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Espiritualismo
III.D. Sobre el movimiento espiritualista francés - Historia de la Filosofía de Copleston
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La teoría del hábito de (Jean Gaspard Félix) Ravaisson (1813-1900) expresa su convencimiento de que lo inferior hay que explicarlo por referencia a lo superior. Y éste es, sin duda, un elemento básico de su visión filosófica general. Así, en su 'Rapport' encuentra deficientes a aquellos filósofos que tratan de explicar la actividad mental en términos de procesos físico-químicos o, como el fenomenismo, por reducción a impresiones, o bien en términos de categorías abstractas. El entendimiento analítico tiende por su misma naturaleza a explicar los fenómenos reduciéndolos a unos últimos elementos constitutivos. Pero aunque tal proceder es ciertamente legítimo en la ciencia natural, Ravaisson insiste en que no podemos entender de este modo los fenómenos espirituales. Éstos han de ser vistos a la luz de su finalidad, del movimiento de la vida dirigido hacia una meta tanto al nivel infraconsciente como al consciente. Este movimiento es captado por una especie de intuición que lo aprehende, ante todo, en nuestra experiencia íntima del esfuerzo dirigido hacia un fin. Es en nuestra experiencia íntima donde encontramos a la voluntad yendo en busca del Bien, el cual se manifiesta en el arte como Belleza. El Bien y la Belleza, las metas ideales de la voluntad, son Dios, o en cualquier caso símbolos de Dios. Y a la luz de esta verdad podemos interpretar el mundo material, considerado como la esfera de la necesidad y del mecanismo, como el efecto de la autodifusión del Bien divino y como escenario para el movimiento ascendente de la luz.
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Aprueba (Jules) Lachelier (1832-1918) la definición que dio Aristóteles de la filosofía primera o metafísica como la ciencia del ser en cuanto ser; pero él la interpreta en el sentido de la ciencia del pensamiento en sí mismo y en las cosas. Y como quiera que ese pensamiento es la única realidad última o el único ser que opera inconscientemente en la naturaleza y llega a hacerse autoconsciente en el hombre y mediante el hombre, Lachelier está enteramente dispuesto a admitir que "la filosofía pura es esencialmente panteísta". Pero luego pasa a decir que puede 'creerse' en una realidad divina trascendente al mundo. Y al final de sus disquisiciones sobre la apuesta pascaliana observa que "la más sublime cuestión de la filosofía, aunque quizá sea más religiosa que filosófica, es la de la transición del absoluto formal al absoluto real y viviente, de la idea de Dios a Dios". Esta transición es el tránsito de la filosofía a la religión. Al final de su ensayo sobre la inducción afirma Lachelier que el realismo espiritual, tal como él lo ha presentado, es "independiente de toda religión", aunque la subordinación del mecanismo a la finalidad prepara el camino para un acto de fe moral que trasciende los límites de la naturaleza y del pensamiento. Por "pensamiento" en este contexto entiende, sin duda, la filosofía. La religión va más allá no sólo de la ciencia sino también de la filosofía. Y aunque Brunschvicg nos diga que Lachelier fue un católico practicante, por su discusión con Durkheim se ve con claridad que, para él, la religión no tiene ninguna relación intrínseca a un grupo, sino que es "un esfuerzo interior y, por consiguiente, solitario". Desde el punto de vista histórico está justificada la protesta de Durkheim contra ese concepto un tanto menguado de la religión. Pero lo que es evidente es que Lachelier estaba convencido de que la religión es, en esencia, el acto de fe del individuo por el que el Absoluto abstracto de la filosofía llega a convertirse en el Dios viviente.
