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Reichenbach
I.I: De "La Filosofía Científica", de Hans Reichenbach
Platón nos dice que además de las cosas físicas hay otra clase de cosas que él llama ideas. Existe la idea de triángulo, de paralelas o de círculo, además de las correspondientes figuras trazadas sobre el papel. Las ideas son superiores a los objetos físicos, muestran las propiedades de estos objetos de un modo perfecto, y por ello sabemos más sobre los objetos físicos mirando sus ideas que mirando los objetos mismos. Lo que Platón quiere decir se ilustra también con referencia a las figuras geométricas: las líneas rectas que nosotros trazamos son gruesas y, por lo tanto, no son líneas en el sentido en que las considera el geómetra, ya que las suyas no tienen la dimensión de grosor; los vértices de un triángulo trazado en la arena son en realidad pequeñas superficies y, por lo tanto, no puntos ideales. La discrepancia entre el significado de los conceptos geométricos y sus realizaciones en objetos físicos conduce a Platón a la creencia de que deben existir objetos ideales, o representaciones ideales de estos significados. Platón llega de esta manera a un mundo de realidades superior a nuestro mundo de objetos físicos. Éstos, dice él, participan de los objetos ideales en forma tal que muestran las propiedades de los objetos ideales de un modo imperfecto.
Pero los objetos matemáticos no son las únicas cosas que existen en forma ideal. Según Platón existe toda clase de ideas, tales como la idea de gato, la de ser humano o la de casa. En resumen, todos los nombres genéricos (que designan objetos de la misma clase), o universales, indican la existencia de la idea correspondiente. Como las ideas matemáticas, las ideas de otros objetos son perfectas en comparación con sus copias imperfectas del mundo real. De este modo el gato ideal muestra todas las propiedades de la "gatidad" en forma perfecta, y el atleta ideal es superior a todos los atletas reales posibles desde cualquier punto de vista; por ejemplo, posee la forma de cuerpo ideal. A propósito, el uso que hoy hacemos de la palabra "ideal" proviene de la teoría de Platón.
Por extraña que pueda parecer la doctrina de las ideas a la mente moderna, dentro del campo de conocimiento en la época de Platón debe considerarse como un intento para explicar la naturaleza aparentemente sintética de la verdad matemática. Las propiedades de los objetos ideales nos son reveladas por actos de visión y de este modo adquirimos un conocimiento de las cosas reales. La visión de las ideas se considera como una fuente de conocimiento comparable a la observación de los objetos reales, pero superior a ella por el hecho de que revela propiedades necesarias de sus objetos. La observación sensorial no puede damos la verdad infalible, pero la visión sí. Por "los ojos de la mente" vemos que dado un punto sólo puede trazarse una paralela que pase por él en relación con una línea dada. Por el hecho de que este teorema se nos presenta como una verdad infalible, no puede derivarse de observaciones empíricas, sino que nos es dado por un acto de visión que podemos realizar aunque tengamos cerrados los ojos.
Es ésta la forma como podemos exponer la concepción de Platón sobre el conocimiento geométrico. Sea cualquiera la opinión que nos formemos de ella, debemos admitir que demuestra una profunda penetración dentro de los problemas lógicos de la geometría. Kant la defendió en una versión más acabada y, a decir verdad, no podía ser sustituida por una concepción menos misteriosa antes que el avance cultural del siglo xix hubiera conducido a nuevos descubrimientos en los terrenos de las matemáticas, con lo que se echaron abajo las interpretaciones de la geometría tanto de Platón como de Kant.
Debe tenerse en cuenta que, para Platón, los actos de visión pueden suministrar conocimiento sólo porque los objetos ideales existen. La extensión del concepto de existencia es indispensable para él. Como los objetos físicos existen, pueden verse; como las ideas existen, pueden verse con los ojos de la mente. Platón debe de haber llegado a su concepción a través de un razonamiento de esta clase, aun cuando él no lo formula explícitamente. Su visión matemática la explica como análoga al sentido de la percepción. Es aquí, empero, donde a la lógica de su teoría le falta solidez, juzgada incluso con una norma crítica ajustada a su tiempo. Donde se intenta una explicación se la suplanta con una analogía. Y la analogía no es, a todas luces, muy buena, ya que borra la diferencia intrínseca entre el conocimiento matemático y el empírico. Pasa por alto el hecho de que el "ver" de las relaciones necesarias es esencialmente diferente del ver de los objetos empíricos. Si se sustituye una explicación con una imagen y se inventa un mundo constituido por una realidad independiente y "superior", es porque el filósofo procede por analogía más que por análisis. La interpretación literal de una analogía se convierte en el origen de un error filosófico. La teoría de las ideas, con su generalización del concepto de existencia, da una seudo-explicación.
El platónico trataría tal vez de defenderse con un argumento como el siguiente. No debe interpretarse equivocadamente la existencia de las ideas. Su existencia no necesita ser precisamente de la misma clase que la de los objetos empíricos. ¿No puede usar el filósofo ciertos términos del lenguaje ordinario con una significación hasta cierto punto más amplia si ha menester de tales términos?
Yo no creo que una respuesta como ésta suministre una buena defensa del platonismo. Es desde luego cierto que, con mucha frecuencia, ciertos términos del lenguaje ordinario se utilizan en el lenguaje científico por su analogía con nuevos conceptos que el hombre de ciencia necesita. Por ejemplo, el término "energía" se usa en la física con un sentido abstracto, que tiene algún parecido con su sentido en la vida ordinaria. Tal uso nuevo de términos, empero, está autorizado sólo cuando el nuevo significado se define con precisión y su uso posterior mantiene estrictamente ese nuevo significado y no su analogía con el antiguo. Un físico que hable de la energía de la radiación solar, por ejemplo, no diría que el sol es enérgico como lo diría de un hombre. Tal uso del lenguaje constituiría un retroceso a significados anteriores.
Por lo que respecta a Platón, no es científico el uso que hace de la palabra "existencia". Si así fuera, el juicio de que los objetos ideales existen habría sido definido en función de otros juicios que no contuvieran término tan dudoso, y no habría sido usado independientemente con un significado comparable al de la existencia física. Podríamos definir la existencia de un triángulo ideal en el sentido de que podemos hablar sobre triángulos en función de implicaciones o, para usar el álgebra como ilustración, podemos decir que para toda ecuación algebraica con una cantidad desconocida, siempre que satisfaga ciertas condiciones, existe una solución. En este caso la palabra "existe" quiere decir que sabemos cómo hallar la solución. El uso de la palabra "existencia" en este caso no constituye sino una forma inofensiva de lenguaje, que en realidad es usada con frecuencia por los matemáticos. Pero cuando Platón habla de la existencia de las ideas, la frase significa mucho más que una expresión traducible a significados ya establecidos.
Lo que Platón quiere es una explicación de la posibilidad del conocimiento de la verdad matemática, y construye su teoría de las ideas como una explicación de tal conocimiento; esto es, cree que la existencia de las ideas puede explicar nuestro conocimiento de los objetos matemáticos porque hace posible una especie de percepción de la verdad matemática en el mismo sentido en que la existencia de un árbol hace posible la percepción de un árbol. Es evidente que la interpretación de la existencia ideal como una forma de lenguaje no le serviría de nada, puesto que no garantizaría ninguna especie de sentido de percepción de objetos matemáticos.
Por el contrario, llega a un concepto de la existencia ideal que comprende tanto las propiedades de la existencia física como el conocimiento matemático, extraña mezcla de dos elementos que persiste en el lenguaje filosófico.
He dicho antes que la ciencia muere cuando el anhelo de conocimiento se mitiga con una seudo-explicación, con la confusión de la analogía con la generalidad y con el uso de imágenes en lugar de conceptos bien definidos. Como las cosmologías de su tiempo, la teoría de las ideas de Platón no es ciencia sino poesía; es un producto de su imaginación, pero no de un análisis lógico. En el desarrollo subsecuente de su teoría, Platón no vacila en exhibir abiertamente la condición mística más que lógica de su pensamiento al ligar su teoría de las ideas con la concepción de la migración de las almas.
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La prueba de Descartes para la certeza absoluta está construida sobre un truco lógico. Yo puedo dudar de todo, todo, arguye, excepto de una cosa: del hecho mismo de que dudo. Pero, cuando dudo, pienso; y si pienso, es que existo. De este modo pretende haber demostrado la existencia del yo por el razonamiento lógico. "Pienso, luego existo", ésta es su fórmula mágica.
Cuando yo llamo a esta inferencia un truco lógico, no quiero decir con ello que Descartes tratara de engañar a sus lectores; más bien diría que él mismo se engañó por esta forma artificiosa de razonar. Pero, lógicamente hablando, el paso de la duda a la certeza que se lleva a cabo en la inferencia de Descartes se asemeja a un juego de prestidigitación: partiendo de la duda, pasa a considerarla como la acción de un yo, y así cree haber descubierto un hecho del que no puede dudarse.
Análisis posteriores han demostrado la falacia del argumento de Descartes. El concepto del yo (ego) no es de una naturaleza tan simple como Descartes creía. Nosotros no vemos nuestros propios yos en la forma en que vemos las casas y las personas que nos rodean. Podemos, tal vez, hablar de una observación de nuestros actos de pensamiento o de duda. Pero, al hacerlo, los percibimos no como productos de un yo, sino como objetos separados, como imágenes acmpañadas de sentimientos. Decir "yo pienso" va más allá de la experiencia inmediata en el sentido de que la oración hace uso de la palabra "yo". El juicio "yo pienso" representa no un dato derivado de la observación, sino la culminación de un largo proceso de pensamientos que descubren la existencia de un yo diferente del yo de otras personas. Descartes debería haber dicho "el pensamiento existe", indicando de este modo el surgimiento separado de los contenidos del pensamiento, su aparición independiente de los actos volitivos u otras actitudes en las que participa el yo. Pero si esto hubiera sucedido, la inferencia de Descartes no habría podido hacerse. Si la existencia del yo no está apoyada por la observación inmediata, no puede asegurarse su existencia con una certeza mayor que la existencia de otros objetos derivada por adiciones a datos obtenidos por la observación.
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La filosofía de Kant representa el gran esfuerzo por demostrar que hay verdades sintéticas a priori; e, históricamente hablando, representa la última gran construcción de una filosofía racionalista. Es superior a sus predecesores, Platón y Descartes, en que evita los errores de éstos. No se compromete por la aceptación de una existencia de las ideas platónicas, ni tampoco pasa de contrabando una premisa seudonecesaria por medio de un truco, como lo hace Descartes. Pretende haber encontrado lo sintético a priori en los principios de las matemáticas y de la física matemática. Como Platón, parte del cono-cimiento matemático; sin embargo, explica este conocimiento no por la existencia de objetos de una realidad superior, sino por una ingeniosa interpretación del conocimiento empírico, que se tratará a continuación.
Si el progreso en la historia de la filosofía consiste en el descubrimiento de problemas de gran significación, corresponde a Kant un alto puesto por su problema sobre la existencia de lo sintético a priori. Pero, como otros filósofos, considera que su mérito estriba no en el problema sino en la respuesta. Incluso formula la cuestión de un modo diferente. Está tan convencido de la existencia de un sintético a priori que apenas considera necesario preguntarse si existe; por ello, plantea la cuestión del modo siguiente: ¿cómo es posible el juicio sintético a priori? La prueba de su existencia, continúa, es suministrada por las matemáticas y la física matemática.
Hay mucho que decir en defensa de la posición de Kant. El hecho de que considere los axiomas de la geometría como juicios sintéticos a priori demuestra una profunda penetración en los peculiares problemas de la geometría. Kant se dio cuenta de que la geometría de Euclides ocupaba una posición única por el hecho de revelar relaciones necesarias entre los objetos empíricos, relaciones que no podían considerarse como analíticas. Y es mucho más explícito que Platón en este punto.
Kant sabía que lo estricto de la prueba matemática no podía explicar la verdad empírica de los teoremas geométricos. Las proposiciones geométricas, tales como el teorema sobre la suma de los ángulos de un triángulo, o el teorema de Pitágoras, se derivan por estricta deducción lógica de los axiomas. Pero estos axiomas mismos no se derivan de la misma manera, y no pueden derivarse porque toda derivación de conclusiones sintéticas tiene que partir de premisas sintéticas. La verdad de los axiomas, por lo tanto, debe establecerse por otros medios distintos de la lógica: deben ser juicios sintéticos a priori.
Una vez que se sabe que los axiomas son verdaderos respecto de los objetos físicos, la aplicabilidad de los teoremas a estos objetos queda garantizada por la lógica, ya que la verdad de los axiomas es transferida por la derivación lógica a los teoremas. Y a la inversa, si uno está convencido de que los teoremas geométricos se aplican a la realidad física, se admite la creencia en la verdad de los axiomas y, por lo tanto, en un juicio sintético a priori.
Aun aquellos a quienes no les gustaría comprometerse abiertamente a favor de la síntesis a priori indican por su comportamiento creer en ella: no vacilan en aplicar los resultados de la geometría a las mediciones prácticas. Este argumento, mantiene Kant, demuestra la existencia de lo sintético a priori.
Kant sostiene que pueden presentarse argumentos semejantes a partir de la física matemática. Preguntemos a un físico, nos dice, cuál es el peso del humo; lo calculará pesando la sustancia antes de la combustión y deduciendo después el peso de las cenizas. Cuando se determina de este modo el peso del humo se supone que la masa es indestructible. Se demuestra de esta manera, dice Kant, que el principio de la conservación de la masa es una verdad sintética a priori, reconocida por el físico en el método que sigue en su experimento. Hoy sabemos que el cálculo descrito por Kant conduce a resultados falsos, porque no toma en consideración el peso del oxígeno que entra en combinación química con la sustancia en combustión. Sin embargo, si Kant hubiera conocido este descubrimiento posterior, habría aducido que, aun cuando modifica el procedimiento del cálculo, no contradice el principio de la conservación de la masa; sin embargo este principio suministrará las bases del cálculo sólo si se toma en consideración el peso del oxígeno.
