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Ellacuría
XII.B._ ¿Por qué muere Jesús y por qué le matan? - Ignacio Ellacuría
El intento de poner en relación a Jesús con la historia y, consecuentemente, a la Iglesia con la historia, es un elemento esencial para la comprensión y la realización del cristianismo, así como para la realización y la compresión de la historia. Si no se llega a tener clara esta "relación" se cae con facilidad en posturas religiosistas o, en el otro extremo, en posturas secularistas con menoscabo en ambos casos de una plena salvación humana.
Esta historización, esta encarnación histórica de Jesús como paradigma de lo que ha de ser una historización de la salvación, puede presentarse desde diversos aspectos de su vida, tal como la transmiten los Evangelios. Pero uno de los puntos de vista privilegiado, para enfocar el problema, es la consideración crítica de su pasión y de su muerte. Tres razones, al menos, invitan a enfocarlo desde la pasión: a) la muerte de Jesús es la culminación y la verdad última de su vida; b) es el núcleo original de los relatos evangélicos y donde es posible realizar una mayor verificación histórica; c) es punto fundamental de divergencia entre quienes se atienen a que Jesús murió por nuestros pecados y quienes se atienen a que se le mató en razón de su lucha por el hombre y en virtud de motivos políticos.
El estudio, por tanto, de la pasión en su doble vertiente de por qué muere Jesús, en el sentido de cuál es el valor y el significado último de su muerte, es un lugar adecuado para iluminar la unidad intrínseca y necesaria entre la lucha por el hombre y el reino de Dios.
Parecería que la cuestión esta zanjada desde las primeras confesiones de fe transmitidas por el Nuevo Testamento: "porque Dios no nos destinó a la ira, sino a adquirir la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo, el que murió por nosotros, a fin de que... lleguemos a la vida juntamente con él" (1 Ts 5, 9-10). Sin embargo, en este mismo documento primero del Nuevo Testamento Pablo escribe: "pues vosotros hermanos os hicisteis imitadores de las Iglesias de Dios que están en Judea, en Cristo Jesús, porque también vosotros padecisteis de parte de vuestros compatriotas las mismas persecuciones que ellos de parte de los judíos, los que mataron al Señor, a Jesús, y a los profetas..." (ib. 2, 14-15). Y, en efecto, no es cuestión que pueda resolverse a la ligera. Un autor tan ponderado como Rahner considera, por ejemplo, cuestión abierta y discutible si el propio Jesús atribuyó expresamente a su muerte una función soteriológica; esto es, si a él mismo le era clara la conexión entre el significado histórico de su muerte y su sentido transcendente.
Para acercarnos a la solución de nuestra pregunta, siempre ceñidos a los relatos de la pasión, es menester considerar el problema desde tres puntos de vista, estrechamente conectados entre sí: la consideración del por qué le matan, lo que el propio Jesús pensaba de su propia muerte, tal como es posible acercarse a ese pensamiento desde los propios relatos evangélicos y, tercero, la interpretación teológica de tipo expiatorio, que los propios evangelistas entremezclan con consideraciones más históricas. En los tres puntos de vista puede haber historia y teología, pero los propios evangelistas -y no sin profundas motivaciones- acentúan, según los casos, el momento teológico o el momento histórico. Esta distinta acentuación nos permite -sin descuidar los resultados de una exégesis crítica- avanzar algunas consideraciones sobre nuestro propio problema.
1. Dimensión histórica de la muerte de Jesús
Es fácil reconocer en la lectura de los Evangelios cómo sus autores presentan la vida de Jesús como una creciente oposición entre él y quienes van a ser los causantes de su muerte. Pocas dudas pueden caber sobre este punto, léase la vida de Jesús según Marcos o, en el otro extremo, según Juan. No es ésta la ocasión de mostrar todas las gradaciones y matices de esta oposición, que tiene un marcado carácter de totalidad. Se trata, en efecto, en el caso de Jesús y de sus enemigos de dos totalidades distintas, que pretenden dirigir contrapuestamente la vida humana tomada como totalidad personal e histórica; se trata de dos totalidades prácticas, que forzosamente llevan la contradicción al campo de la existencia cotidiana. La posición de Jesús no es una posición puramente teórica y contemplativa sino que es una posición transformativa; no es tampoco una posición conciliadora sino partidista y beligerante. Y esto no sólo ni principalmente por su doctrina o por los efectos de su doctrina sino por su propia persona y por su propia acción histórica. Lo que decía era conflictivo, pero él mismo era aún más conflictivo.
Si tomamos, por ejemplo, el episodio de la curación del hombre que tenía la mano paralizada (Mc 3, 1-6; cfr. Lc 6, 6-11), vemos cómo Marcos lo sitúa -teológicamente, es cierto- en una serie de cinco controversias con los fariseos, herodianos, escribas, etc., esto es, con representantes y defensores, cada uno a su manera, del orden religioso-social establecido. No olvida el evangelista subrayar que son enemigos de Jesús, a quien espían para acusarlo y condenarlo. No se trata, pues, de una mera discusión rabínica sino de una lucha quien, al poner en peligro el orden socio-religioso establecido, les pone en peligro también a ellos. Jesús no sólo se les enfrenta como a enemigos sino que les presenta batalla en el peligroso campo del sábado judío: ¿se puede hacer bien o hacer mal en sábado, salvar una vida o matar? Por un lado, la observancia legal y cultual; por otro, la acción antilegal de sanar a un enfermo, al que, si se le deja de curar -acción aparentemente omisiva y más en el contexto judaico del sábado-, lo que se le está haciendo es un mal positivo. Sus enemigos se callan. Marcos no se olvida de constatar que Jesús se encoleriza contra ellos por el endurecimiento de sus corazones. Y en esta situación conflictiva Jesús sana al enfermo, a pesar del sábado y a pesar del peligro en que incurre. Marcos, en efecto, advierte que de este enfrentamiento salieron los fariseos y herodianos dispuestos a deshacerse de él.
