatro frases.
4. El testimonio más antiguo de la Pascua
El testimonio pascual más antiguo no se encuentra en los evangelios. Se encuentra en las cartas de Pablo, que anteceden toda una generación al mismo Evangelio de Marcos y que realmente son los documentos más antiguos de todo el Nuevo Testamento.
Allá por los años 55/56, en efecto, el apóstol Pablo escribió desde Éfeso, en el Asia Menor, una primera carta a la recién fundada comunidad de Corinto. En esta primera carta a los Corintios, en el capítulo 15, se encuentra el testimonio más antiguo de la Pascua, que Pablo dice expresamente haber «recibido» y, luego, «transmitido» a la comunidad de Corinto en el momento de su fundación y que, a juzgar por el lenguaje, autoridad y círculo de personas, procede probablemente de la primera comunidad de Jerusalén y, en todo caso, se remonta al período comprendido entre los años 35 y 45, cuando Pablo -poco después de la muerte de Jesús- se hizo cristiano y misionero. Pablo cita esta profesión de fe y ofrece como apéndice toda una lista de testigos de la resurrección, fácilmente controlable por los contemporáneos: testigos a los que el Resucitado «se dio a ver», «se apareció», «se manifestó», con los que por tanto -de una u otra manera- se encontró y de los que casi todos aún vivían en los años 55/56 y podían ser preguntados.
El texto, en el que es fácil constatar las diferencias no sólo respecto al Evangelio apócrifo de Pedro, sino también respecto a las narraciones de los evangelios canónicos, dice así:
«Lo que os trasmití fue, ante todo, lo que yo había recibido:
que el Mesías murió por nuestros pecados,
como lo anunciaban las Escrituras,
que fue sepultado
y que resucitó al tercer día,
como lo anunciaban las Escrituras;
que se apareció a Pedro y más tarde a los Doce.
Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez; la mayor parte vive todavía, aunque algunos han muerto. Después se apareció a Santiago, luego a los apóstoles todos. Por último se me apareció también a mí, como el nacido a destiempo».
Las diferencias entre el testimonio pascual más antiguo y los relatos pascuales posteriores son manifiestas:
Los relatos de la resurrección de los evangelistas perfeccionan cada vez más la noticia y difieren notablemente entre sí. El testimonio pascual más antiguo, en cambio, es de una concisión notarial.
Los relatos pascuales de los evangelistas acusan una clara tendencia a dar cierto colorido legendario (narraciones para asombrar a los oyentes). El testimonio de Pablo habla en tono de profesión de fe, que pudo muy bien haber sido un resumen a modo de catecismo, probablemente acuñado para ser aprendido de memoria en la catequesis.
Los evangelistas, para ilustrar el mensaje de la Pascua, hacen hincapié en el sepulcro vacío. Por el contrario, en Pablo (como en los restantes escritos neotestamentarios) el sepulcro vacío (lo mismo que los ángeles) ni siquiera se menciona; Pablo subraya más bien el hecho de que Jesús se manifestó vivo a sus discípulos, se encontró con ellos como ser viviente.
Y mientras los relatos del sepulcro no están avalados por testigos directos, en las cartas paulinas (varios decenios anteriores a los evangelios) encontramos testimonios del mismo Pablo sobre distintas «apariciones» o «revelaciones» del Resucitado.
Así, pues, no por el sepulcro vacío, sino por las «apariciones» o «revelaciones» (visiones o audiciones objetivas o subjetivas: de todos modos, vocaciones a la predicación similares a las de los profetas) fue como los discípulos llegaron a creer en la resucitación de Jesús a la vida eterna.
De ahí que la controversia en torno al sepulcro vacío sea una falsa controversia. La cosa ya está clara en la discusión teológica: Para nosotros hoy, definitivamente, el sepulcro vacío no es susceptible de verificación histórica. Hasta los exegetas críticos cuentan con la posibilidad de que el sepulcro pudo haber estado vacío. Pero ¿qué se prueba con eso? ¡Un sepulcro vacío no es de suyo ninguna prueba de la resurrección! Para explicarlo hay muchos caminos, y ya los mismos evangelistas señalaron algunas «posibilidades», naturalmente para rechazar los tendenciosos rumores de los judíos: fraude de los discípulos, hurto del cadáver, cambio de persona, muerte aparente.