Otro conocimiento sintético a priori del físico, según Kant, es el principio de causalidad. Aun cuando a menudo no podemos encontrar la causa de un hecho observado, no consideramos que ocurra sin una causa; por el contrario, estamos convencidos de que encontraremos esa causa si la buscamos. Esta convicción determina el método de la investigación científica y es la fuerza propulsora de todo experimento científico; si no creyéramos en la causalidad no habría ciencia. Como en los demás argumentos de Kant, la existencia de la síntesis a priori es demostrada en relación con el procedimiento científico: la ciencia presupone la síntesis a priori, tal supuesto es la base del sistema filosófico de Kant.
Lo que da su fuerza a la posición kantiana son sus cimientos científicos. Su busca de la certeza no pertenece al tipo místico que pretende adentrarse en un mundo de ideas, ni al tipo que acude a los trucos lógicos para sacar la certeza de supuestos vacíos, como el mago que saca un conejo de un sombrero vacío. Kant pone en movimiento la ciencia de su tiempo para demostrar que la certeza puede alcanzarse, y afirma que el sueño de certeza del filósofo es confirmado por los resultados de la ciencia. Kant toma su fuerza de la autoridad del científico.
Pero las bases sobre las que Kant levantó su edificio no eran tan firmes como él creía. Consideraba a la física de Newton como la última etapa en el conocimiento de la naturaleza y la idealizó hasta convertirla en un sistema filosófico. Al derivar de la razón pura los principios de la física newtoniana, creyó haber logrado la completa racionalización del conocimiento, haber alcanzado la meta final que había escapado a sus antecesores. El título de su obra principal, Crítica de la razón pura, muestra su propósito de hacer de la razón la fuente de un conocimiento sintético a priori para establecer de este modo como una verdad necesaria, en el terreno filosófico, las matemáticas y la física de su tiempo.
Es cosa extraña que quienes observan y admiran la investigación científica desde fuera tengan con frecuencia más confianza en sus resultados que quienes participan en su progreso. El hombre de ciencia conoce las dificultades que ha tenido que superar antes de poder establecer sus teorías. Tiene conciencia de la buena fortuna que le ha ayudado a descubrir teorías adecuadas a observaciones dadas y que han hecho posible que observaciones posteriores encajen en sus teorías. Sabe de antemano que en cualquier momento pueden surgir discrepancias y nuevas dificultades, y no pretende nunca haber descubierto la última verdad. Como el discípulo que es más fanático que el profeta, el filósofo de la ciencia se halla en peligro de confiar más en los resultados científicos de lo que permite el origen de éstos: la observación y la generalización.
La sobrestimación de la seguridad de los resultados científicos no se halla limitada al filósofo; se ha convertido en una característica general de los tiempos modernos, esto es, del período que va de los días de Galileo a los nuestros, período al cual pertenece la creación de la ciencia moderna. La creencia de que la ciencia tiene la respuesta a todas las preguntas -de que si alguien necesita información técnica, o se encuentra enfermo, o se halla perturbado por algún problema psicológico, lo único que tiene que hacer es preguntar al hombre de ciencia para obtener una respuesta- es tan general, que la cien-cia ha pasado a realizar una función social que originalmente era satisfecha por la religión: la función de brindar la seguridad absoluta. La creencia en la ciencia ha sustituido en gran medida a la creencia en Dios. Aun ahí donde se consideraba la religión como compatible con la ciencia, fue modificada por la mentalidad del creyente en la verdad científica. El periodo de la Ilustración, dentro del cual se desarrolla el trabajo de Kant, no abandonó la religión, sino que la transformó en un credo de la razón, hizo de Dios un científico matemático que sabía todo porque tenía un dominio perfecto de las leyes de la razón. No es de extrañar por ello que el científico matemático apareciera como una especie de pequeño dios, cuyas enseñanzas tenían que ser aceptadas como libres de duda. Todos los peligros de la teología, su dogmatismo y su control del pensamiento por medio de la garantía de la certidumbre, reaparecen en una filosofía que considera a la ciencia como infalible.
De haber vivido Kant para ver la física y las matemáticas de nuestros días, habría abandonado la filosofía de la síntesis a priori. Debemos considerar sus obras, por lo tanto, como documentos de su tiempo, como intentos de mitigar su hambre de certeza con su fe en la física de Newton. En realidad, el sistema filosófico de Kant debe concebirse como una superestructura levantada sobre los cimientos de una física conformada para un espacio absoluto, un tiempo absoluto y un determinismo absoluto de la naturaleza. Este origen explica el éxito y el fracaso del sistema, explica por qué Kant ha sido considerado por muchos como el más grande filósofo de todos los tiempos, y por qué su filosofía no tiene nada que decirnos a quienes somos testigos de la física de Einstein y Bohr.
Este origen explica también el hecho psicológico de que Kant no viera el punto débil en la construcción lógica por medio de la cual trató de justificar los juicios sintéticos a priori. Es la finalidad preconcebida la que ciega al filósofo ante las suposiciones tácitas que ha introducido. Para hacer mi crítica más clara, pasaré ahora a exponer la segunda parte de la teoría de la síntesis a priori de Kant, en la que trata de responder a la pregunta de "cómo es posible el juicio sintético a priori".
Kant pretendía que podía explicar la aparición de los juicios sintéticos a priori por medio de una teoría que muestra los principios a priori como condiciones necesarias de la experiencia. Arguye que la mera observación no suministra experiencia, que las observaciones deben ser ordenadas y organizadas antes que puedan convertirse en conocimiento. La organización del conocimiento, según él, depende del uso de ciertos principios, tales como los axiomas de la geometría y los principios de la causalidad y de la conservación de la masa, que son innatos en la mente humana y que empleamos como principios regulativos en la construcción de la ciencia. Son, concluye él, necesariamente válidos porque sin ellos la ciencia sería imposible. Kant llama a esta prueba deducción trascendental de los juicios sintéticos a priori.
Debe reconocerse que la interpretación de Kant sobre la síntesis a priori es muy superior al análisis de Platón sobre el mismo punto. Para poder explicar cómo puede la razón tener conocimiento de la naturaleza, Platón supone la existencia de un mundo de objetos ideales que la razón percibe y que de algún modo rige sobre los objetos reales. En Kant no se encuentra un misticismo semejante. La razón adquiere conocimiento del mundo físico porque conforma la visión que de ese mundo físico construimos: tal es el concepto de Kant. La síntesis a priori tiene un origen subjetivo; es una condición que el espíritu humano impone al conocimiento humano.
Permítaseme aclarar la explicación de Kant por una sencilla ilustración. Una persona que use anteojos azules verá todo azul. Sin embargo, si hubiera nacido con esos anteojos, consideraría lo azul como una predicación necesaria de todos los objetos, y le llevaría algún tiempo descubrir que es él, o más bien dicho sus anteojos, los que dan el color azul al mundo. Los principios sintéticos a priori de la física y las matemáticas son los anteojos azules a través de los cuales vemos el mundo. No debe asombrarnos que todas nuestras experiencias los confirmen, por el simple hecho de que no podemos adquirir experiencia sin ellos.
Esta ilustración no proviene de Kant; a decir verdad, parece muy ajena al autor de prolijos libros llenos de consideraciones abstractas en complicado lenguaje, que hacen al lector sentir sed de ejemplos concretos. Si Kant hubiera estado habituado a explicar sus ideas en el lenguaje llano y simple del hombre de ciencia, tal vez habría descubierto que su deducción trascendental tiene un valor discutible. Se habría dado cuenta de que, si su argumento se continúa, conduce a un análisis como el siguiente.
Supongamos que es correcto que ninguna experiencia puede refutar los principios a priori. Quiere decir esto que, sean cuales fueran las observaciones que se hicieran, siempre se las podrá interpretar de modo tal que satisfagan estos principios. Por ejemplo, si en algunos triángulos se realizaran mediciones que se opusieran al teorema de la suma de ángulos, atribuiríamos las inexactitudes a errores de observación e introduciríamos "correcciones" en los valores medidos de tal modo que pudiera satisfacerse el teorema geométrico. Pero si el filósofo pudiera demostrar que puede seguirse siempre este procedimiento con respecto a todos los principios a priori, se llegaría a la conclusión de que estos principios son vacíos y, por lo tanto, analíticos; no establecerían restricciones sobre posibles experiencias y, en consecuencia, no nos informarían sobre propiedades del mundo físico.
En realidad, H. Poincaré intentó hacer una ampliación de la teoría de Kant en esta dirección, con el nombre de convencionalismo. Poincaré considera la geometría de Euclides como una convención, esto es, como una regla arbitraria que nosotros imponemos sobre nuestro sistema de ordenación de experiencias. Para ilustrar lo que convencionalismo significa en un campo diferente al de la geometría, tomemos la proposición de que todos los números sobre el 99 deben escribirse con tres dígitos cuando menos. Esta proposición sería verdadera sólo para el sistema decimal, pero no para otro diferente, como por ejemplo el sistema duodecimal de los babilonios, los cuales tomaban el número 12 como base de su sistema de numeración. El sistema decimal es una convención que nosotros usamos para nuestra notación numeral, y podemos demostrar que todos los números pueden escribirse en esta notación. La proposición de que todos los números mayores al 99 deben escribirse con cuando menos tres dígitos es analítica cuando se refiere a este sistema. Para poder interpretar la filosofía de Kant como convencionalismo, tendríamos que demostrar que sus principios pueden ser válidos en todas las experiencias posibles.
Pero no se puede hacer esta demostración. Si los principios a priori son sintéticos, como Kant creía, esta demostración es imposible. La palabra "sintético" quiere decir que podemos imaginar experiencias que vayan contra los principios a priori; y si podemos imaginar estas experiencias, no podemos excluir la posibilidad de que alguna vez podamos tenerlas. Kant diría que este caso no puede darse porque los principios son condiciones necesarias de la experiencia o, para decirlo en otras palabras, porque, en el caso considerado, no sería posible la experiencia como un sistema ordenado de observaciones. Pero ¿ cómo sabe Kant que la experiencia será siempre posible? No tenía pruebas de que nunca llegaríamos a una totalidad de observaciones no susceptibles de ser ordenadas dentro del marco de sus principios a priori y que harían la experiencia imposible, al menos la experiencia en el sentido kantiano. En el lenguaje de nuestra ilustración este caso se daría si el mundo físico no tuviera rayos de luz de la longitud de onda correspondiente al azul; en tal caso el hombre de anteojos azules no podría ver nada. Si una cosa semejante aconteciera en la ciencia, si la experiencia en el sentido kantiano fuera imposible, los principios de Kant resultarían inválidos para el mundo físico. Y debido a la posibilidad de que esto sucediera, no se puede llamar a los principios a priori. El postulado de que la experiencia enmarcada dentro de los principios a priori debe ser siempre posible constituye la suposición insostenible del sistema de Kant, es la premisa indemostrable sobre la que se levanta su sistema. El hecho de que no presente explícitamente su premisa demuestra que la busca de la certeza le hizo pasar por alto las limitaciones de su argumento.
No es mi deseo ser irreverente con el filósofo de la Ilustración. Pero podemos hacer esta crítica porque hemos visto a la física pasar a una etapa en la que el marco del conocimiento kantiano se desbarata. La física de nuestros días no reconoce ya los axiomas de la geometría euclidiana ni los principios de la causalidad y la sustancia. Sabemos ya que las matemáticas son analíticas y que todas las aplicaciones que de ellas hacemos a la realidad física, incluyendo la geometría física, tienen una validez empírica y están sujetas a corrección por experiencias posteriores; en otras palabras, que no hay síntesis a priori. Pero sólo hoy, cuando la física de Newton y la geometría de Euclides han sido superadas, hemos llegado a la posesión de este conocimiento. Es difícil concebir la posibilidad del derrumbamiento de un sistema científico durante su apogeo; pero es fácil referirse a ese derrumbamiento cuando se ha convertido en realidad.
Esta experiencia nos ha preparado para esperar el derrumbamiento de cualquier sistema. Sin embargo, no nos ha desanimado. La nueva física nos demuestra que podemos adquirir conocimiento fuera del marco de los principios kantianos, que la mente humana no es un rígido sistema de categorías en las que tiene que hacer lugar a todas las experiencias, sino que los principios del conocimiento varían con su contenido y pueden adaptarse a un universo mucho más complicado que el de la mecánica de Newton. Esperamos que en cualquier situación futura nuestra mente sea lo suficientemente flexible para suministrar métodos de organización lógica que puedan hacer frente al material de observación dado. Ésta es una esperanza, no una creencia de la que pretendamos tener prueba filosófica. Podemos arreglárnosla sin la certeza, pero hubo necesidad de recorrer un largo camino antes que pudiéramos llegar a esta actitud más liberal hacia el conocimiento. La busca de la certeza tuvo que agotarse en los sistemas filosóficos del pasado antes de que pudiéramos prever una concepción del conocimiento exenta de cualquier pretensión de verdad eterna.
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Platón y Sócrates establecieron el paralelismo ético-cognoscitivo, la teoría de que el discernimiento ético es una forma de conocimiento. Si un hombre comete actos inmorales, es un hombre ignorante en el sentido en que lo es el hombre que comete errores en geometría; es incapaz de realizar el acto de discernimiento que le enseña lo bueno, discernimiento semejante al que le enseña la verdad geométrica.
Si comparamos esta concepción con la forma en que la Biblia presenta los principios éticos, descubrimos una notable diferencia. La Biblia ofrece reglas éticas como palabra de Dios, el dios hebreo que da a Moisés los Diez Mandamientos en el Monte Sinaí. "¡No matarás!", "¡No hurtarás!" La forma imperativa de las reglas demuestra que tienen la calidad de un mandato, no de un juicio sobre algo dado. La transformación de las reglas éticas en una forma de conocimiento parece ser una invención posterior. Los hebreos habrían considerado como un menosprecio de la palabra de Dios el haber puesto los Diez Mandamientos en el mismo nivel de cualquier ley natural o cualquier ley matemática.