Desde luego, se trata de un texto muy retocado por distintas tradiciones evangélicas. Pero es claro cómo estas tradiciones ven como clave interpretativa de la vida de Jesús, primero una lucha a muerte y, después, una lucha en favor del hombre oprimido, que le lleva a un enfrentamiento cada vez mayor con quienes han hecho del nombre de Dios principio de dominación. Como éste son muchos los pasajes evangélicos, que muestran la creciente beligerancia pública de Jesús, cuyo sentido último se aprecia en lo que será su natural consecuencia: su pasión y su muerte.
El complot definitivo de los judíos contra Jesús está narrado por los cuatro evangelistas. Parecería que hasta Juan se ha vuelto "sinóptico" cuando se trata de contar el proceso de la muerte de Jesús. Jeremias ha mostrado el especial paralelismo de los relatos de Marcos y de Juan en lo tocante a la pasión. Esta relativa "coincidencia sinóptica de los cuatro evangelistas sirve de indicación del carácter histórico del fondo de la narración. No obsta a esta conclusión el modo distinto y aún contrario de contar los hechos, porque estos hechos, superadas ciertas matizaciones teológicas, son en el fondo bastante coincidentes.
Reunamos los rasgos más sobresalientes.
Se reúnen los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 3), los escribas (Mc 14, 1 y Lc 22, 2) y los fariseos (Jn 11, 47). No podemos entrar aquí en lo que cada uno de estos grupos representaba como estructura de poder. Coinciden todos en querer matar a Jesús y los tres sinópticos señalan que no se atreven a hacerlo por miedo al pueblo; no es, por tanto, un choque entre Jesús y las autoridades socio-religiosas o religioso-sociales, esto es, de un choque que no superara el ámbito de una discusión personal, sino que en esa lucha se hace presente el pueblo. Los sinópticos introducen a Judas para hacer más factible la captura de Jesús a espaldas del pueblo. El complot resulta y sus enemigos le capturan, dirigidos por Judas, que llega con un grupo numeroso, enviado por los sumos sacerdotes y los ancianos del pueblo (Mt 26, 47), los escribas (Mc 14, 43) y los fariseos (Jn 18, 3). Juan añade que se trata de la cohorte y de los guardias; al parecer. La cohorte era romana y los guardias lo eran de los sumos sacerdotes.
El cuadro es de por sí significativo. Hay una captura en toda regla y los capturadores esperan una resistencia armada. Jesús se ve acosado por los poderes sociales, políticos y religiosos. La acusación que le van a hacer mostrará más claramente el por qué le persiguen y le combaten. Aunque no hay concordancia entre los evangelistas en la narración de los jueces y de los juicios, sí es reconstruible la línea general de la acusación.
Según Juan (18, 19-27) el sumo sacerdote interroga a Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina. Se trataría, por tanto, de un problema de ortodoxia; pero tras este primer plano de la ortodoxia aparece el de sus seguidores, esto es, el de un movimiento, que ha cobrado cuerpo y fuerza y frente al cual no tienen control los dominantes oficiales de la situación religioso-social. No deja de ser significativo que los guardianes le insulten como a profeta; han debido de percibir en sus amos la persuasión de que Jesús era profeta y ponía, por tanto, en marcha dinamismos proféticos.
En el juicio ante el Sanedrín se le acusa fundamentalmente de querer destruir el templo. Aunque la comunidad post-pascual ha visto en el tema del templo un punto transcendental, al afirmar que el verdadero templo de Dios es el Señor resucitado -recuérdese la sentencia del Apocalipsis (21, 22) "y no vi santuario en ella (la ciudad santa), pues el Señor todopoderoso, y el Cordero, era su santuario"-, que deja sin sentido el templo antiguo de Jerusalén, no puede pasarse por alto lo que el templo jerosolimitano suponía en la configuración religiosa y política de Judea. Esta afirmación del templo nuevo que sustituye al antiguo era de por sí una blasfemia, que permitía la lapidación. Distintos motivos redaccionales han hecho que se amplíe esta acusación a la más llamativa y aparente de hacerse el Mesías, el Hijo del Bendito, el Hijo de Dios, el Hijo del hombre, cuyo sentido lo trataremos en la tercera parte. En este primer estadio se ha buscado el que Jesús quede como blasfemo, pero blasfemo público que ponía en conmoción los pilares de la estructura del judaísmo.
Las acusaciones cambian ante Pilato. El punto de conexión está en el carácter de Mesías, que de cara a los judíos se presenta como Hijo del Bendito y de cara a los romanos se presenta como rey de los judíos. La casta sacerdotal sabía muy bien la doble vertiente del mesianismo profético y, por eso, puede jugar con una u otra sin trastocar el sentido de la acusación: "hemos encontrado a este hombre excitando al pueblo a la rebelión e impidiendo pagar los tributos al César y diciéndose ser el Mesías, Rey" (23,2). Jesús, en efecto, podía "aparecer" como excitador del pueblo a la rebelión y como opuesto a la tributación. Sus enemigos se aprovechan de estas apariencias. Pilato tenía que saber que el Mesías iba a ser enemigo de los romanos; toda la época y toda la región estaban llenas de expectativas mesiánicas y de levantamientos armados de tinte mesiánico. Por eso pregunta a Jesús: "eres tú el Rey de los Judíos?" Ninguno de los cuatro evangelistas ponen en boca de Jesús el rechazo de esta acusación, aunque Juan da una explicación menos política del reinado de Jesús. Pilato no parece tomar en serio la acusación -o al menos así lo presentan los evangelistas tal vez por razones apologéticas contra los judíos y en favor de los romanos-, pero los sumos sacerdotes y los escribas le siguen acusando violentamente (Lc 23, 10) e insisten en que Jesús subleva al pueblo por medio de su enseñanza y que lo ha ido haciendo desde Galilea hasta Judea. Ni Herodes ni Pilato recogen la acusación; más aún, las tradiciones evangélicas muestran a Pilato convencido de que los enemigos de Jesús se lo habían entregado por envidia (Mt 27, 18 y Mc 15, 10). Pero cuando le amenazan si no condena a Jesús, que quiere hacerse rey y que como tal se opone al César, acaba por ceder. De hecho, la condena a la crucifixión, pena típicamente política para los rebeldes contra Roma, y como titulus de la condenación se establece su pretensión de convertirse en rey de los judíos.