Por sí mismo, el sepulcro vacío sólo dice: «El no está aquÍ.» Hay que añadir expresamente algo que de ninguna manera es obvio: «Ha resucitado.» Y esto puede ser comunicado a cualquiera sin necesidad de mostrarle un sepulcro vacío. Pues, como quiera que se piense sobre la historicidad del sepulcro vacío, ni la resurrección de Jesús ni la nuestra dependen de él. La reanimación de un cadáver no es condición previa para la resucitación a la vida eterna. Así, según Pablo, lo decisivo para su predicación (y para la de las restantes cartas neotestamentarias) no es el sepulcro vacío, que Pablo ni siquiera menciona, sino la manifestación de Jesús como viviente. La fe cristiana no convoca al sepulcro vacío, sino al encuentro con el mismo Cristo viviente: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?».
¿Luego la resurrección no es un acontecimiento histórico? Respondiendo con toda exactitud: ¡No, no es un acontecimiento histórico, pero sí un acontecimiento real!
¿ Qué quiere decir esto?
Que no sea un acontecimiento histórico quiere decir lo siguiente:
Que el aserto «resucitado "al tercer día"» no es tanto un dato histórico como teológico, pues el número «tres», tantas veces empleado como un número simbólico (por ejemplo, en el caso del profeta Jonás, que permaneció tres días en el vientre de la ballena ), debe entenderse no como fecha de calendario, sino como «número sagrado», como fecha salvífica para un día salvífico, similar a la ya citada palabra de Oseas, que habla del restablecimiento al tercer día. Dado que se trata de un paso a la vida eterna de Dios más allá del espacio y del tiempo, semejante vida no puede constatarse con los medios y métodos de la investigación histórica.
Resucitación no es un acto espacio-temporal. Resucitación no entraña un milagro que interrumpe las leyes de la naturaleza, comprobable intramundanamente, ni se refiere a una intervención sobrenatural localizable y datable en el espacio y en el tiempo. No pasó nada que pudiera fotografiarse y registrarse. Sólo la muerte de Jesús y luego la fe y el mensaje pascual de los discípulos son históricamente constatables; en esas dos cosas -ambas acontecimientos públicos- sí puede adentrarse el historiador. Pero la resucitación misma -como acontecimiento no público-no se puede fijar ni objetivar con métodos históricos.
A la ciencia histórica -que, como la ciencia química, biológica, psicológica, sociológica o teológica, no capta más que uno de los múltiples aspectos de la realidad- no se le ha de preguntar más de lo que puede responder, ya que, de acuerdo con sus propias premisas, excluye deliberadamente esa realidad que en la resucitación, lo mismo que en la creación y en la consumación final, es la única que entra en juego: la realidad de Dios.
Que no sea un acontecimiento histórico, pero sí un acontecimiento real, quiere decir lo siguiente:
Que precisamente por eso, porque lo que entra en juego en la resucitación es la acción de Dios, se trata de un acontecimiento real en el sentido más profundo de la palabra, y no de un mero acontecimiento ficticio o imaginario: pero, eso sí, sólo para aquel que no quiera permanecer neutral ante el acontecimiento, sino que como creyente se abandone a él. Lo sucedido rompe y sobrepasa los límites de la historia. Se trata de un acontecimiento que trasciende desde la dimensión de la muerte humana a la dimensión abarcadora de Dios.
La resucitación se refiere a un modo de existir absolutamente nuevo en la completamente distinta dimensión de lo eterno, y es descrita con un lenguaje figurado que es preciso interpretar. El verdadero milagro de la resucitación consiste en que Dios tiene la última palabra allí donde desde el punto de vista humano se ha acabado todo: es el milagro de la nueva creación de la vida desde la muerte. Lo cual no es objeto del conocimiento histórico, sino una apelación y una oferta a la fe, única que puede tener acceso a la realidad del Resucitado.
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