Por la época en que se escribió el Pentateuco, el conocimiento no había adquirido todavía la forma de un sistema organizado; la geometría de los egipcios no era más que un conjunto de reglas prácticas para la medición de la tierra y la construcción de los templos. Correspondió a los griegos descubrir que la geometría podría establecerse en forma de prueba lógica. La concepción de la virtud como conocimiento es, por lo tanto, una forma de pensamiento esencialmente griega. El conocimiento tuvo primero que adquirir la perfección y la dignidad que el espíritu griego le confirió por la construcción de las matemáticas como un sistema lógico, antes de que Se le pudiera considerar como la base de las leyes éticas. Las leyes de la naturaleza y las de las matemáticas tuvieron primero que ser aceptadas como leyes, como relaciones que exigen nuestro reconocimiento y que no admiten ninguna excepción, antes de que se las pudiera concebir como paralelas a las leyes éticas. El doble significado de la palabra "ley", como imperativo moral y como regla de la naturaleza o de la razón, explica la construcción de este paralelismo.
La razón del paralelismo parece ser el deseo de fundar la ética sobre una base más firme que la religión. La confianza en el mandato divino puede satisfacer a la mente ingenua, que no se perturba con dudas sobre la superioridad del padre. Quienes construyeron la forma lógica de las matemáticas descubrieron una nueva forma de mandato: el mandato de la razón. La forma impersonal de este mandato hace que parezca pertenecer a un tipo superior; exige su aceptación creamos o no en la existencia de los dioses, elimina la cuestión sobre si las leyes de los dioses son buenas o no, nos emancipa de la concepción antropomórfica de que el obrar bien consiste en la subordinación a una voluntad superior. De ahí que se haya considerado que la mejor forma de establecer leyes éticas como obligatorias para todos fuera un paralelismo ético-cognoscitivo, es decir, la tesis de que la virtud es conocimiento.
Un sistema filosófico que presenta el paralelismo ético-cognoscitivo en su forma extrema es la ética de Spinoza (1632-1677). En este sistema, Spinoza llega a imitar la construcción axiomática de la geometría de Euclides, esperando fundar así la ética en una base tan firme como la de la geometría. Como Euclides, Spinoza parte de axiomas y postulados y luego deriva un teorema después de otro. De hecho, su Ética tiene toda la forma de un texto de geometría. En sus primeros capítulos el libro no es ético en el sentido que nosotros damos al término, ya que desarrolla una teoría general del conocimiento. Luego procede a tratar de las emociones, exponiendo la teoría de que las pasiones son resultado de ideas incorrectas del alma, en correspondencia con la teoría de Sócrates de que la inmoralidad es ignorancia, y en un capítulo titulado "De la servidumbre humana o de las fuerzas de los afectos", trata de demostrar que las pasiones originan la tristeza y son, por lo tanto, malas. Alcanzamos la felicidad cuando vencemos la fuerza de las pasiones; y el poder para esta liberación se halla en la razón, como explica en un capítulo "De la potencia del entendimiento o de la libertad humana".
Su ética es estoica. El bien, nos dice, es solamente el placer intelectual del conocimiento. La felicidad derivada de la satisfacción emocional y los goces de la vida, aun cuando no la considere inmoral, le parece algo no esencial con respecto a la moralidad y sólo la recomienda en una dosis moderada, como una especie de alimento necesario para mantener al cuerpo en capacidad de realizar todo lo que se encuentra en su naturaleza.
Spinoza goza de una gran reputación entre los filósofos, aun cuando me parece que se debe más a los méritos de su personalidad que a su filosofía. Fue un hombre modesto y valiente, que defendió sus teorías en todo momento y realizó los principios de su ética en su propia vida. Vivía de pulir lentes para gafas y rehusó una posición académica porque eso restringiría la libertad de su pensamiento. Se le atacó por diversos frentes como ateo y fue expulsado de la comunidad judía de Amsterdam por hereje. Permaneció indiferente a toda crítica, fue amable con todos y no dio muestra jamás de odio alguno.
Cuando se separa su ética de su forma lógica, se presenta como la fe de una personalidad desapasionada para quien el control de sí mismo y el trabajo intelectual son los máximos bienes. Al vaciar su ética en la lógica revela que su admiración por la lógica era evidentemente más grande que su habilidad en ella. A decir verdad, la lógica de sus deducciones es floja, y no pueden entenderse sin muchas adiciones tácitas e interpretaciones psicológicas. Su sistema no puede considerarse ni siquiera como inter-namente válido, esto es, como deducido correctamente de sus axiomas. Sus conclusiones sobrepasan el contenido de sus premisas. Por ejemplo, da por sentada la demostración ontológica de la existencia de Dios. Pero construcciones lógicas sin validez pueden cumplir aún la función psicológica de fortalecer creencias subjetivas, y un razonamiento sofista puede convertirse en instrumento indispensable de un credo. Spinoza necesitaba la forma lógica como columna vertebral que le ofreciera el soporte necesario para la supresión de las emociones, dentro de su rara indiferencia hacia los placeres de la pasión. La intelectualización socrática de la ética le sirvió, por lo tanto, como a muchos de sus antecesores, para la construcción de una ética que desprecia las emociones. Ése es quizá el resultado más absurdo del paralelismo ético-cognoscitivo.
Desde tiempo de los estoicos, la idea del filósofo como hombre sin pasiones ha prevalecido en la opinión pública y ha hecho que muchos hombres se sientan inferiores cuando se han encontrado en imposibilidad de alcanzar esa sabiduría. No comprendo por qué los filósofos deban personificar esa glorificación del tipo impasible. No trataré de persuadir para que abandonen su placer a quienes lo derivan de la impasibilidad; pero no veo por qué los demás, aquellos cuyos placeres son de un tipo más humano, debamos sentimos inferiores. Lo que hace a la vida digna de ser vivida es la pasión, y esta regla se aplica también a los filósofos, como lo demuestra el caso de Spinoza, cuya infortunada pasión por la lógica no parecía diferenciarse tanto de las formas más sensuales en que la pasión se manifiesta en otras personas.
La construcción deductiva de la ética de Spinoza -con su intención de demostrar que se puede dar una prueba deductiva de las reglas éticas- es una versión más elaborada de la concepción de Sócrates acerca de que la virtud es conocimiento, y la establece sobre una base todavía más sólida porque muestra que el conocimiento lógico no es solamente un producto del discernimiento racional, sino que es también accesible a la técnica más poderosa del pensamiento racional, la deducción lógica. Como en la geometría, los axiomas de la ética son meramente el punto de partida de las construcciones deductivas, que llevan por cadenas de razonamientos a un número cada vez mayor de resultados. La ética es conocimiento no sólo porque sus primeros principios parecen ser "verdaderos", sino también porque está sujeta a los principios del razonamiento lógico y admite la técnica de la prueba lógica para el establecimiento de relaciones entre las leyes morales: éste es un argumento que expresa la concepción de Spinoza así como la de Sócrates y Platón.
Ejemplos de deducciones, tomados tanto del campo cognoscitivo como del ético, aclararán el paralelismo. Como el proceso de la adquisición de conocimiento, el del descubrimiento de lo que es bueno es de naturaleza gradual y se llega a él por pasos sucesivos de razonamientos cada vez más estrictos. La enseñanza de la verdad, o la enseñanza de la virtud, por otra parte, consiste en ayudar a una persona en el recorrido de estos pasos. Preguntamos, por ejemplo, si se puede dibujar un círculo dentro de un triángulo de tal modo que los tres lados sean tangentes del círculo. Nos imaginamos círculos y triángulos que guarden esta relación, pero no sabemos todavía si ello puede hacerse con todas las clases de triángulos, o si puede hacerse en más de una forma. Finalmente se encuentra la prueba geométrica de que puede hacerse con todos los triángulos y para todos sólo en una forma. Se llega a este descubrimiento por pasos, ya sea que encontremos la prueba por nosotros mismos o que nos sea demostrada por un maestro. De modo semejante, preguntamos si mentir a otra persona es bueno. Podemos contestar que algunas veces es bueno y algunas malo; pero un análisis más detenido nos demuestra que aun cuando la mentira puede en algunos casos ser de beneficio personal, no es buena porque tal conducta de nuestra parte puede inducir a otras personas a una conducta semejante, con el resultado de que ello destruiría la confianza mutua en las relaciones de los seres humanos. El proceso escalonado de esta consideración parece análogo a la reflexión matemática y explica por qué las reglas éticas pueden ser enseñadas.
Pero el estudio de los procesos deductivos también presenta la concepción cognoscitiva de la ética bajo una nueva luz. La deducción lógica no es un medio para encontrar la verdad última, sino un mero instrumento para conectar verdades diferentes. La deducción matemática, en el ejemplo a que hemos acudido, consiste en una prueba de que, si se aceptan ciertos axiomas, se llega a la conclusión sobre el círculo inscrito en el triángulo. La deducción ética discutida representa una prueba de que si anhelamos ciertas finalidades debemos aceptar la regla moral de que no debe mentirse. Para decirlo más explícitamente, lo que demostramos fue que, si deseamos un orden social en el que las relaciones entre los seres humanos se realicen con mutua confianza, no debemos mentir.
Se trata de la relación si-entonces que puede demostrarse en ambos casos, y de la deductibilidad de esta relación en que los dos ejemplos se corresponden uno a otro. El que la virtud pueda ser enseñada resulta del hecho de que las consideraciones éticas, como las deducciones matemáticas, contienen un elemento lógico accesible a un análisis por medio de pasos lógicos, que corresponden a los pasos lógicos de la prueba matemática.
Nunca se insistiría demasiado en que la deducción lógica no puede producir resultados independientes. Es simplemente un instrumento de conexión; deriva conclusiones a partir de axiomas dados, pero no puede demostramos la verdad de éstos. Los axiomas de las matemáticas, por lo tanto, requieren un tratamiento distinto y, como ya se ha explicado, lo cuestión de si son verdaderos conduce a cuestiones de la índole de la que se pregunta si son juicios sintéticos a priori. El análisis de las deducciones lógicas conduce a resultados semejantes. Como en las matemáticas, los axiomas de la ética deben distinguirse de los teoremas éticos deducibles; y sólo la relación entre los dos, el juicio si-entonces, "si se aceptan los axiomas debe aceptarse el teorema", es susceptible de prueba lógica. El análisis demuestra, por lo tanto, que la validez de la ética puede reducirse a la validez de los axiomas éticos; como en las matemáticas, el método de la deducción sólo puede transferir la cuestión sobre la validez de los teoremas a los axiomas, pero no puede suministrar la respuesta a la cuestión misma.
Para poder demostrar que la virtud es conocimiento, que los juicios éticos son de carácter cognoscitivo, tendríamos que demostrar que los axiomas de la ética son de naturaleza cognoscitiva. La aplicabilidad de la deducción lógica a los problemas éticos no demuestra nada en este respecto. La cuestión de la naturaleza de la ética se reduce, por lo tanto, a la cuestión de la naturaleza de los axiomas éticos.
Una vez más tenemos que reconocer que fue Immanuel Kant quien vio por primera vez el problema de la ética como problema de axiomas éticos. Fue él quien reconoció que, como en las matemáticas, la naturaleza analítica de la deducción hace imposible del todo el que se pueda basar la validez de las reglas éticas sólo en la deducción. Insistió en que sólo después de resolver la cuestión de los axiomas de la ética puede entenderse la naturaleza de la ética misma. Sin embargo, lo que Kant quiere que se le reconozca no es el haber visto la cuestión, sino la respuesta que da a ella. Y vale la pena estudiar esta respuesta que, como la que dio al problema de los axiomas de las matemáticas y la física, representa el último gran edificio construido por el racionalismo.
La respuesta de Kant consiste en la tesis de que los axiomas de la ética son juicios sintéticos a priori, como los de las matemáticas y la física. En su Crítica de la razón práctica, trata de aplicar a los axiomas de la ética un tratamiento similar al que aplica en su Crítica de la razón pura a los axiomas de las matemáticas y la física. En esta obra, Kant explica que los axiomas de la ética pueden reducirse a uno solo, al que da el nombre de imperativo categórico y que formula del modo siguiente: "Obra de tal modo que la máxima de tu conducta pueda convertirse en ley universal." E ilustra el uso de este axioma con ejemplos como el que arriba hemos expuesto sobre la mentira: el mentir puede beneficiar a algunos individuos, pero no puede convertirse en principio de una legislación universal porque conduciría a la absurda consecuencia de que nadie podría confiar en ninguna otra persona. Kant pretende que la validez del imperativo categórico puede ser aceptada por todos los seres humanos si éstos tratan de seguir los dictados de la razón; es decir, pretende que puede verse la validez del imperativo por un acto de visión semejante al que nos revela los axiomas de las matemáticas y la física como verdades necesarias. En el sistema de Kant, el paralelismo ético-cognoscitivo ha llegado a su climax por su fundamentación en los juicios sintéticos a priori, que incluyen tanto los axiomas cognoscitivos como los éticos y que tienen su origen último en la naturaleza de la razón. "Los cielos estrellados sobre mi cabeza, la ley moral dentro de mí": en esta famosa frase simboliza Kant la dualidad de las leyes cognoscitivas y las morales, que exige sean aceptadas por toda mente humana.
Kant no pudo prever que precisamente este paralelismo, al correr del tiempo, daría el golpe de gracia a su ética. Se ha explicado en el capítulo precedente que el juicio cognoscitivo sintético a priori no existe, que las matemáticas son ciencias analíticas, y que todas las formulaciones matemáticas de principios físicos son de naturaleza empírica. Si la ley moral dentro de mí es de la clase de leyes que los cielos estrellados me revelan, es o un juicio empírico sobre la conducta de los seres humanos o un juicio vacío sobre una implicación entre los axiomas éticos y ciertas conclusiones, como los teoremas matemáticos; pero no es un imperativo incondicional, o, según el lenguaje de la lógica tradicional empleado por Kant, un imperativo categórico. El fracaso de la ética de Kant
tiene, por lo tanto, la misma raíz que el fracaso de su teoría del conocimiento: se deriva de la errónea concepción de que la razón puede establecer juicios sintéticos.
Ésta es una respuesta negativa: afirma que los axiomas éticos no son juicios sintéticos a priori. Queda todavía la tarea de hallar una respuesta positiva; esto es, explicar la naturaleza de los axiomas éticos. Pero no me referiré a esta cuestión en esta parte de mi estudio, sino que la analizaré posteriormente. Sin embargo, quisiera agregar algunas palabras sobre el origen psicológico de la concepción de Kant.