Es claro que en todas estas acusaciones los enemigos de Jesús extreman y distorsionan las apariencias, pero estas apariencias lo eran de hechos reales. Ante todo, está el hecho indiscutible de la oposición a muerte de los poderes socio-religiosos contra Jesús; si no hubieran visto en él a un enemigo de su poder y de la estructura social reinante, no le hubieran llevado a la muerte. Y si la acción de Jesús no hubiera tenido nada que ver con aquello de que le acusan, tampoco hubiera prosperado. Ambos aspectos que en su unidad se hacen presentes a todo lo largo de la vida de Jesús, prueban el carácter de su vida: el anuncio del reino de Dios tenía mucho que ver con la historia de los hombres y esta historia quedaba contradicha por el anuncio efectivo del reino. Tan peligrosa aparecía la persona y la acción de Jesús, que las autoridades judías habían calculado que esa peligrosidad iba a traer una mayor represión por parte de los romanos. Lo narra San Juan: reunidos los sumos sacerdotes y los fariseos se preguntaban qué hacer, porque Jesús hacía muchos signos; si le dejaban seguir su camino, todos iban a creer en él, lo cual ocasionaría la intervención de los romanos que destruirían el lugar santo y la nación entera; a lo cual respondió Caifás que era mejor que muriera un solo hombre por el pueblo y no que pereciera toda la nación (11, 47-50). La apelación a la intervención de los romanos y al peligro que corrían, a la par, el lugar santo y la nación entera, muestra la conexión de la palabra y de los signos de Jesús con la realidad histórica, tanto en su vertiente religiosa como en su vertiente política. Curiosamente esta frase de Caifás de tinte tan marcadamente político va a ser leída por Juan teológicamente y, además, en un sentido expiatorio. El por qué matan a Jesús queda unido al por qué muere en la propia historia teológica de Juan.
La preponderancia de los elementos histórico-políticos en el juicio de Jesús y aun en todo el relato de la pasión es abrumadora. Lo que más resaltan los evangelistas es una serie de elementos históricos, como si estuvieran decididamente preocupados por responder a la cuestión de por qué mataron a Jesús. Sobre este punto crucial se han deslizado los comentaristas con peligrosa e ideologizada facilidad. Hoy se trata con razón de evitar ese deslizamiento más o menos interesado. No en vano este punto tiene tal importancia en los relatos evangélicos; considerar la morosidad de los evangelistas como algo puramente anecdótico o como mera concesión sentimental, sería un craso error; sería caer en lo que Zubiri ha llamado con razón docetismo biográfico. Insistir en lo que realmente significa nos lleva a lo que fue la raíz humana de la vida de Jesús y, consiguientemente, al lugar adecuado de la fe y de la transcendencia. La insistencia en el por qué matan a Jesús no invalida la pregunta del por qué muere. Tan sólo la historiza, esto es, la sitúa y la dinamiza.
2. Conciencia histórica de Jesús sobre su muerte
Entramos aquí en un tema lleno de dificultades tanto exegéticas como dogmáticas. Dando por supuesta la literatura sobre el problema general de la conciencia de Jesús, aquí nos vamos a ceñir a lo que los evangelistas muestran de su conciencia en los relatos de la pasión.
Como preámbulo, podemos dar por supuesto que Jesús era consciente de la peligrosidad de su vida y de que su actuación ofrecía a sus enemigos motivos acumulados para llevarlo a la muerte. La hipótesis contraria no es aceptable: una cosa es que los anuncios de la pasión con su consiguiente resurrección sean post-pascuales, otra que Jesús no previera el peligro mortal que corría. La confrontación con sus enemigos, tal como la señalan los sinópticos, no podía llevar a otro final, y Juan reitera incansablemente cómo Jesús conocía el propósito de sus adversarios: "algún tiempo después recorría Jesús Galilea, evitando andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo" (7, 1; cfr. 2, 24-25; 5, 16-18; 7, 19.25-26.30-35; 8, 20.59; 10, 30-31.39; 11, 8.53-54.57). Juan parece disponer la vida de Jesús como un combate con los dirigentes judíos, que cada vez se agudiza más hasta culminar en la crucifixión.
¿Cómo se le presenta a Jesús este problema en los días de la pasión? No nos preguntamos aquí si Jesús pudo calcular humanamente que la muerte violenta le era ya inevitable; o si quedó sorprendido por el momento y la forma en que se presentó. Nos interesa más bien preguntarnos por el sentido que pudo atribuir a su muerte, por la conciencia de lo que su muerte podía significar para él y para los hombres. Esta conciencia puede sospecharse a partir de dos pasajes extraordinariamente significativos; son tan llamativos que aun los intérpretes más tradicionales y piadosos se han visto obligados a hacer piruetas teológicas para poder explicar su fehaciente y nuda realidad. Son el huerto y la crucifixión.