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En su concepción general del universo, (Émile) Boutroux (1845-1921) ve el mundo como una serie de niveles de ser. Ningún nivel más alto es deducible de otro nivel inferior: hay la emergencia de la novedad, de la diferencia cualitativa. Al mismo tiempo, la heterogeneidad y la discontinuidad no son los únicos rasgos del mundo. Hay también continuidad. Pues podemos ver en marcha un creador proceso teleológico, un esfuerzo de ascensión hacia un ideal. Y así Boutroux no mantiene una distinción rígida entre los niveles inanimado y animado. Hay espontaneidad incluso al nivel de la llamada "materia muerta". Más aún, en un estilo que recuerda al de Ravaisson, sugiere Boutroux que "el instinto animal, la vida, las fuerzas físicas y mecánicas son, por decirlo así, hábitos que han ido penetrando cada vez más hondamente en la espontaneidad del ser. De ahí que estos hábitos hayan llegado a hacerse casi invencibles. Vistos desde fuera, aparecen como leyes necesarias". Al nivel humano hallamos el amor consciente y la prosecución del ideal, un amor que es a la vez como el tirón o la atracción que ejerce el ideal divino, el cual manifiesta de este modo su existencia. La religión, "una síntesis --o, más bien, una unión estrecha y espiritual-- del instinto y del intelecto", ofrece al hombre "una vida más rica y más profunda" que la vida del mero instinto, o rutina, o imitación, y que la vida del entendimiento abstracto. Lo que importa no es tanto conciliar la ciencia y la religión, consideradas como conjuntos de teorías o doctrinas, cuanto reconciliar a los espíritus científicos con los espíritus religiosos. Pues aun en el caso de que logremos probar que las doctrinas religiosas no contradicen a las leyes o hipótesis científicas, puede que esto no borre la impresión de que el espíritu religioso y el científico son, de suyo, irreconciliables y han de estar siempre en conflicto. Sin embargo, la razón es capaz de esforzarse en unir a los dos y de obtener de su unión un ser más rico y más armonioso que el de cada uno de ellos tomado aparte. Esta unión sigue siendo una meta ideal; pero podemos ver que la vida religiosa, que en su forma intensa es siempre misticismo, tiene un valor positivo, porque se la encuentra "en el fondo de todos los grandes movimientos religiosos, morales, políticos y sociales de la humanidad".
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[Según Marie Jean Guyau (1854-1888)], el pensamiento está dirigido a la acción, y es mediante la acción como se resuelven, aunque no por completo, "los problemas que origina el pensamiento abstracto". Pero la relación del pensamiento a la acción expresa algo más profundo y más universal, a saber, el creativo movimiento de la vida. Claro que esta noción no debe entenderse en un sentido teísta. El trasfondo de la filosofía de Guyau estaba constituido por el concepto de un universo envolvente, sin doctrina ninguna de una causa sobrenatural o de un creador del universo. Consideraba, empero, la evolución como el proceso por el que la vida llega al ser y en el que su creadora actividad va produciendo sucesivamente formas superiores. La conciencia es sólo "un punto luminoso en la gran esfera oscura de la vida". La conciencia presupone la acción intuitiva que expresa una infraconsciente voluntad de vivir. Así que, si entendemos por "ideas" las que se tienen al nivel de la conciencia, su relación con la acción es la forma adoptada a un nivel particular por el dinamismo de la vida, es su actividad creativa. "La vida es fecundidad"; pero no tiene otro fin que su propio mantenimiento y su intensificación. La insistencia bergsoniana en el devenir, la vida y el 'élan vital' se hallan ya presentes en el pensamiento de Guyau, pero sin aquella creencia en un Dios creador que habría de llegar a ser, por lo menos eventualmente, un rasgo notorio de la filosofía de Bergson.
Guyau desarrolla su teoría ética en los términos de su concepción de la vida. Le parece que los intentos de proporcionar una firme base teórica a la moral han sido infructuosos. Esa base necesaria no podemos encontrarla, sin más, en el abstracto concepto de obligación. Pues este concepto por sí mismo poco puede servirnos de guía. Además, hay quienes se han sentido en la obligación moral de seguir líneas de conducta que en cualquier caso las consideramos inmorales o irracionales. Pero si la moral de tipo kantiano no nos va a orientar, tampoco lo harán el hedonismo ni el utilitarismo. Es sin duda un hecho de experiencia que los seres humanos tienden a efectuar las actividades que les han sido gratas y a evitar las que les han resultado penosas. Pero una tendencia o urgencia mucho más fundamental es la de la vida a expandirse e intensificarse, tendencia que opera no sólo al nivel consciente sino también al infraconsciente e instintivo. "El fin que en realidad determina toda acción consciente es también la causa que produce toda acción inconsciente: es la vida misma [...]." La vida, que por su misma naturaleza pugna por conservarse, intensificarse y expandirse, es la causa y el fin de toda acción, instintiva o consciente. Y la ética debería interesarse por los medios de intensificación y autoexpansión de la vida.
La expansión de la vida la interpreta Guyau ampliamente en términos sociales. Vale decir, el ideal moral ha de hallarse en la cooperación humana, en el altruismo, en el amor y la fraternidad, no en el autoaislamiento y el egoísmo. Ser tan social como pueda uno serlo es el auténtico imperativo moral. Cierto que la idea de la intensificación y expansión de la vida, tomada en sí misma, puede parecer que autoriza, y de hecho autoriza, acciones que, según los patrones de la moral convencional, se consideran inmorales. Mas, para Guyau, un importante factor del progreso humano es la búsqueda de la verdad y el fomento del avance intelectual, y en su opinión el desarrollo intelectual tiende a inhibir la conducta puramente instintiva y animalesca. Pero la prosecución de la verdad habría de ir pareja a la prosecución del bien, especialmente en la forma de la fraternidad humana, y también a la prosecución de la belleza.
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