Cuando estudiamos la psicología del filosofo más de cerca, descubrimos que el establecimiento del juicio moral sintético a priori satisface a Kant emocionalmente aun con más profundidad que el establecimiento del juicio cognoscitivo sintético a priori. El estilo seco y culto de su presentación es interrumpido en sus escritos morales por exclamaciones poéticas y glorificadoras de las reglas y los conceptos éticos:
<< ¡Oh Deber! ¡Grande y sublime nombre, que no tiene nada en sí que pueda amarse o que le haga agradable, pero que exige sumisión y que, sin embargo, ni nos atemoriza ni hace nacer en nosotros una antipatía natural...! ¿Qué origen es digno de ti y dónde se pueden encontrar las raíces de tu noble ascendiente? Tú rechazas toda relación con las inclinaciones, y el proceder de tu raíces es condición necesaria del valor supremo atribuido por el hombre. >>
Es el concepto del deber el que nos brinda la clave sobre la ética de Kant. En tanto que nuestros actos se basen en la inclinación no son ni buenos ni malos, aun cuando nuestra inclinación se dirija hacia una buena finalidad, como la ayuda a personas necesitadas. Lo que hace morales a nuestros actos es el impulso del deber que nos hace obrar. ¡Qué distorsión de la inclinación natural de ayudar a otros! ¡Qué moralidad tan torcida se muestra en esta intelectualización de las decisiones éticas! Kant provenía de una familia de la clase media en precarias condiciones de vida: su padre era carpintero y su madre una devota ardiente de una secta pietista. En un medio social de esta clase, la confianza en sí mismo y la libre respuesta a la inclinación natural se consideran a menudo como pecado, y parece que el famoso hijo se sintió feliz y orgulloso de poner en sabios libros la moralidad que se le infundió durante la infancia.
El éxito que tuvo su filosofía en su país natal y que hizo de él el filósofo del protestantismo y el prusianismo es un testimonio más del hecho de que se trata de la ética de una cierta clase media que él codificó en su sistema filosófico. La glorificación del deber representa la ética de una clase social que sufre de escasez y depende para su subsistencia del trabajo pesado, que no deja tiempo para el ocio; o la ética de una casta militar que exige la subordinación al mando de un superior. Ambas condiciones se satisfacían en la Prusia de Kant. Y el hecho de que Kant rehusara aceptar la autoridad de ciertos grupos o instituciones muestra en él un espíritu independiente que, desde luego, lo puso en conflicto con el gobierno prusiano. Si sólo hubiera predicado la máxima de la cooperación social expresada por su imperativo categórico, lo consideraríamos como el exponente de una sociedad democrática y lo clasificaríamos en el mismo nivel de Locke y los líderes de la Revolución norteamericana. Pero esta adoración del deber tiene un resabio demasiado fuerte del placer derivado de la subordinación y de la satisfacción derivada de la servidumbre, característicos de una clase media burguesa que ha estado sometida demasiado tiempo a la autoridad de una poderosa casta dominante. La tragedia del filósofo de la síntesis a priori es que lo que presenta como la estructura final de la razón refleja con asombrosa fidelidad el medio en el que le tocó vivir. Su juicio cognoscitivo a priori coincide con la física de su tiempo, su juicio moral a priori, con la ética de la clase social a que pertenecía. Ojalá esta coincidencia pudiera servir de advertencia a todos aquellos que pretenden haber encontrado la última verdad.
Kant parece haber considerado su fundamentación de la ética como un resultado superior al de su teoría del conocimiento, en el sentido en que el fin es superior a los medios. Y esta convicción parece ser característica de todos los partidarios del paralelismo ético-cognoscitivo. Parece que la búsqueda de directrices morales es el mo-tivo de su investigación, que aspira a llegar a la certeza del conocimiento sobre todo porque brinda los medios de encontrar la certeza moral. Esta desviación del interés del campo cognoscitivo hacia el campo moral tiene un efecto infortunado: la teoría del conocimiento resultante se ve de un modo deformado, se la construye con el fin de proporcionar apoyo a un absolutismo ético y, por lo tanto, no representa un estudio libre de prejuicios acerca del conocimiento. De este modo, la búsqueda de directrices morales se convierte en un motivo extralógico que obstruye el análisis lógico del conocimiento. Ahora debemos mostrar hasta qué medida el producto de esta actitud, el paralelismo ético-cognoscitivo, ha influido sobre las filosofías del conocimiento y se ha convertido en una de las fuentes principales de erróneas teorías del conocimiento.
Como el hombre real, en general, no se comporta moralmente, parece un hecho obvio que la ética no trata sobre la conducta real del hombre. La diferencia entre cómo debe obrar el hombre y cómo obra en realidad es lo suficientemente clara y, por lo tanto, la ética resulta referida a la conducta del hombre ideal. Para explicar esta distinción, el teórico de la ética señala la diferencia entre las leyes geométricas y las relaciones que existen entre los objetos físicos reales; distingue el triángulo ideal del triángulo real y arguye que el matemático descubre leyes normativas de los objetos geométricos en el mismo sentido en que el filósofo moral establece leyes normativas de la conducta humana. De este modo los teoremas de las matemáticas se erigen como juicios de lo que debe ser, distinguiéndolos de lo que es, en el mismo sentido en que deben erigirse los teoremas éticos.
Un estudio limpio de prejuicios de las matemáticas revela inmediatamente que esta analogía es inadmisible. Es verdad que las figuras geométricas ideales no se encuentran en la realidad física, pero las leyes de la geometría cuando menos expresan relaciones que rigen aproximadamente para los objetos reales. Las matemáticas describen la realidad física en tanto que suministran un conocimiento aproximado de la realidad. No nos dicen cómo debe ser la realidad, sino cómo es la realidad. ¿Qué sentido tendría el exigir que la circunferencia de un árbol fuera un círculo perfecto? El círculo imperfecto que es en realidad satisface las leyes geométricas tanto como el círculo perfecto las satisface, y las leyes del círculo perfecto nos son útiles porque nos ilustran aproximadamente sobre las relaciones que existen en círculos tan imperfectos como la circunferencia de los árboles.
Para conservar la analogía podemos tratar de interpretar la ética como si tuviera una naturaleza semejante, en el sentido de que nos informa acerca de la conducta aproximada de los seres humanos. Es verdad que una ética descriptiva, una relación sociológica de las reglas éticas existentes, no se presenta generalmente de este modo, sino dando una descripción de la conducta real de los hombres. Pero cuando menos podríamos teóricamente elaborar una ética descriptiva que tratara del hombre ideal, de la misma forma que el geómetra trata del triángulo ideal. Esto es posible porque, dentro de un cierto margen de aproximación, las leyes éticas ideales se realizan. Es un hecho, por ejemplo, que la mayor parte de los hombres no roban ni matan. Los ideales éticos se realizan aproximadamente porque de otro modo los hombres, como grupo social, no podrían existir. De este modo llegaríamos a una ética descriptiva que podría informarnos sobre la conducta ética aproximada de los humanos al describir su conducta ideal, como la geometría nos informa sobre las relaciones aproximadas entre las medidas del espacio físico al tratar con figuras espaciales ideales.
Pero no es eso lo que el filósofo de la ética quiere. Lo que él pide son directrices morales, reglas que nos digan cómo debemos obrar, no informes sobre cómo obramos en la realidad. Y como pretende que la razón, o una visión de las ideas, no puede revelar estas reglas, se ve obligado a concebir, ahora inversamente, la función de las matemáticas como normativa, no como descriptiva. Llega de esta manera a una concepción según la cual la mente se constituye en legisladora. En una versión más modesta, se concibe la mente como un instrumento de visión que percibe las leyes normativas desde una esfera de existencia superior. Nos encontramos aquí con el origen psicológico de la pluralidad de los reinos de la existencia, cuyo principal exponente es Platón. Las imperfectas formas geométricas de los objetos físicos reales se consideran como deficiencias, como imperfecciones en el sentido moral, como los errores en la conducta de los seres humanos reales, y se introduce una esfera de una realidad superior libre de estas imperfecciones, tanto en el plano cognoscitivo como en el moral.
La valoración moral de las relaciones cognoscitivas puede verse en la introducción de argumentos morales dentro de la ciencia griega, por ejemplo, en la astronomía. Los caminos celestiales de las estrellas, verbigracia, se consideran como círculos perfectos por razones de prestigio, por así decir. El que las circunferencias de los árboles sean círculos imperfectos demuestra su inferioridad. Como resultado de estas concepciones se consideran los objetos reales como inferiores a los objetos ideales. La teoría de las ideas de Platón muestra este cambio de valoración de la realidad física a la ideal.
Kant desarrolla una concepción semejante, aun cuando con argumentos menos ingenuos. Distingue entre cosas de apariencia (fenómeno) y cosas en sí (noúmeno). Todo nuestro conocimiento se halla restringido a cosas de apariencia, porque el conocimiento presenta los objetos del mundo físico dentro del marco de los principios a priori. Detrás de los objetos de apariencia, nos dice, deben encontrarse las cosas en sí; esto es, las cosas tal como son antes de su incorporación a los principios de la geometría, la causalidad, etc. Como Platón, Kant llega a un mundo trascendental, diferente y superior al mundo que la observación y la ciencia nos muestran.
La razón de por qué Kant necesita de las cosas en sí es obvia: lo que él desea es erigir un mundo donde puedan aplicarse sus principios morales y religiosos. La ciencia, por su determinismo causal, no había dejado sitio ni a la libertad de los actos humanos ni a un gobierno divino, y ello constituía para Kant una amenaza contra las bases de la moralidad y la religión. Se abría la posibilidad de una solución si se limitaba la ciencia a una especie de realidad inferior, liberando de ese modo a las cosas en sí del determinismo de las cosas en apariencia. La característica subjetiva de la síntesis a priori de Kant se prestaba a tal interpretación: si las leyes de la causalidad y la geometría son meramente sobreimpuestas por la mente humana a una realidad absoluta, esta realidad en sí misma es libre e independiente para seguir la ley moral en lugar de la ley causal. Es doloroso ver cómo el filósofo de la física newtoniana lucha por abandonar toda su física para dejar a salvo su moralidad religiosa. Kant acepta abiertamente que es ésta la intención de su filo-sofía. En el prefacio a la segunda edición de su Crítica de la razón pura, dice: "Tuve que poner límites al conocimiento a fin de dejar sitio a la fe." Las devastadoras consecuencias de este programa pueden verse en el giro final que da a su "filosofía crítica". El mismo libro que expone los fundamentos de su teoría del conocimiento termina en un capítulo, llamado Dialéctica trascendental, que virtualmente anula todos sus resultados previos. Kant pretende demostrar en este capítulo que, cuando la razón se extiende más allá del mundo de la apariencia, conduce inevitablemente a contradicciones, llamadas antinomias, y que la única escapatoria a esta bancarrota de la razón está en la creencia en Dios, en la libertad y en la inmortalidad, como principios válidos para la realidad que se encuentra detrás del mundo visible.
Las llamadas antinomias kantianas, que se refieren esencialmente a la infinitud del espacio y el tiempo, no han resistido la prueba de la lógica, ya que han sido con facilidad resueltas por una lógica que ha aprendido a tratar coherentemente con los números infinitos. La interpretación kantiana de la causalidad y la geometría como principios sobreimpuestos a las cosas por la mente humana ha resultado también insostenible. Si ha de ser válida, la ley causal debe regir a las cosas en sí, ya que de otro modo no podría utilizarse para predicciones de observaciones futuras: la mente humana no crea sus ob-servaciones, sino que es esencialmente pasiva en el acto de la percepción. Y la geometría, como sabemos hoy, describe una propiedad del mundo físico. De modo que no queda ningún argumento para la artificial restricción de Kant de las facultades de la razón ni para su introducción de una realidad metafísica de las cosas en sí. Pero desde su publicación, esta parte anticientífica de su filosofía ha sido la fuente donde han bebido los enemigos de la ciencia. La utilizaron para la construcción de sistemas filosóficos que menospreciaron el pensamiento científico y pretendieron establecer un mundo de existencia ideal, cuyo conocimiento sólo era accesible al filósofo y a nadie más.
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La inferencia inductiva es injustificable, esto es lo que Hume considera como resultado de su crítica. Debe sopesarse en toda su extensión la seriedad de este resultado. Si la tesis de Hume es verdadera, nuestro instrumento de predicción desaparece; no nos queda ya ningún medio de anticipamos al futuro. Hemos visto hasta ahora que el sol sale todas las mañanas y creemos que saldrá mañana; pero no tenemos bases para sostener esta creencia. Hemos visto hasta ahora que el agua corre hacia abajo y creemos que siempre lo hará así, pero no tenemos prueba de que así sucederá mañana. ¿Qué tal si mañana los ríos empiezan a correr hacia arriba? Y pensamos: No soy tan tonto para creerlo. Pero ¿por qué es tonta esa creencia? Porque, contestamos, nunca he visto que el agua corra hacia arriba, y porque siempre he visto que den resultado mis inferencias del pasado al futuro. Aquí tenemos un punto a favor de la falacia descubierta por Hume; se trata de demostrar la inducción por el uso de una inferencia inductiva. Una y otra vez caemos en la trampa; vemos que no puede justificarse la inducción, luego seguimos llevando a cabo inducciones y alegamos que seríamos unos tontos si dudáramos del principio inductivo.
Ése es el dilema del empirista: o es un empirista radical y no admite más resultados que los juicios analíticos o juicios derivados de la experiencia, y luego no podrá hacer inducciones y debe renunciar a todo juicio acerca del futuro; o admite la inferencia inductiva, y con ello ha admitido un principio no analítico que no es derivable de la experiencia y ha abandonado el empirismo. Un empirismo radical llega, por lo tanto, a la conclusión de que el conocimiento del futuro es imposible; pero ¿qué es entonces el conocimiento si no se extiende hacia el futuro? A una mera descripción de relaciones observadas en el pasado no puede llamársele conocimiento; si el conocimiento ha de revelar relaciones objetivas de objetos físicos, debe incluir predicciones en que pueda confiarse. Un empirismo radical, por lo tanto, niega la posibilidad del conocimiento.