Boismard reconoce tres documentos anteriores al relato de lo ocurrido en Getsemaní. El más primitivo ofrecería un sensible paralelismo con algunos versículos de Juan, no referidos por éste a la escena del huerto:
Jo
12,12 Ha llegado la hora en la que seré glorificado.
27 ahora mi alma está turbada
y ¿qué diré? Padre sálvame (líbrame).
Jo
14,30b El príncipe de este mundo viene.
31b Levantaos, vayamos fuera de aquí.
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Mc
14,41b Ha llegado la hora en la que es entregado el hijo del hombre en manos de los pecadores.
Mc
34a mi alma está triste hasta la muerte.
35b y oraba para que si fuera posible pasara lejos de él la hora.
42b He aquí que el que me entrega se acerca.
42a Levantaos, vayamos.
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Si aceptamos éste como el texto más antiguo y tenemos en cuenta el paralelismo de Marcos y de Juan, nos encontramos con que Jesús espera la "hora", pero la "hora" tiene un claro carácter mesiánico que, sobre todo en Juan, implica el paso por la "glorificación" de la muerte. Este tema, muy joanneo, de la glorificación por la muerte es una reelaboración teológica; en su plano más histórico no evita la turbación ni el deseo de Jesús que no ocurra. La muerte aparece como culminación de su vida, como culminación de su combate contra el príncipe de este mundo; es así la glorificación de su vida, pero es una glorificación ante la que Jesús no oculta su temor. Marcos lo formula en términos por un lado más históricos: el que se acerca y le entrega es Judas; pero, por otro, en términos más teológicos: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Aparecería, pues, el tema del Mesías y del Hijo del hombre, sobre el que volveremos más tarde; pero aparecería en unos términos, que si purifican el sentido popular usual, no lo anulan.
Entendido así el pasaje habría una plena continuidad con lo que fue el crecimiento de su conciencia en la vida pública, pero no habría una clara captación ni del sentido expiatorio de su muerte ni siquiera de su inmediata resurrección. Tanto la oración de Jesús para que pase lejos de él la hora como la tristeza hasta la muerte que le invadió son datos históricos no conciliables con una visión clara de su resurrección o del triunfo sobre el príncipe de este mundo. Si no le fue dado librarse de la asechanza humana de Judas y de sus enemigos judíos, no hay por qué pensar que en este fracaso pudiera ver Jesús con plena claridad el sentido de su muerte, tal como lo vio la comunidad post-pascual.
Igualmente las últimas palabras de Jesús en la cruz muestran todo el dramatismo de la conciencia oscura y confusa de Jesús, respecto del sentido de su muerte. Lucas (23, 24) testifica su oración al Padre, pidiendo el perdón de quienes no saben lo que hacen; también es Lucas (23, 43) quien transmite la palabra de Jesús al malhechor sedicioso, crucificado con él: "te digo de verdad: hoy estarás conmigo en el paraíso". Juan, a su vez, recoge el encargo de Jesús respecto de María, su madre: "he ahí a tu madre; he ahí, a tu hijo" (19, 26-27). Mateo y Marcos, por su parte, atestiguan unas palabras de Jesús, que a sus enemigos les suena a una llamada apocalíptica a Elías, mientras que a sus fieles les recuerda el "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" del salmo 22 (Mc 15, 34 y Mt 27, 46). Sólo Juan apunta el "tengo sed" (19, 28) y el "todo se ha cumplido" (19, 30), mientras que sólo Lucas recoge el "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (23, 46).
Boismard trata de reconstruir lo que sería el Documento A, esto es, el documento que reflejaría la tradición más antigua; según él en este estrato más antiguo de la tradición no aparecería ninguna intención apologética o teológica sino se narrarían los hechos desnudos: la llegada al Gólgota (Mt 27, 33a) donde le crucificaron a la hora sexta (Jn 19, 18 a; cfr. Lc 23, 33b y Mc 15, 25), con otros dos (Jn 19, 18b); sobre la cruz estaba escrita su sentencia de condenación: "rey de los judíos" o, tal vez "rey de Israel"; uno de los asistentes le da a beber vinagre (Jn 19, 29); su muerte, con la expresión típica de que "rindió su espíritu", donde espíritu ha de interpretarse en el sentido judío del Gn 25, 18 (cfr. Si 38, 23 y Sa 16, 14), sin que se hiciese mención del gran grito antes de su muerte; finalmente se hacía mención del grupo de mujeres que estaban a alguna distancia de la cruz.
Es el Documento B el que añade lo del vino mezclado con mirra, que Jesús rechaza; añade asimismo la distribución de sus vestidos en cumplimiento del salmo 22, 19, la alusión explícita a que un malhechor estaba a la derecha y el otro a la izquierda, los insultos de los que le rodeaban en alusión al mismo salmo 22 en su versículo 8, la alusión a las tinieblas; después vendría la muerte de Jesús contada en estos términos: "y a la hora de nona, Jesús clamó con un gran grito: `Eloí, Eloí, lema sabactani?' y expiró"; habla del velo del templo desgarrado; se subraya la confesión de fe del oficial romano, que remite implícitamente a Sa 2, 18; y terminaría con la referencia a las mujeres que miraban de lejos. Las ulteriores redacciones añadirían el resto de elementos que hoy se encuentran en los distintos relatos evangélicos.