El periodo clásico del empirismo, o sea aquel a que corresponden Bacon, Locke y Hume, termina con el fracaso del empirismo, pues así debe considerarse el análisis de la inducción de Hume. La crítica de Hume lleva del empirismo al agnosticismo; en relación con el futuro, acaba en una filosofía de la ignorancia que enseña que todo lo que sabemos es que no sabemos nada acerca del futuro. Debemos admirar la agudeza de la inteligencia que, aun imbuida de seguridad sobre el empirismo, no se abstiene de derivar una conclusión tan aniquiladora. Y, sin embargo, aun cuando Hume expone su resultado con plena franqueza y se llama a sí mismo un escéptico, no está dispuesto a aceptar la tragedia de su conclusión. Trata de suavizar su resultado llamando a la creencia en la inducción un hábito; y al leer a Hume uno tiene la impresión de que esta actitud satisface sus dudas, de que le satisfacía el encontrar una explicación psicológica de su fe inductiva. Hume no era un radical, sino un conservador inglés; el radicalismo de su inteligencia no estaba en conformidad con un radicalismo de sus actitudes volitivas, y por esta razón nos encontramos ante el extraño caso de un filósofo que retira, con una amistosa sonrisa, el cargo decisivo que había lanzado contra la filosofía del empirismo.
Nosotros no podemos compartir el quietismo de Hume. No vamos a negar que la inducción es un hábito; claro que lo es. Pero lo que queremos saber es si es un buen o un mal hábito. Aceptamos que es difícil vencer este hábito; en realidad, ¿quién podría actuar, digamos, sobre el supuesto de que a partir de mañana el agua va a correr hacia arriba en todas partes? Pero aunque nuestro acondicionamiento al hábito de la inducción sea tan poderoso que no podamos evitar ser adictos de la inducción, como adictos irredimibles de las drogas, al menos queremos saber si deberíamos tratar de alejarnos de él. El problema lógico de la inducción es independiente de la cuestión de si la inducción es un hábito o no, y de si podemos vencer o no ese hábito. El filósofo del empirismo quiere saber si la experiencia sensible puede suministrar un conocimiento del futuro y en qué forma; y si no puede responder a esta pregunta, debe admitir con toda franqueza que el empirismo es un fracaso.
Al comparar el empirismo y el racionalismo, llegamos a un extraño resultado. El racionalista no puede resolver el problema del conocimiento empírico porque conforma este conocimiento según la pauta de las matemáticas, dando de este modo a la razón el papel de legisladora del mundo físico. El empirista tampoco puede resolver el problema; su intento de establecer el conocimiento empírico sobre sus propias bases, derivándolo de la percepción sensible exclusivamente, no puede sostenerse, porque el conocimiento empírico presupone un método no analítico, el método de la inducción, que no puede considerarse como un producto de la experiencia. El empirista no repite los errores del racionalista; no hace uso de un lenguaje de imágenes, no aspira a la certeza absoluta, no trata de erigir el conocimiento de tal modo que sirva de base a directrices morales. Pero al restringir las facultades de la razón al establecimiento de principios analíticos, cae en una nueva dificultad: no consigue explicar el método por medio del cual el conocimiento empírico puede pasar del pasado al futuro, es decir, le resulta imposible explicar la naturaleza del conocimiento.
La conclusión hace pensar desde luego que debe haber un error fundamental en el empirismo. El racionalista cometió el error de considerar el conocimiento matemático como prototipo de todo conocimiento, y por ello quiso hacer de la razón la fuente de todo conocimiento del mundo, al menos en sus puntos fundamentales; el empirista corrigió este error al insistir en que el conocimiento empírico se deriva de la percepción sensible, en que la razón suministra sólo relaciones analíticas, y en que todo conocimiento sintético es producto de la observación. El conocimiento derivado de la observación, sin embargo, se limita al pasado y al presente; el conocimiento del futuro no queda comprendido en esta especie, es decir, no es producto de la observación. Los empiristas primitivos no vieron las dificultades que surgen de esta distinción; dado que las predicciones sobre el futuro pueden ser comprobadas o desmentidas posteriormente, consideraron que el conocimiento del futuro pertenece a la misma clase que el conocimiento derivado de la observación. No repararon en que queremos saber la verdad de las predicciones antes que los hechos predecidos ocurran, y que cuando el conocimiento se ha convertido en conocimiento de observación no es ya conocimiento del futuro. Hume vio la dificultad; pero como no podía abandonar una concepción del conocimiento que exige implícitamente que el conocimiento del futuro sea del mismo tipo que el conocimiento del pasado, concluyó que los métodos predictivos de la ciencia no pueden justificarse y que no podemos tener ningún conocimiento del futuro.
La concepción moderna del empirismo ha reconocido el error. Como los juicios sobre el futuro no pueden justificarse si se considera que pertenecen a la misma clase que los juicios sobre el pasado y el presente, deducimos que debe darse una diferente interpretación a los juicios sobre el futuro. El conocimiento del futuro debe inter-pretarse como esencialmente diferente del conocimiento del pasado. Al adoptar esta actitud, la cuestión se invierte; en lugar de suponer la naturaleza del conocimiento del futuro como algo dado, para preguntamos después cómo podemos tener un conocimiento del futuro, nos preguntamos cuál debe ser la naturaleza del conocimiento del futuro para que los juicios sobre éste puedan justificarse.
Pero la inversión del problema era algo que sobrepasaba las posibilidades de Hume. Su crítica de la inducción es un resultado lo bastante importante para asegurarle una posición preeminente en la historia de la filosofía. Ya antes he dicho que el progreso filosófico debe verse no en las respuestas sino en las preguntas planteadas por los filósofos, y este juicio se aplica también a Hume. Pertenece a Hume el mérito de haber presentado el problema sobre la justificación de la inducción y de haber señalado las dificultades de su solución, y su respuesta no nos es útil.
Lo extraño es que este juicio sobre el empirismo inglés conduce a una objeción que antes se ha dirigido al racionalismo. A pesar de su diferencia intrínseca con el racionalismo, el empirismo inglés ha repetido uno de los errores racionalistas fundamentales: el de examinar el conocimiento no con el desapego del observador desinteresado, sino con la intención de demostrar un objetivo preconcebido; estudiar la naturaleza del conocimiento en un esquema modelado con el propósito de encontrar en él la estructura que el filósofo quiere hallar. El racionalista explica la ciencia empírica como un sistema cuyos principios deben tener la firmeza de las matemáticas; el empirista sustituye la seguridad matemática con la seguridad de la observación, pero exige que las afirmacio-nes sobre el futuro tengan el mismo carácter de seguridad que aquellas sobre el pasado. El racionalista llega de este modo al problema de por qué la naturaleza debe seguir los lincamientos de la razón; el empirista se enfrenta al problema de cómo transferir la seguridad de las observaciones a las predicciones.
La solución al dilema no pudo hallarla la filosofía del siglo xviii. La conversión del problema en un problema sobre la naturaleza del conocimiento predictivo no podía realizarse antes de que los principios de la ciencia sufrieran ciertos cambios fundamentales. La ciencia del siglo xviii era impulsada por una confianza exenta de crítica en sus éxitos; tuvo que sufrir la limitación de sus métodos antes de llegar a la etapa autocrítica y preguntarse por el sentido de sus resultados. Este desarrollo se inició en el siglo xix y continúa aún en nuestros días. No nació de la filosofía; al hombre de ciencia nunca le han importado mucho las interpretaciones de los filósofos, y aun la crítica de David Hume le tuvo sin cuidado. La indiferencia hacia la filosofía ha resultado ser una saludable actitud del científico, aun cuando tal vez sea el simple resultado de una afortunada casualidad. El éxito pertenece con frecuencia a aquellos que actúan y no a los que reflexionan sobre lo que deben hacer. La explicación de la naturaleza del conocimiento no podía darse dentro del marco de la ciencia del siglo xviii; la concepción de la naturaleza de las matemáticas, la concepción de la naturaleza de la causalidad, tenían que revisarse antes de que pudiera desarrollarse una teoría del conocimiento capaz de explicar al mismo tiempo el poder de los métodos deductivos en la física matemática y el uso de la inferencia inductiva. Por lo tanto, fue una fortuna el que el científico no se detuviera a plantearse el problema de la justificación de sus métodos antes de tener a la mano los medios de resolverlo.
Parecerá natural que esta solución haya surgido en el seno de una teoría de la probabilidad, aun cuando la forma de tal teoría es muy diferente de lo que podría esperarse. Decir que las observaciones del pasado son seguras, en tanto que las predicciones son meramente probables, no es la última respuesta a la cuestión de la inducción; es sólo una especie de respuesta intermedia, que queda incompleta a menos que se elabore una teoría de la probabilidad que explique lo que queremos decir por "probable" y con qué base podemos afirmar probabilidades. Los empiristas, incluyendo a Hume, han estudiado una y otra vez la naturaleza de la probabilidad; pero han llegado al resultado de que la probabilidad es de naturaleza subjetiva y es cosa de opinión, o creencia, que ellos distinguen del conocimiento. La idea de que pueda existir algo que llamaríamos conocimiento probable les habría parecido una contradicción. En su argumento de que la inferencia inductiva no es un instrumento legítimo de conocimiento, Hume revela la influencia del racionalismo; como los antiguos escépticos, sólo puede lle-gar a la demostración de que el ideal racionalista del conocimiento es algo inalcanzable, pero no lo puede sustituir por una concepción mejor del conocimiento.
Hume podría haber llegado al descubrimiento de un significado objetivo de la probabilidad, si hubiera estudiado la matemática de la probabilidad, que en su tiempo contaba ya con los trabajos de Pascal, Fermat y Jacobo Bemoulli. Que no haya acudido nunca a estos trabajos demuestra que sus intereses matemáticos no eran muy grandes y que no estaba destinado a sacar provecho de la teoría matemática de la probabilidad con propósitos filosóficos.
Aun cuando el análisis lógico de la probabilidad es un requisito necesario para la aclaración del conocimiento predictivo, es indispensable un cambio más radical de la
interpretación filosófica antes de poder dar la última respuesta a los enigmas del empirismo. Sabemos ahora que ni siquiera puede probarse que el conocimiento predictivo sea probable, y que la idea del conocimiento probable está sujeta a una crítica semejante a la presentada por Hume con respecto al conocimiento que pretende poseer la certeza. El problema del conocimiento predictivo, por lo tanto, requiere una reinterpretación de la naturaleza del conocimiento. Y no fue posible desarrollar esta nueva concepción del conocimiento dentro del marco de la física newtoniana. La solución del problema de la inducción tenía que esperar la nueva interpretación del conocimiento que habría de derivarse de la física del siglo xx.
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El concepto de supuesto es la clave para la comprensión del conocimiento predictivo. No puede expresarse un enunciado sobre el porvenir con la pretensión de que es verdadero; siempre podemos imaginarnos que lo contrario ocurrirá, y nada nos asegura que la experiencia futura no nos presente como real lo que hoy es imaginación. Es precisamente en este escollo donde toda interpretación racionalista del conocimiento ha naufragado. Una predicción de experiencias futuras puede expresarse sólo en forma de prueba; tomamos en cuenta su posible falsedad, y si la predicción resulta estar equivocada, estamos listos para otra prueba. El método de la prueba y el error es el único instrumento predictivo existente. Un enunciado predictivo es un supuesto; en lugar de conocer su verdad sólo conocemos su valoración, que se mide en términos de su probabilidad.
La interpretación de los juicios predictivos como supuestos resuelve el último problema restante para una concepción empirista del conocimiento: el problema de la inducción. El empirismo se vino abajo con la crítica de Hume sobre la inducción, porque no se había liberado de un postulado racionalista fundamental, el postulado de que todo conocimiento debe ser demostrablemente verdadero. Para esta concepción el método inductivo no se justifica, ya que no hay prueba de que conducirá a conclusiones verdaderas. Sucede una cosa diferente cuando se considera la conclusión predictiva como un supuesto. En esta interpretación no necesita una demostración de que es verdadero; todo lo que puede pedirse es una prueba de que es un buen supuesto, o aun de que es el mejor supuesto disponible. Esta prueba puede darse, y así el problema inductivo puede ser resuelto.
La prueba requiere una investigación algo más amplia; no puede darse simplemente demostrando que la conclusión inductiva tiene un alto grado de probabilidad. Requiere un análisis de los métodos de probabilidad y debe basarse en consideraciones que sean independientes de esos métodos. La justificación de la inducción debe darse fuera de la teoría de la probabilidad, porque ésta presupone el uso de la inducción. El significado de esto se expondrá en seguida.
La prueba es precedida por una investigación matemática. El cálculo de probabilidades ha sido construido en forma axiomática, comparable a la geometría de Euclides; esta construcción demuestra que todos los axiomas de la probabilidad son teoremas puramente matemáticos y por lo tanto juicios analíticos. El único punto donde interviene un principio no analítico es en la determinación de un grado de probabilidad por medio de una inferencia inductiva. Encontramos una cierta frecuencia relativa para una serie de acontecimientos observados y suponemos que la misma frecuencia valdrá aproximadamente en una ampliación de la serie. Ése es el único principio sintético sobre el cual se basa la aplicación del cálculo de probabilidades.
Este resultado es de la mayor significación. Las múltiples formas de inducción, incluyendo el método hipotético-deductivo, se expresan en términos de métodos deductivos, con la única adición de la inducción por enumeración. El método axiomático suministra la prueba de que todas las formas de inducción son reducibles a la inducción por enumeración: el matemático de nuestro tiempo prueba lo que Hume dio por sabido.
El resultado puede parecer sorprendente, porque el método de construir hipótesis explicativas, o de evidencia indirecta, parece muy diferente de una simple inducción por enumeración. Pero como es posible interpretar todas las formas de evidencia indirecta como inferencias cubiertas por el cálculo matemático de probabilidades, estas inferencias se incluyen en el resultado de la investigación axiomática. Por medio del poder de deducción, el sistema axiomático controla las aplicaciones más remotas de las inferencias de probabilidad, como el ingeniero que controla un proyectil lejano por medio de ondas de radio; aun las complicadas estructuras de inferencias utilizadas por el detective o por el científico pueden explicarse en términos de los axiomas. Estas estructuras son superiores a una simple inducción por enumeración porque contienen mucho de lógica deductiva, pero su contenido inductivo es descrito totalmente como una red de inducciones del tipo enumerativo.
Quisiera ilustrar cómo pueden combinarse las inducciones enumerativas formando una red. Por siglos los europeos habían conocido sólo cisnes blancos, e infirieron que todos los cisnes del mundo eran blancos. Un día se descubrieron cisnes negros en Australia; de modo que la inferencia inductiva condujo a una conclusión falsa. ¿Podría haberse evitado el error? Es un hecho que otras especies de aves muestran una gran variedad de color entre sus individuos; así que el lógico debería haberse opuesto a la inferencia con el argumento de que, si el color varía entre los individuos de otras especies, podría variar también entre los cisnes. El ejemplo muestra que una inducción puede ser corregida con otra inducción. En realidad, prácticamente todas las inferencias inductivas se hacen no aisladamente, sino dentro de una red de muchas inducciones.
Un biólogo me dijo una vez que había probado la herencia de una mutación artificial en muchas generaciones y por ello estaba seguro de que se trataba de una mutación genuina. Cuando le pregunté cuántas generaciones había utilizado para la prueba, contestó que había utilizado cincuenta generaciones de moscas. El número parecería pequeño a un estadístico de seguros de vida, acostumbrado a trabajar con millones de casos antes de poder hacer una inferencia inductiva. ¿Qué es un número grande? A esto puede responderse sólo sobre la base de otras inducciones, que nos indican de qué consideración debe ser un número para que podamos esperar que persista una frecuencia observada. Para una prueba de herencia cincuenta generaciones es un número grande. Cuando un médico somete a un paciente a la prueba de Wassermann para investigar si tiene sífilis, hace sólo una observación; de modo que aquí el número uno es un número grande para una inferencia inductiva. Esto lo demuestran otras inferencias inductivas, que han establecido el hecho de que, si una prueba es positiva o negativa, las demás también lo serán. Cuando digo que todas las inferencias inductivas son reducibles a la inducción por enumeración, quiero decir que pueden expresarse por medio de una red de tales inducciones simples. El método por el cual se combinan estas inferencias elementales puede ser de una estructura mucho más complicada que el empleado en los ejemplos anteriores.
Como todas las inferencias inductivas son reducibles a la inducción por enumeración, todo lo que se necesita para legitimar las inferencias inductivas es una justificación de la inducción por enumeración. Es posible esta justificación cuando se repara en que las conclusiones inductivas no pretenden ser enunciados verdaderos, sino meramente supuestos.
Cuando contamos la frecuencia relativa de un hecho, encontramos que el porcentaje al que se llega varía con el número de casos observados, pero que las variaciones desaparecen gradualmente a medida que el número aumenta. Por ejemplo, las estadísticas de natalidad muestran que en mil nacimientos 49 fueron varones; aumentando el número de casos, hallamos 52 de varones en 5 mil nacimientos, 51 en 10 mil nacimientos. Supongamos por un momento que sabemos que siguiendo por este camino llegaremos finalmente a un porcentaje constante -el matemático habla de un límite de la frecuencia-, ¿qué valor numérico debemos suponer para este porcentaje final? Lo mejor que podemos hacer es considerar el último valor encontrado como el permanente y emplearlo como nuestro supuesto. Si el supuesto resulta en observaciones posteriores ser falso, lo corregimos; pero si la serie converge hacia un porcentaje final, llegaremos a la larga a valores cercanos al valor final. De modo que se ve que la inferencia inductiva es el mejor instrumento para encontrar el porcentaje final, o la probabilidad de un suceso, si efectivamente existe el porcentaje límite, esto es, si la serie converge hacia un límite.
¿Cómo sabemos que hay un límite para la frecuencia? Desde luego no tenemos prueba para esta suposición. Pero sabemos que si tal límite existe, lo hallaremos por el método inductivo. De modo que si queremos hallar el límite de la frecuencia, debemos usar la inferencia inductiva; es el mejor instrumento con que contamos, porque, si puede llegarse al objetivo, será de ese modo. Si no puede alcanzarse, nuestros intentos son vanos; pero entonces cualquier otro intento también fracasará.
El hombre que hace inferencias inductivas puede compararse al pescador que echa su red en una parte desconocida del mar. No sabe si conseguirá atrapar peces, pero sabe que si quiere atraparlos tiene que echar la red. Toda predicción inductiva es como echar una red en el mar de los acontecimientos de la naturaleza; no sabemos si vamos a tener una buena pesca, pero cuando menos hacemos el intento, y lo hacemos con el auxilio del mejor medio que existe.
Intentamos porque queremos obrar, y el que quiere obrar no puede esperar hasta que el porvenir se convierta en conocimiento observable. El control del porvenir -el dar forma a los acontecimientos futuros según un plan-, presupone un conocimiento de predicción de lo que pasará si ciertas condiciones se cumplen, y si no sabemos la verdad de lo que va a pasar, haremos uso de nuestros mejores supuestos en lugar de la verdad. Los supuestos son los instrumentos de la acción allí donde no se cuenta con la verdad; la justificación de la inducción es que es el mejor instrumento de acción que conocemos.
Esta justificación de la inducción es muy simple; demuestra que la inducción es el mejor medio para llegar a cierto objetivo. El objetivo es predecir el porvenir; su formulación como búsqueda del límite de una frecuencia no es sino otra versión del mismo objetivo. Esta formulación tiene el mismo significado, porque el conocimiento predictivo es conocimiento probable y la probabilidad es el límite de una frecuencia. La teoría probabilística del conocimiento nos permite construir una justificación de la inducción; proporciona una prueba de que la inducción es la mejor forma de descubrir la única forma de conocimiento alcanzable. Todo conocimiento es conocimiento probable y puede expresarse únicamente en forma de supuestos, y la inducción es el instrumento para en-contrar los mejores supuestos.
Esta solución del problema de la inducción se aclara si se la confronta con la teoría racionalista de la probabilidad. El principio de indiferencia, que ocupa una posición lógica semejante a la del principio de inducción porque se usa para la determinación de un grado de probabilidad, es considerado por el racionalista como un principio evidente por sí mismo de la lógica; de este modo llega a una autoevidencia sintética, a una lógica sintética a priori. Incidentalmente, con frecuencia se considera también el principio de la inducción por enumeración como un principio autoevidente; esta concepción representa la segunda versión de una lógica sintética a priori de la probabilidad. La concepción empirista de la lógica inductiva es esencialmente diferente.
El principio de inducción por enumeración, que constituye su único principio sintético, no es considerado como autoevidente, o como un postulado que pudiera validar la lógica. Lo que la lógica puede probar es que el uso del principio es aconsejable si se persigue una finalidad, la finalidad de predecir el porvenir. Esta prueba, la justificación de la inducción, se construye por medio de consideraciones analíticas. Se permite al empirista usar un principio sintético, porque no afirma que el principio sea verdadero o que deba conducir a conclusiones verdaderas o a probabilidades correctas o a cualquier clase de éxito; de todo lo que está convencido es de que lo mejor que puede hacer es emplear tal principio. Esta renunciación a toda pretensión de verdad le permite incorporar un principio sintético a una lógica analítica y satisfacer la condición de que lo que él afirma sobre la base de su lógica sea sólo verdad analítica. Puede hacer esto porque no afirma la conclusión de la inferencia inductiva, sino que sólo la supone; lo que afirma es que lo que supone es un medio para alcanzar su fin. De este modo se cumple plenamente el principio empirista de que la razón sólo puede hacer contribuciones analíticas al conocimiento, de que la auto-evidencia sintética no existe.
Las incertidumbres del empirismo, formuladas en el escepticismo de David Hume, fueron el producto de una interpretación equivocada del conocimiento y se desvanecen con una interpretación correcta: tal es el producto que ofrece una filosofía levantada sobre el terreno de la ciencia moderna. El racionalista no sólo obsequió al mundo una serie de sistemas insostenibles de filosofía especulativa; también envenenó la interpretación empirista del conocimiento induciendo al empirista a luchar por obje-tivos inalcanzables. La concepción del conocimiento como un sistema de enunciados cuya verdad puede demostrarse tenía que ser superada por la evolución de la ciencia, antes que pudiera encontrarse una solución al problema del conocimiento predictivo. La busca de la certeza tenía que extinguirse dentro de la más precisa de todas las ciencias de la naturaleza, dentro de la física matemática, antes que el filósofo pudiera explicar el método científico.
El cuadro que la filosofía moderna nos presenta del método científico es muy diferente del de las concepciones tradicionales. Lejos está el ideal de un universo cuyo curso sigue leyes estrictas, de un cosmos predeterminado que marcha como un reloj con su cuerda. Lejos se encuentra el ideal del científico que conoce la verdad absoluta. Los acontecimientos de la naturaleza se asemejan más a dados que se tiran sobre la mesa que a estrellas que giran; se hallan regidos por leyes de probabilidad, no por la causalidad, y el científico se acerca más al jugador que al profeta. Puede decir sólo cuáles son sus mejores supuestos, nunca sabe de antemano si resultarán o no verdaderos. Pero es un mejor jugador que el hombre del tapete verde, porque sus métodos estadísticos son supe-riores. Y su objetivo es más alto, es predecir los movimientos de los dados del cosmos. Si se le pregunta por qué sigue sus métodos, a título de qué hace sus predicciones, no puede responder que tiene un conocimiento irrefutable del porvenir; lo único que puede hacer son sus mejores apuestas. Pero puede demostrar que son las mejores apuestas, que eso es lo mejor que puede hacer, y si un hombre hace lo mejor que puede hacer, ¿qué más se le puede pedir?
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La teoría del significado fundado en la verificabilidad es el instrumento lógico por medio del cual el empirismo supera la dicotomía de un mundo de cosas de apariencia y otro de cosas en sí. Descarta las cosas en sí porque resulta carente de significado hablar de cosas que en principio no pueden conocerse. En lugar de cosas que no pueden conocerse, el empirista habla de cosas que no pueden observarse; pero estas cosas son accesibles al conocimiento y se puede hablar de ellas con sentido. Los enunciados sobre las cosas que no pueden observarse tienen significado en tanto que se derivan de observaciones; adquieren significado por transferencia, esto es, por su relación con cosas observables.
El problema de la realidad, la cuestión de si el mundo es real, surge de una experiencia psicológica cotidiana: la distinción entre el sueño y la vigilia. Desde luego, esta distinción tiene significado; pero es necesario exponer más explícitamente su significado y su origen para superar las múltiples falsas conclusiones que los filósofos han derivado de ella.
Imaginemos a un hombre que no sea consciente de la diferencia entre el sueño y la vigilia y que escriba todo lo que observe. Escribirá oraciones como "hay un perro", "Pedro vino a verme", "el carro no arrancó", "María se puso de pie sobre la sopa de tomate", etc. El último apunte, desde luego, se refiere a lo que nosotros llamamos "sueño"; pero en el diario de este hombre no habrá ninguna indicación explícita de que es un sueño. No puede haber una indicación semejante porque los fenómenos oníricos no difieren en cualidad, mientras son experimentados, de las observaciones reales; en otras palabras, nadie sabe que sueña cuando está soñando. Un diario perfecto de esta clase, que recoja todas nuestras observaciones, pero que lo haga sin discriminación alguna y que se abstenga de inferencias que vayan más allá de lo que realmente se experimenta, puede considerarse como la base lógica del conocimiento humano. Para estudiar la constitución del conocimiento, el filósofo tiene que considerar las inferencias que conducen de esta base a enunciados sobre objetos físicos, sueños y toda clase de construcciones científicas, tales como la electricidad o las galaxias o un complejo de culpa. Imaginemos, pues, a un hombre que trate de construir un sistema del conocimiento a partir de lo que ha apuntado en su diario perfecto.
Trataría de ordenar las oraciones disponiéndolas en grupos y formulando leyes generales vigentes en ellos. Por ejemplo, descubriría la ley de que siempre que hay una oración que informa que el sol brilla, hay otra oración posterior en el sentido de que el ambiente se calienta más, resultado que él formula como una relación: siempre que el sol brilla el ambiente se calienta más. Pero pronto descubriría que cierto grupo de oraciones, como aquella de que María se pone de pie sobre la sopa de tomate, debe separarse de las otras; no puede incluirlas en el sistema ordenado, ya que no conducen a predicciones correctas y, por lo tanto, tampoco a leyes generales. Por ejemplo, encontraría apuntes en que constaría que al tocar la sopa siempre se moja uno el dedo, en tanto que los pies de María no muestran haber sufrido la misma experiencia después de que los sacó de la sopa de tomate. A este grupo de apuntes, que forman una isla lógica, lo llamaría sueños.
La diferencia entre el sueño y la vigilia puede comprobarse por diferencias estructurales dentro de la colección de informes: tal es el resultado lógico de este análisis. Es una diferencia significativa porque puede traducirse a relaciones verificables; los sueños no nos proporcionan observaciones que permitan la predicción de experiencias posteriores. Este resultado conduce a una clasificación de las oraciones informativas en las que son objetivamente verdaderas y las que son nada más subjetivamente verdaderas. Para tener un nombre general antes que se haga esta distinción, llamaré a todas las oraciones infor-mativas inmediatamente verdaderas; es decir, se supone que no son mentiras. La verdad inmediata se divide en verdad objetiva y subjetiva como resultado de ordenamiento interno, esto es, de un ordenamiento que no va más allá de las oraciones apuntadas en el diario perfecto.
De las oraciones pasamos a las cosas: de los informes que son objetivamente verdaderos se dice que se refieren a cosas objetivas, de los informes que son sólo subjetivamente verdaderos se dice que se refieren a cosas subjetivas, pero sólo las primeras son cosas objetivas, o reales. ¿Qué son las otras?
Para tratar con ellas, inventamos el concepto "mi cuerpo". Decimos que entre los objetos físicos hay uno, llamado "mi cuerpo", que es afectado causalmente por otras cosas físicas y puesto en cierto estado fisiológico. Siempre que hay una cosa objetiva registrada en el diario, mi cuerpo se halla en un estado determinado; pero puede hallarse en ese estado incluso cuando no hay una cosa objetiva. Por lo tanto, las cosas subjetivas, aun cuando no tengan realidad, indican cosas reales de otra clase: indican estados de mi cuerpo.