A la altura del Documento A no hay en el redactor preocupación alguna sobre la conciencia de Jesús; no hay palabras explícitas de él ni siquiera acciones, que pudieran transmitir un sentido especial. En el Documento B tendríamos tan sólo la repetición del salmo 22 en sus palabras más trágicas, que, aun en el supuesto, no improbable, de que Jesús lo recitase en su totalidad, implicaría sí una profunda y firme esperanza de Jesús, pero no más allá de la que tenía el autor del salmo. Si el gran grito expresó su última palabra, tendríamos tan sólo el momento del máximo abandono. Es, entonces, Lucas quien ha recogido palabras más significativas: el perdón a los que le matan, el premio a quien se arrepiente y un último suspiro de confianza en el Padre; se trataría de un avance teológico, pero tampoco hay por qué ver en él nada que supere la conciencia de Jesús como culminación de su experiencia religiosa judaica: Jesús sigue en su talante de misericordia y perdón, tan subrayados por Lucas a lo largo del Evangelio y mantiene en pie su confianza y su esperanza respecto del Padre.
Como quiera que sea, parece que ni siquiera la reelaboración teológica más primitiva se creyó autorizada a poner en los labios y en la conciencia manifiesta de Jesús un planteamiento claro del sentido de su muerte. Jesús muere en la cruz acosado por sus enemigos, abandonado por sus discípulos; todo ello como resultado de lo que hizo en su vida, como resultado de su oposición radical a quienes acaban venciéndole en la cruz. No aparece ningún sentido místico expiatorio: lo que le ocurrió en la muerte fue la consecuencia de lo que actuó en vida: el anuncio y la realización del reino de Dios entre los hombres, a lo que se oponían los representantes del poder religioso, del poder social y del poder político.
3. Significado teológico de su muerte
¿Es, entonces, arbitraria la referencia al por qué muere Jesús, cuando el acento de los evangelistas en la pasión está puesto en el por qué le matan los judíos y los romanos? Para responder a esta cuestión quedan por encaminar dos pasajes fundamentales del relato de la pasión: ante todo y más principalmente lo referente a la institución de la eucaristía; después, las palabras puestas en boca de Jesús con ocasión de su condena.
3.1. La institución de la eucaristía
No pretendemos de ningún modo entrar en el problema general de la cena pascual y de la institución de la eucaristía ni desde el punto de vista exegético ni desde el punto de vista dogmático. Nuestra pretensión se reduce a mostrar la conexión del por qué muere Jesús y del por qué le matan, la conexión entre el sentido histórico de su muerte y el sentido teológico respecto de un punto particular.
Como es sabido, tanto los tres sinópticos como Pablo dan cuenta de la institución de la Eucaristía (1 Cor 11, 24-25; Mc 14, 22-24; Mt 26, 28; Lc 22, 19-20). Juan ofrece un lugar paralelo de singular importancia (6, 51).
Si consideramos estas diferentes redacciones en su versión actual parecería bastante evidente que Jesús, en la víspera de su pasión, consideraba expiatoria y soteriológica su muerte, al menos si se ve su muerte preanunciada en la cena y en la institución de la eucaristía. Aunque respecto del pan, como cuerpo suyo, nada especial dicen Marcos y Mateo, Pablo afirma que es "por vosotros" (to uper umon) y Lucas que "es entregado por vosotros" (to uper umon didomenon); con ambos coincide Juan cuando pone en boca de Jesús las palabras de que "su carne es para la vida del mundo" (uper test tou kosmou dsoes). Pero al hablar del vino y de la sangre los tres sinópticos hablan de la (nueva: Pablo y Lucas) alianza junto con Pablo, mientras que sólo los tres sinópticos hablan aquí de la "sangre derramada no sólo por vosotros (Lc) sino por muchos (Mc y Mt)", añadiendo Mateo, y sólo él, "para el perdón de los pecados" (eis afesin amartion). Según Pablo y Lucas, Jesús les dice a los discípulos, y les manda, que hagan lo que le han visto hacer en su recuerdo (dos veces Pablo y una Lucas: eis ten emen anamnesin), y Pablo señala que, haciéndolo así, anunciarán la muerte del Señor hasta que haya vuelto; mientras que los tres sinópticos subrayan que Jesús no volverá a beber del producto de la vid con ellos sino en el reino del Padre (Mt), en el reino de Dios (Mc), hasta que el reino de Dios haya venido (Lc).
Este recuento de los datos mostraría claramente que Jesús en el momento de la cena habría tenido clara conciencia de la relación entre la institución eucarística y su sangre derramada por el perdón de los pecados y aun con una segunda venida suya. Se trataría en este contexto pascual nada menos que de nueva alianza, sellada con un nuevo sacrificio, culminadora y superadora de la antigua. Es aquí donde quedaría probada taxativamente la interpretación expiatoria, que se trasladaría después a la propia muerte física de Jesús. Vista la muerte desde la cena poco o nada importaría el planteamiento del por qué le matan; lo importante sería el sentido de su muerte, tal como aparece en la institución eucarística. De ahí a considerar que lo importante en el cristianismo es la celebración cultual en la fe de la pasión y de la resurrección de Jesús, dejando de lado la celebración real e histórica del seguimiento real e histórico de su vida, no hay más que un paso. Y este paso se ha dado y se da con frecuencia. El culto sería el alibi perfecto de la realidad, el sacramento podría sustituir a la realidad. De ahí la transcendencia de este punto para la recta orientación de un cristianismo auténtico.
Un somero análisis del modo en que están redactados los textos y una comparación entre los mismos pone en entredicho esta evidente apariencia del relato eucarístico, si es que lo queremos referir a lo que realmente ocurrió en la víspera de la pasión. Recordemos que ese es nuestro problema: lo que Jesús en su carne mortal pensó acerca de su vida y de su muerte. Es evidente que en el pensamiento de la comunidad post-pascual la referencia al carácter expiatorio de la eucaristía y, en general, a la muerte de Jesús son explícitas y de la máxima importancia; es también claro que la fe cristiana ha de aceptar como obligante todo el contenido del Nuevo Testamento. Pero no por eso carece de importancia el esfuerzo por acercarse lo más posible a la realidad de los hechos, porque si la fe de las comunidades primitivas ilumina autorizadamente lo que fue la vida de Jesús, es la vida de Jesús la que fundamenta esa fe.