La última afirmación parece una falacia lógica: si algo no existente indica algo existente, debe existir también. Para superar esta paradoja, debemos tener mayor cuidado al expresar nuestras inferencias. Esto se logra acudiendo nuevamente a las oraciones del diario. Encontramos antes que no todos estos enunciados son objetivamente verdaderos. Lo que ahora encontramos es que si un informe sobre algo observado no es objetivamente verdadero, podemos inferir no que hay un objeto físico correspondiente, sino que existe un estado de nuestro cuerpo como el que existiría si hubiera un objeto correspondiente. Hablando de oraciones evitamos expresiones como "cosas subjetivas". Inversamente, como esta traducción a un lenguaje que habla de oraciones es posible, es permisible también usar estos términos. Podemos decir, por lo tanto, que las cosas subjetivas tienen una existencia subjetiva, y usan de este modo una existencia ficticia. Estas expresiones son permisibles por la razón misma de que pueden ser descartadas.
De este modo se llega a la división del mundo de la experiencia en cosas objetivas y subjetivas por medio de inferencias válidas y se la expresa en un lenguaje legítimo. Suponiendo que todas las oraciones informativas sean objetivamente verdaderas, encontramos que algunas no lo son; ésta es una inferencia válida de un tipo que el lógico llama reductio ad absurdum. Esto quiere decir que la suposición de que todas las oraciones informativas son objetivamente verdaderas "se reduce al absurdo". Para incorporar esas oraciones informativas que no son objetivamente verdaderas a un mundo físico consistente, introducimos la suposición del observador humano, cuyo cuerpo puede hallarse en estados de observación sin que sean cosas objetivas. De este modo las oraciones oníricas se conectan con las oraciones del estado de vigilia por medio de relaciones de orden; podemos construir leyes fisiológicas que expliquen los sueños, y el psicoanálisis ha elaborado métodos que conectan causalmente experiencias oníricas con experiencias anteriores del estado de vigilia. Los grupos de oraciones oníricas pierden de este modo su carácter de isla y son incorporados al sistema total; sin embargo, esta interpretación dada a ellos difiere considerablemente de la de las otras oraciones.
De esta manera se introducen el observador humano y sus estados corporales por medio de una hipótesis física. Las inferencias que conducen a esta hipótesis deben ser examinadas con mayor detalle. Cuando intentamos construir un sistema consistente de leyes para cosas físicas, con frecuencia nos vemos obligados a introducir la suposición de que hay algunas otras cosas físicas que no pueden observarse directamente. Por ejemplo, para explicar los fenómenos eléctricos introducimos la suposición de que existe una entidad física, llamada electricidad, que viaja por alambres o recorre el espacio abierto en forma de ondas. Lo que observamos son fenómenos tales como la desviación de una aguja magnética o la música que sale de un aparato de radio; nunca observamos la electricidad directamente. Para estas entidades físicas uso el nombre de illata, que significa "cosas inferidas". Se distinguen de los concreta que forman el mundo de las cosas observables. También se diferencian de los abstracta, que son combinaciones de concreta y no son directamente observables, por ser totalidades comprehensivas. Por ejemplo, el término "prosperidad" se refiere a una totalidad de fenómenos observables, de concreta, y se usa como una abreviatura que resume todos estos observables en su interrelación. Los illata no son combinaciones de concreta, sino entidades separadas inferidas de los concreta, cuya existencia simplemente hacen probable los concreta.
Los estados internos del cuerpo humano son illata, porque podemos observar solamente las reacciones del cuerpo, pero no sus condiciones internas, incluyendo los diferentes estados del cerebro. Para caracterizar estos estados usamos una forma indirecta de expresión; decimos, por ejemplo, "el estado que ocurriría si la persona viera un perro". A este modo de lenguaje se le ha llamado lenguaje de estímulos. Caracterizamos un estado del cuerpo describiendo la clase de estímulo que provocaría este estado.
Puede ilustrarse esta clase de lenguaje con un ejemplo físico. El velocímetro mide la velocidad de un automóvil por la desviación de una aguja. Para esto, las ruedas en movimiento se hallan conectadas por medio de engranajes y un eje flexible con la aguja, de tal modo que a mayor velocidad corresponde una desviación angular mayor de la aguja. Para cada posición de la aguja, se halla impresa la velocidad correspondiente en la esfera del velocímetro. Lo que la aguja indica directamente es un estado interno del velocímetro; pero indirectamente indica de ese modo una velocidad que, obrando como "estímulo", pone el instrumento en tal estado. En lugar de usar los números de la esfera como medida de la velocidad del vehículo, podríamos usarlos también para indicar los estados internos del velocímetro. Supongamos que alguien saca el instrumento del automóvil y mueve su eje; el velocímetro adquirirá un estado interno determinado. Si miramos los números de la esfera, podemos decir: "El velocímetro se encuentra en el estado de 60 kilómetros por hora." De este modo caracterizamos el estado del instrumento indirectamente en un lenguaje de estímulos.
Esta ilustración ayudará a aclarar la naturaleza de las cosas subjetivas. Las cosas que se ven en un sueño poseen la clase de existencia que la velocidad de 60 kilómetros en el ejemplo del velocímetro sacado del automóvil. Hablar de existencia aquí se justifica como una forma de lenguaje, pero la existencia física se limita a los estados del velocímetro que se describen de ese modo indirectamente. La dualidad del estado de sueño y el estado de vigilia no ofrece ninguna dificultad a una filosofía empírica. No necesita de la introducción de cosas que estén "más allá" del campo de las cosas físicas; tampoco abre el camino al trascendentalismo. Puede explicarse completamente en una "filosofía de este mundo". El significado de los enunciados sobre cosas existentes en un sueño es traducible al significado de enunciados sobre cosas objetivas.
Este análisis nos permite aclarar el significado del problema acerca de si el mundo es real. Puede interpretarse este problema en este sentido: ¿Nos encontramos ahora en un estado de vigilia o en un sueño? Es, sin duda, una pregunta significativa. De hecho, hemos experimentado situaciones oníricas en las cuales nos preguntamos eso, respondimos con la conclusión de que estábamos despiertos, y más tarde descubrimos que estábamos equivocados, es decir, que todavía estábamos soñando. ¿Podría suceder lo mismo ahora? No podemos excluir la posibilidad de que, posteriormente, descubramos que estábamos soñando ahora. Nos sentimos muy seguros de que esto no sucederá; pero no tenemos ninguna garantía absoluta de que no ocurra.
Volviendo a la treta lógica que antes usamos, el diario perfecto, podemos formular esta consideración del modo siguiente. Las islas oníricas en nuestras oraciones informativas pudieron distinguirse de las demás oraciones porque la totalidad restante admitía un orden de leyes causales. Pero no podemos pretender con toda seguridad que este ordenamiento siempre será posible. Imaginemos que hemos estudiado las primeras 500 oraciones del diario, que hemos descubierto algunas islas, 30 oraciones en total, y que hemos logrado ordenar las 470 oraciones restantes razonablemente. Decimos entonces: "Estamos despiertos." Continuamos con el diario y encontramos otras mil oraciones que no pueden agregarse a las 470 oraciones anteriores, pero que pueden ordenarse razonablemente entre sí. Concluiremos entonces que aquellas 470 formaban una isla, esto es, que estábamos soñando; sólo ahora estamos realmente despiertos. ¿Estamos seguros de que la misma historia no se repetirá? ¿Y si aparecen otras 2 mil oraciones que nos obliguen a considerar nuestro presente estado como un sueño? ¿Y si la misma desoladora experiencia continúa repitiéndose una y otra vez?
Felicitémonos de que tal cosa no ocurra. Pero no podemos descartar tales experiencias por medio de argumentos lógicos. Por ello no podemos decir que experiencias así sean imposibles. Si se presentasen, si el hilo de las experiencias ordenadas se rompiera, y aun cuando volviera a juntarse, siempre se rompiera nuevamente, no podríamos hablar de una realidad física objetiva. Por lo tanto, la afirmación de que existe un mundo físico objetivo puede sólo considerarse como altamente probable, no como absolutamente cierta. Tenemos buena evidencia inductiva de la existencia de un mundo físico, pero es eso todo lo que podemos decir. Y tiene sentido hablar de un mundo físico objetivo porque los enunciados sobre este mundo pueden derivarse inductivamente de observaciones.
Nótese que el lenguaje con que hablamos del mundo físico no es determinado unívocamente por observaciones. Se halla sujeto a las ambigüedades expuestas en el capítulo xi en relación con un Protágoras imaginario. Existe una pluralidad de descripciones equivalentes, y el lenguaje realista ordinario con que describimos el mundo físico es simplemente uno entre estas descripciones; es al que he llamado sistema normal. Las inferencias inductivas pueden establecer la forma usual de enunciados sobre un mundo externo sólo después de que se ha sentado la regla sobre las leyes idénticas para los observables y los no observables. Esta regla tiene la naturaleza de una definición que determina la forma del lenguaje; se la puede llamar una regla de extensión del lenguaje, porque proporciona los medios para extender el lenguaje a un dominio más amplio de objetos, incluyendo objetos no observados. Pero que la regla pueda llevarse adelante, que haya un sistema normal para la descripción del mundo físico de la vida diaria, es un hecho empírico; para decirlo con mayor precisión, es un hecho derivado por medio de inferencias inductivas. En este sentido, es una hipótesis bien confirmada inductivamente el que hay una realidad física.
Para decirlo en otras palabras: el enunciado "hay un mundo físico" puede distinguirse perfectamente del juicio "no hay un mundo físico", porque podemos describir experiencias que hagan a un enunciado probable y al otro improbable. Los dos se diferencian por su contenido predictivo. La concepción funcional del conocimiento da un significado verificable a la hipótesis del mundo físico.
Me gustaría comparar este análisis con la discusión tradicional del solipsismo. De acuerdo con la teoría filosófica del solipsismo, todo lo que podemos afirmar es que tenemos experiencias; pero no podemos nunca ir más allá de esta afirmación y demostrar que existe una realidad objetiva. Aun cuando esta concepción apenas si ha sido en verdad mantenida, ha habido algunos filósofos que la han desarrollado como sistema filosófico; entre ellos G. Berkeley y M. Stirner, por ejemplo. Cuando digo que ni aun estos hombres realmente se adherían a esta teoría, me refiero al hecho de que escribieran libros exponiendo su teoría, lo cual es, por cierto, difícil de explicar si no creían que hubiera otras personas que pudieran leer estos libros. Con frecuencia se ha dicho que aun cuando la teoría del solipsismo sea absolutamente irrazonable, no tenemos ningún argumento lógico en contra de ella, porque todo lo que nuestras experiencias prueban es que tenemos experiencias, y no que existe un mundo físico.
Yo no creo que la situación sea tan desesperada. El solipsista comete un error fundamental: cree que puede demostrar la existencia de su propia personalidad. Pero el descubrimiento del ego, de la personalidad del observador, se basa en inferencias de la misma clase que el descubrimiento del mundo externo. Se interpretan las islas del diario como estados corporales del observador en la misma forma en que se consideran las demás oraciones como testimonios de un mundo físico; en realidad, así se incorporan las islas a una interpretación física total, ya que el observador es una parte del mundo físico. Se dijo antes que, por medio de la hipótesis del observador y sus estados corporales, las islas consabidas pierden su carácter insular y se convierten en descriptivas del mundo físico, en el sentido de que se considera que describen al observador. De este modo, si podemos demostrar la existencia del ego, podemos también probar la existencia del mundo físico, incluyendo la existencia de otras personas. El solipsista pasa por alto este paralelismo de inferencias. Introduce el ego y sus experiencias como conocimiento absoluto y luego le cuesta trabajo derivar el mundo externo, pero sus dificultades son el resultado de una lógica deficiente.
En párrafos anteriores se expuso el análisis correcto de la situación: no tenemos evidencia absolutamente concluyente de que exista un mundo físico, ni tenemos tampoco evidencia absolutamente concluyente de que nosotros existamos. Pero tenemos buena evidencia inductiva para aceptar ambas suposiciones. Haciendo uso de los resultados del análisis de la inferencia inductiva podemos decir: tenemos buenas razones para adoptar el supuesto de la existencia tanto del mundo externo como de nuestras personalidades. Todo nuestro conocimiento está constituido por supuestos; de modo que nuestro conocimiento más general, el de la existencia del mundo físico y el de la de nosotros, los seres humanos dentro de él, es un supuesto.
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Aun cuando los imperativos no son ni verdaderos ni falsos, son comprendidos por otras personas y, por lo tanto, tienen un significado, al que puede llamarse significado instrumental. Debe distinguirse del significado cognitivo de los enunciados, definido en la teoría del significado por la verificabilidad. Además, todo imperativo tiene un correlato cognitivo, suministrado por el enunciado correlativo. (De modo que al imperativo "cierre la puerta" corresponde el enunciado indicativo: "El señor X quiere que se cierre la puerta.")
Como los imperativos, las directrices de nuestras propias acciones son expresiones de volición, que como tales no son verdaderas ni falsas y, por lo tanto, pertenecen a las expresiones volitivas. Los actos volitivos pueden referirse a varios objetos; queremos comida, casa, amigos, placeres, etc. Que encontramos en nosotros actos volitivos es un hecho; se distinguen de las percepciones o de las leyes lógicas en que asumen el carácter de productos propios nuestros en situaciones que nos dejan posibilidades de escoger. Puedo ir al teatro o no puedo ir; mi voluntad es ir. Puedo ayudar a otro hombre o puedo no hacerlo; quiero hacerlo. Que sea cierto o no que tenemos libertad de escoger, es una cuestión diferente; para definir un acto de volición es suficiente que al menos creamos que tenemos la posibilidad de escoger. Por lo tanto, para esta definición es cosa impertinente saber de dónde provengan las voliciones, y no nos preguntamos, en este momento, si nos hallamos condicionados en nuestras voliciones por el medio en que nos desarrollamos, o si éstas surgen debido a determinados apremios fundamentales, como la necesidad sexual o el instinto de conservación. Aceptemos simplemente el hecho psicológico de que tomamos decisiones volitivas que rigen nuestra conducta.