Dos planos fundamentales cabe distinguir en el texto evangélico: el relato de forma más histórica con referencia a la cena ritual de la pascua y el relato de forma más litúrgica con referencia a lo que después será celebración litúrgica.
En el relato de Marcos hay, por lo pronto, un estrato primitivo referido explícitamente a la celebración de la pascua judía, en el que se narra como Jesús tomó la copa, dio gracias, se la pasó a los discípulos y de ella bebieron todos; entonces les dijo: "en verdad os digo que no beberé más del producto de la vid hasta el día en que lo beba de nuevo en el reino de Dios" (Mc 14, 23-25). El estrato más antiguo de Marcos comprendería los versículos 17, 23-24a, 25 y se referiría tan sólo a la celebración de la pascua por Jesús. También en Lucas se da la misma diferencia entre el relato de la pascua y el relato de la institución eucarística (22, 15-18); en el relato de la cena pascual estarían las palabras: "con gran deseo, he deseado comer con vosotros esta pascua", así como las palabras referidas a la copa de la que tan sólo diría el texto que Jesús no volvería a beber del producto de la vid hasta que viniera el reino de Dios.
En este plano de relato pascual no tenemos nada que rompa la continuidad de la vida y de la conciencia de Jesús. Muestra su gran deseo de comer con los discípulos, de celebrar con ellos la Pascua, antes de sufrir. Y da la razón: esto no volverá a suceder hasta que se cumpla el reino de Dios. Jesús, por tanto, prevee su final, pero no desespera del sentido de su muerte sino que positivamente establece, aunque de una manera indirecta, su firme esperanza en el triunfo del reino y con este triunfo el de su causa personal.
Pero, además del relato pascual, nos encontramos con el relato de la institución eucarística. Como es sabido, sobre la institución eucarística el relato escrito más antiguo que conservamos es el de Pablo (1 Cor 11, 24-25); se trata en su forma de un texto litúrgico, que utiliza un vocabulario, que no es el propio de Pablo. Este hecho retrotrae, por un lado, la tradición usada más allá del año 54, fecha de la carta; pero, por otro lado, muestra claramente un texto transformado por las exigencias de la celebración litúrgica; hay incluso una helenización en la fórmula esencial de la eucaristía. Sin embargo, el texto coincide en lo fundamental con lo que transmite Lucas y Marcos-Mateo; están los siguientes elementos: a) esto es mi cuerpo (en los cuatro con la variante de Pablo); b) entregado por vosotros (Lucas con la variante de Pablo); c) haced esto en memoria mía (Lucas y Pablo); d) esto es mi sangre (en los cuatro con variantes en los cuatro); e) derramada por muchos (Marcos con variantes de Mateo y Lucas); f) para el perdón de los pecados (sólo Mateo); g) los cuatro ponen en relación con la (nueva) alianza, aunque con variantes; h) el mandato de que hagan esto en su memoria (Pablo y Lucas). Juan, por su lado pone en boca de Jesús, aunque el texto está referido en otra ocasión, las palabras: "el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo" (6, 51).
Parece que el texto de Marcos es el que nos lleva más de cerca a las propias palabras de Jesús, el que está menos afectado por el lenguaje litúrgico y el que tiene un mayor carácter de relato histórico. En este relato la "consagración del cuerpo" no hace directamente referencia alguna ni a su muerte ni a la expiación; sí lo hace, en cambio, el relato de la "consagración del vino" donde se habla de alianza y de la sangre, que será derramada por muchos. Gran parte de la teología de la alianza está incorporada en estas breves palabras, aunque ni Marcos ni Mateo insisten en su carácter de "nueva" alianza. Sin embargo, queda abierta la discusión de si la sangre tiene más un valor de alimento, de vivificación, que de sacrificio; el paralelismo con el pan y el que la sangre se relacione con el vino, parecería inclinar la interpretación hacia la línea del alimento, mientras que el "derramada" inclinaría la interpretación hacia la línea del sacrificio.
Por otro lado, la repetida recomendación de Pablo y Lucas para que los discípulos repitan la ceremonia en memoria suya, no reduce su significación al recuerdo de su muerte sino al recuerdo total de su vida (incluida la muerte) y de su persona.
Todo esto lleva a la conclusión de que, aun aceptando que el núcleo de las palabras transmitidas por Marcos se acerque mucho a lo que el mismo Jesús dijo en la víspera de su muerte, el desplazamiento de su sentido desde un plano teológico histórico a un plano teológico-cultual puede resultar poco objetivo. Los elementos más seguros serían: a) una cena de despedida en que Jesús anuncia la inminencia del final de su vida de predicador y de profeta, de anunciador del reino de Dios; b) una cierta esperanza escatológica en continuidad con lo que ha sido su predicación del reino y su relación con el Padre; c) la referencia a su cuerpo y a su sangre como alimentos nuevos de la alianza de Dios con el hombre; d) un profundo sentido sacrificial de toda su vida entregada a los demás.
Que esto ofrezca suficiente base para que una tradición, muy primitiva en la primera Iglesia, viera en los sucesos de la cena y de la crucifixión un claro significado soteriológico y expiatorio, no permite concluir que Jesús apreciara su muerte exactamente en los mismos términos. Que él diera un significado especial a la culminación de su vida no significa que ese significado fuera ni en los términos ni con la claridad que lo expresó la comunidad post-pascual, después de la experiencia del Resucitado. No tenemos que entrar aquí en el análisis de las razones que llevaron a las comunidades eclesiales primitivas a concebir la acción salvífica de Jesús en términos de sacrificio expiatorio.
3.2. Los títulos transcendentes de Jesús
En los diferentes enfrentamientos de Jesús con sus enemigos con ocasión de su condena a muerte, los evangelistas ponen en su boca una serie de títulos, que mostrarían cómo el propio Jesús teologizaba lo que le estaba ocurriendo, de modo que, a través de ellos, se podría adivinar lo que pensaba acerca de su muerte.
Como es sabido, también en lo que toca a los juicios no coinciden los especialistas en la valoración judicial técnica que ha de darse a cada uno de los pasajes, ni tampoco coinciden en la ordenación que debieran tener las narraciones no unánimes de los evangelistas. Pero estas discrepancias no impiden la posibilidad de un acercamiento al problema que nos ocupa. Pueden reconocerse los estratos conceptuales, aunque no se esté de acuerdo sobre su secuencia histórica.
Según el relato más primitivo de Mateo en el juicio del Sanedrín no se haría referencia más que a la blasfemia de haber profetizado contra el templo. Sería el relato primitivo de Marcos el que introduciría el otro tema del interrogatorio hecho por el sumo sacerdote.
Si nos atenemos al tema del templo, estaríamos ante algo muy propio de la vida de Jesús: la superación religiosa del templo, como lugar más adecuado del encuentro del hombre con Dios, aunque esto no supusiera en él un rechazo absoluto del templo tradicional de Jerusalén. La conexión del sistema de la destrucción del templo con su reedificación en tres días -alusión a la resurrección- es post-pascual. Pero la acusación misma y las narraciones evangélicas muestran cómo Jesús entró en colisión con la utilización histórica del templo por parte de los dirigentes judíos. Por todo ello no es verosímil que en la conciencia de Jesús apareciera claramente toda la teología de la carta a los Hebreos, ni que viera su cuerpo como el sacrificio por antonomasia, ofrecido en la cruz por la redención de los hombres.
El interrogatorio del Sumo Sacerdote es el que hace saltar la cuestión de los títulos de Jesús. Le pregunta si es el Mesías, el Hijo del Bendito. Jesús acepta estos títulos, pero los reinterpreta desde el título de Hijo del hombre, sentado a la derecha del poder de Dios y que ha de llegar entre las nubes del cielo (Mc 14, 61-62). El sentido de la pregunta del Sumo Sacerdote no hace referencia alguna a una presunta divinidad de Jesús o a una filiación divina consustancial, cosa que caía completamente fuera de su horizonte mental; significaba tan sólo una pregunta por su carácter de rey mesiánico, que gozaría de la total protección de Yahvé. Jesús, por su parte, la responde con el salmo 110, 1, referido al Hijo del hombre, que tampoco tiene en sí mismo ninguna pretensión de divinidad. Tendríamos así que, aun aceptando esta reelaboración teológica del juicio ante el Sanedrín, posterior a la de Mateo, lo que habría hecho Jesús es situarse en la línea de un nuevo mesianismo y anunciar su certeza de un triunfo final.
¿Qué supondrían para Jesús estos títulos de Hijo del hombre y de Mesías en referencia al sentido de su muerte?
No tiene razón Bultmann al rechazar tan rápidamente la conexión de este título con la vida histórica de Jesús. Parece sí aceptable que las profecías de la pasión, tal como hoy se encuentran en el texto evangélico, son formulaciones de la comunidad primitiva; pero no así la proyección escatológica del Hijo del hombre. Sí se acepta un sentido escatológico a Jesús como Hijo del hombre en función de ese reino de Dios; este sentido escatológico no excluye un sentido de presente y de actualidad, aunque la plena identificación de toda la carga teológica del Hijo del hombre con el Jesús histórico sólo se realizara en la experiencia creyente de la comunidad primitiva. Prueba este carácter presente y definitivo de Jesús como juez el pasaje de Lucas (12, 8 ss.), en el que su relación con él es el criterio de la sentencia definitiva, aunque en la propia palabra de Jesús se diese un desdoblamiento entre su personalidad histórica y la del Hijo del hombre de la parusía. En la propia vida de Jesús se dan las bases de una identificación, que recogería y precisaría la comunidad primitiva: Jesús habría acentuado cómo su misión le iba llevando al sufrimiento, a la oposición y a la muerte; habría proclamado también el carácter definitivo del reino de Dios y de su persona, y en este sentido, habría prenunciado una esperanza, que la comunidad primitiva habría ampliado y clarificado tras la experiencia creyente de la resurrección. Esto no supone necesariamente que Jesús se haya concebido a sí mismo como siervo de Yahvé, que cumple su misión mesiánica por una muerte expiatoria de los pecados del mundo. En consecuencia, puede decirse que las referencias evangélicas al Hijo del hombre apuntan a una justificación del paso del por qué le matan al por qué muere, pero no permiten independizar la segunda pregunta de la primera. Aunque la presencia del Hijo del hombre llene los Evangelios y remita a un estadio muy primitivo de la redacción, no debe hacer olvidar lo que tiene de interpretación teológica, no del todo uniforme en los mismos Evangelios.
Algo parecido ha de decirse sobre su autoproclamación como Mesías, título que es interpretado como rey de los judíos ante Pilato y como Hijo del hombre -en boca de Jesús- ante el Sanedrín. La disposición del texto (Mc 14, 62 y par.) obliga a considerar que Jesús no rechaza el título que le atribuye el sumo sacerdote, pero que éste lo toma en el contexto del mesianismo judío; por otra parte, el propio Jesús desvía ese significado demasiado político hacia la consideración del Hijo del hombre. De ahí que la mesio-logía del Nuevo Testamento en su sentido judaico no pueda confundirse sin más con la cristo-logía en su sentido helénico. Es cierto que Jesús intentó purificar el mesianismo político, entendido como una toma del poder en la línea de una concepción teocrática, pero de ahí no se sigue que se haya entendido a sí mismo como Cristo-Señor, que no tiene nada que ver con la historia de los hombres. En este punto Bultmann ha simplificado la cuestión: una cosa es que Jesús no haya pretendido para sí el poder político de un estado teocrático, dominador de los demás pueblos y otra, muy distinta, que su acción no tuviera mucho que ver con las estructuras socio-políticas de su tiempo, pues de ningún modo puede interpretarse el Heilsbringer como alguien que tan sólo aporta una salvación individual y espiritualizada; Moltmann lo ha resaltado con razón, así como lo han hecho con insistencia los teólogos de la liberación. Una lectura objetiva de la vida y, sobre todo, de la pasión de Jesús no deja lugar a dudas sobre ese punto, sobre todo, si se subraya, como es justo, que se trata de relatos posteriores -mucho más historizados- a algunos de los textos paulinos, mucho más teologizados. ¿Qué interés pudo tener la comunidad post-pascual al mostrar tan numerosos y precisos rasgos histórico-sociales, una vez que estaba en posesión del Jesús resucitado y exaltado? Jesús pudo concebirse a sí mismo en una línea mesiánica, verdaderamente histórica, que después sus seguidores reinterpretaron en un sentido transcendente. Su mesianismo histórico no fue ciertamente el de un zelote, pero no fue tampoco el de un esenio o el de un qumramista.
Tras este análisis podemos aproximarnos a la respuesta de nuestra pregunta. Circunscritos a lo que sucedió al Jesús histórico, y, por tanto, dejando metódicamente de lado al resto del Nuevo Testamento y a las formulaciones ulteriores de la Iglesia, podemos decir que el valor por-qué-murió Jesús no se explica con independencia del por-qué-le-mataron; más aún, la prioridad histórica de la relación ha de buscarse en el por-qué-le-mataron. A Jesús le mataron por la vida que llevó. Sobre todo este por qué de su muerte puede luego plantearse el para qué de su muerte. Una cosa no excluye a la otra, aunque la condiciona. Si desde un punto de vista teológico-histórico puede decirse que Jesús murió por nuestros pecados y para la salvación de los hombres, esto es, que su muerte tiene un carácter soteriológico, desde un punto de vista histórico-teológico ha de sostenerse que le mataron por la vida que llevó. Aquí tampoco la historia de la salvación es ajena a la salvación en la historia y a la salvación de la historia. No fue ocasional que la vida de Jesús fuese como fue; como no fue tampoco ocasional que esa vida le llevara a la muerte que tuvo. La lucha por el reino de Dios suponía necesariamente una lucha a favor del hombre injustamente oprimido; esta lucha debía llevar necesariamente al enfrentamiento con los responsables de la opresión. Por eso murió.
Resumamos a modo de conclusión en unas pocas tesis lo que puede deducirse de los tres aspectos analizados: la narración histórica de la pasión, la conciencia de Jesús en el momento de esa pasión y las alusiones a aspectos más teológicos de su muerte:
a) La conexión del por qué muere con el por qué le matan no se basa en una confusión de sus enemigos. Ni los judíos ni los romanos se confundieron, pues la acción de Jesús, aun pretendiendo ser primariamente un anuncio del reino de Dios, era de hecho y necesariamente una amenaza contra el orden social establecido, en cuanto éste estaba estructurado sobre fundamentos opuestos a los del reino de Dios.
b) Esta conexión no es sólo de hecho, sino que se funda en una necesidad histórica. Jesús no predica un reino de Dios abstracto o puramente transterreno sino un reino concreto, que es la contradicción de un mundo estructurado por el poder del pecado; un poder que va más allá del corazón del hombre y que se convierte en pecado histórico y estructural. En estas condiciones históricas la contradicción es inevitable y la muerte de Jesús se constituye en necesidad histórica.
c) La comunidad primitiva post-pascual, aun tras la experiencia creyente de la resurrección y de la divinidad de Jesús, consideró imprescindible no dejar anulado el Jesús histórico, como si fuera una anécdota sin importancia o un recuerdo piadoso, sino que le dio máxima importancia para mostrar cómo la experiencia creyente está ligada necesariamente al proseguimiento de lo que fue la vida de Jesús, muerto y crucificado por lo que representaba como oposición al mundo de su tiempo.
d) Sólo en el proseguimiento esperanzado de esa vida de Jesús, se hace posible una fe verdadera, que testifique la fuerza nueva de la resurrección. Porque Jesús ha resucitado como Señor. Ha quedado confirmada la validez salvífica de su vida; pero, al mismo tiempo, por la relación de su vida con su resurrección ha quedado mostrado cuál es el camino histórico de la fe y de la resurrección.
e) La conmemoración de la muerte de Jesús hasta que vuelva no se realiza adecuadamente en una celebración cultual y mistérica ni en una vivencia interior de la fe, sino que ha de ser la celebración creyente de una vida que sigue los pasos de quien fue muerto violentamente por quienes no aceptan los caminos de Dios, tal como han sido revelados en Jesús.
f) La separación en la vida de la Iglesia y de los cristianos del por qué muere Jesús y del por qué le matan, no está justificada. Es una disyunción que reduce la fe a una pura evasión o reduce la acción a una pura praxis histórica. La praxis verdadera, la plena historicidad, está en la unidad de ambos aspectos, aunque esa unidad se presente a veces con la misma oscuridad que se hizo presente en la vida del Jesús histórico.
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