Sólo en caso de que la decisión volitiva se refiera a acciones que deban realizar otras personas asume la forma de imperativo. Algunas veces el imperativo es expresado con la amenaza de coacción por medio de la fuerza; por ejemplo, el poder de las autoridades gubernamentales, o de la autoridad del funcionario; entonces se le llama mandato. Otros imperativos son deseos, que también se expresan en el modo imperativo. Así, decimos; "Por favor, dame un cigarrillo." Si se nos da una orden o se nos pide algo, en otras palabras, si nos encontramos en el lado receptivo del imperativo, podemos responder positiva o negativamente. Una respuesta positiva consiste en un acto de volición de nuestra parte en el sentido de obedecer el imperativo y puede incluso contener una disposición para dirigir imperativos correspondientes a otras personas. Una respuesta negativa consiste en un acto de volición que se opone a obedecer el imperativo. La alternativa se expresa por las palabras "bien" y "mal". De este modo, si se me dice "usted debe ir a ver a Pablo", yo puedo contestar "bien", y empezar a prepararme para ir a visitar a Pablo. La respuesta positiva a un acto de volición expresado por medio de un imperativo consiste, pues, en un acto secundario de volición de una clase semejante originado en el receptor. Si la respuesta es negativa, el acto de volición secundario se opone al primero. El hábito lingüístico no siempre marca esta clara división entre las posibilidades sí-no y bien-mal, ya que las emplea de modo intercambiable. Empero, puede parecer justificable considerar la distinción explicada como una interpretación adecuada de los términos.
En tanto que para las directrices para otras personas tenemos la forma gramatical del imperativo, no tenemos una forma lingüística así para la directriz que nos dirigimos a nosotros mismos. Por esta razón expresamos estas directrices en la forma de una oración indicativa, que informa del establecimiento de la directriz, como en la oración "iré al teatro". Algunas veces nos dirigimos a nosotros mismos como si habláramos a una persona diferente, usando el modo imperativo; así nos decimos: "Amigo, escribe esa carta." Por medio de este método de tinte esquizoide podemos transferimos la notación que se aplica al lado receptivo del imperativo, y hablar de actos secundarios de volición originados en nosotros mismos por un imperativo que nos autodamos. Estas consideraciones aclararán la diferencia entre oraciones cognitivas y directrices. Si se me da una oración cognitiva, o enunciado, y estoy de acuerdo con ella, digo "sí", indicando que considero el enunciado como verdadero. Por ejemplo, si se me dice que hay una gran distancia de aquí a China, yo digo "sí", indicando que yo también considero que hay una gran distancia de aquí a China. Pero si se me dice que la tacañería es mala, yo expreso mi conformidad diciendo "está bien". Lo que se me dice es una directriz y, por lo tanto, una expresión de voluntad o de deseo, esto es, se me dice: "Yo quisiera que la tacañería no existiese." Mi respuesta es una directriz correspondiente; significa que yo también quisiera que la tacañería no existiese. La respuesta positiva a una directriz no es una afirmación de tipo cognitivo; es un acto secundario de volición, expresado mediante una expresión indicativa de que quien escucha comparte el deseo o la voluntad del que habla.
Las consideraciones expuestas hasta aquí se refieren a directrices de todas clases. Estudiemos ahora las directrices que se llaman morales o imperativos morales.
Un rasgo característico de la directriz moral es que la consideramos como un imperativo y nos sentimos en el lado receptivo. De este modo consideramos nuestro acto de volición como secundario, como una respuesta a un imperativo expresado por una autoridad superior. Qué es lo que sea la autoridad superior es algo que no siempre se conoce con claridad. Algunos pretenden que es Dios; otros, que es la conciencia, o el "demonio" pro-pio, o la ley moral dentro de sí mismo. Desde luego, éstas son evidentemente interpretaciones en lenguaje de imágenes. Psicológicamente hablando, el imperativo moral se caracteriza como un acto de volición acompañado por un sentimiento de obligación, que consideramos aplicable a nosotros, así como a otras personas. De esta suerte consideramos como obligación nuestra, y de todo el mundo, auxiliar al necesitado cuando sea posible. Los objetivos volitivos diferentes de los morales no van acompañados de un sentimiento de obligación. Si un hombre quiere hacerse ingeniero, generalmente no se sentirá obligado a decidir por este objetivo, ni deseará que todos los demás tengan el mismo objetivo que él. Es el sentimiento de obligación general el que distingue a los imperativos morales de los demás.
¿Cómo podemos explicar el hecho de que las voliciones morales nos parezcan voliciones secundarias, expresión de una obligación? Creo que la explicación está en que estas voliciones nos son impuestas por el grupo social al que pertenecemos; en otras palabras, que son en un principio voliciones de grupo. Este origen explica su dignidad suprapersonal y el sentimiento de subordinación con que tomamos la decisión moral. Psicológicamente, este origen es comprensible. Las reglas del no robar, no matar, etcétera, fueron reglas cuya imposición era necesaria para la preservación del grupo. A medida que las generaciones se sucedieron, los individuos se ajustaban a estas reglas; y en nuestra propia educación fuimos sometidos a un proceso de ajustamiento de la misma clase. No debe extrañamos, por lo tanto, que nos sintamos en el lado receptivo de los imperativos morales; en realidad lo estamos. Si el sentimiento de deber se considera como característico de los objetivos morales, semejante concepción refleja el hecho de que los objetivos morales nos fueran inculcados forzosamente, ya fuera por la autoridad del padre o del maestro o por la presión del grupo en que vivimos.
Si la ética es social en su origen, ¿cómo es posible que haya éticas antisociales?
Una ética que consideramos antisocial puede, sin embargo, seguir siendo una ética de grupo. Así, los criminales tienen su ética propia; dentro de su misma clase no roban ni matan, pero oponen su clase a la clase, más nutrida, de lo que llamamos sociedad civilizada, y hacen caso omiso de todas las obligaciones morales con respecto a esta clase mayor. Los estudiantes de una clase en una escuela secundaria pueden considerar su clase como un grupo contrario al maestro y reputarán como su derecho moral engañarlo y hostilizarlo. Inversamente, hay profesores que son altamente estimados por los estudiantes y a quienes éstos rara vez engañan; estos maestros han logrado hacer que los estudiantes los incorporen a su grupo. La clase trabajadora tiene una ética propia; también la tiene la clase de los grandes capitalistas, o la aristocracia de los países que no han eliminado aún los residuos del feudalismo. Aun la ética de los nazis era una ética de grupo, ajustada a las necesidades de la llamada raza superior. La ética completamente individualista del superhombre de Nietzsche o del príncipe de Maquiavelo es un caso extremo en el que todos los derechos morales se hallan reservados a un hombre. Estos sistemas éticos nunca se han realizado, excepto en el papel. Representan una extraña mezcla en que la autoridad psicológicamente derivada de la voluntad de un grupo es trasmitida a un hombre, a quien se considera como el único individuo cuya voluntad debe respetarse.
La ética de nuestra vida social y política es un agregado de éticas de grupo de varios estratos. Las naciones han crecido por la fusión de Estados y por la unión de grupos sociales; han guardado las reglas éticas de tiempos anteriores, especialmente por medio de códigos, que perpetúan los sistemas morales de los romanos, del feudalismo y de la Iglesia. A ello se debe que el resultado no constituya un sistema consecuente. El ciudadano obediente que trata de cumplir con todas las leyes morales de una sociedad de proporciones nacionales se enfrenta pronto a conflictos éticos. ¿ Debe auxiliar al necesitado o tratar de arrebatarle lo que tiene, empleando el método de los buenos negocios? ¿Debe trabajar por el bienestar de la nación contribuyendo a la abolición de las huelgas o apoyando al trabajador en su lucha por mejores condiciones económicas? ¿Debe defender la libertad de expresión o apoyar al gobierno de ese estado que no tolera la enseñanza de la teoría de la evolución de Darwin en sus universidades? ¿Debe honrar las enseñanzas de la Biblia o exigir que los descendientes del pueblo que la escribió sean expulsados de los cargos públicos? ¿Debe abogar por derechos iguales para todas las razas o apoyar reglamentos que estipulan la segregación de los pasajeros de un tren o un autobús por tener una piel abundantemente pigmentada? No es cosa fácil abrirse paso en la confusión de leyes morales de la sociedad presente.
¿Dónde se encuentra, pues, la ética que responde a todas nuestras exigencias? ¿Puede la filosofía proporcionarnos el sistema necesario?
No puede. Ésa es la respuesta que debemos dar con toda franqueza. Las tentativas de los filósofos por construir una ética como un sistema de conocimiento han fracasado. Los sistemas morales construidos de esa manera no eran sino reproducciones de la ética de ciertos grupos sociológicos: de la sociedad burguesa griega, de la Iglesia católica, de la clase media de la era preindustrial, de la edad de la industria y del proletariado. Sabemos por qué estos sistemas tenían que fracasar: porque el conocimiento no puede dar directrices. El que busque leyes éticas no debe imitar el método de la ciencia. La ciencia nos dice lo que es, pero no lo que debe ser.
(...)
Todo el mundo tiene derecho a erigir sus propios imperativos morales y a pedir que los demás obedezcan estos imperativos.
Este principio democrático suministra la formulación precisa de mi llamado a todo el mundo a confiar en sus propias voliciones, que usted consideró que contradecía mi pretensión de que todo el mundo pueda erigir imperativos para otras personas. Permítaseme demostrar que el principio no se contradice. Supongamos, por ejemplo, que erijo el imperativo de que si hay más de un cuarto para cada persona en una casa, los cuartos excedentes se abran a personas que no los tengan. Usted erige el imperativo de que no debe obligarse a nadie a abrir su casa a otras personas. Usted tiene un cuarto excedente en su casa y yo pido que sea dado a una víctima de la escasez de viviendas; si puedo imponer mi demanda por la autoridad del gobierno -digamos, haciendo que mi demanda se convierta en ley-, haré incluso eso. Sin embargo, le dejo a usted el derecho de exigir que esa ley sea abrogada. Por lo tanto, la diferencia entre el derecho de actuar y el derecho de exigir una acción determinada evita que mi principio sea una contradicción. Yo exijo que usted obre de un cierto modo, pero no exijo que usted renuncie a su exigencia en sentido contrario. Eso es buena democracia; y a decir verdad, corresponde al procedimiento efectivo en que las diferencias de volición se contraponen en la democracia.
Yo no derivo mi principio de la razón pura. No lo presento como el resultado de una filosofía. Simplemente formulo un principio que reside en la base de toda la vida política de los países democráticos, sabiendo que adoptándolo me revelo como un producto de mi tiempo. Pero he encontrado que este principio me ofrece la oportunidad de extender y, en gran medida, de seguir mis voliciones; por lo tanto, hago de él mi imperativo moral. No pretendo que se aplique a todas las formas de sociedad; si yo, producto de una sociedad democrática, me encontrara colocado en una sociedad diferente, estaría acaso dispuesto a modificar mi principio. Pero examinemos este principio, que parece ser el más adecuado para nuestra sociedad.
El principio no es una doctrina lógica que responda a todas las preguntas sobre lo que debemos hacer. Es simplemente una invitación para tomar parte activa en la lucha de opiniones. Las diferencias volitivas no pueden ser resueltas acudiendo a un sistema de ética construido por algún hombre culto; pueden ser resueltas sólo por el choque de opiniones, por la fricción entre el individuo y su medio ambiente, por la controversia y la presión de la situación. Las valoraciones morales se forman en la realización de actividades; obramos, reflexionamos sobre lo que hemos hecho, hablamos a otros sobre ello, y obramos nuevamente, de la forma que consideramos mejor. Nuestros actos son pruebas para encontrar lo que queremos; aprendemos por medio del error, y a menudo sólo después de que hemos realizado una acción sabemos que queríamos hacerla o que no queríamos. Los objetivos volitivos generalmente no nos llegan con la claridad de una visión, con mayor frecuencia no son sino el fondo subconsciente o semiconsciente de nuestras actitudes; y los que parecen nítidos y brillantes, como estrellas que guían nuestro camino, con frecuencia pierden todo su atractivo una vez que los hemos alcanzado.
Quien desee estudiar ética, por lo tanto, no debe acudir al filosofo, sino al terreno donde los problemas morales entran en pugna. Debe vivir en la comunidad de un grupo donde la vida se anima con voliciones contrarias ya sea en el grupo de un partido político, o de un sindicato, o de una organización profesional, o de un club deportivo, o de un grupo en una sala de clases ordinaria. Allí experimentará lo que quiere decir enfrentar sus voliciones a las de otras personas y lo que quiere decir ajustarse a la voluntad de grupo. Si la ética es la persecución de voliciones, es también el condicionamiento de voliciones por un medio ambiente de grupo. El exponente del individualismo peca de miopía cuando desdeña la satisfacción volitiva que se acentúa al pertenecer a un grupo. Que consideremos al ajustamiento de las voliciones en la vida de grupo como un proceso útil o peligroso, depende de que estemos con o contra el grupo; pero debemos admitir que esta influencia del grupo existe.
¿Cómo es posible entonces que las voliciones sean modificadas y armonizadas en un grupo? ¿Cuál es el proceso que condiciona las voliciones?
No puede haber ninguna duda de que este proceso, en gran medida, es el aprendizaje de relaciones cognitivas He dicho antes que las implicaciones entre los imperativos son susceptibles de prueba lógica. El papel que estas implicaciones desempeñan es mucho más importante del que generalmente se supone. A menudo nos equivocamos acerca de las relaciones entre nuestros objetivos. Si algunos objetivos fundamentales son los mismos, buen número de problemas morales se transforman en problemas lógicos. Por ejemplo, el problema sobre la propiedad privada como algo sagrado ya no es un problema moral, una vez que hemos aceptado el objetivo de que debe garantizarse un mínimo de condiciones adecuadas de vida a todos los ciudadanos. Entonces es cuestión que corresponde al análisis sociológico ver si este objetivo se alcanza mejor por la iniciativa privada o por la posesión estatal de los medios de la producción. Las dificultades en este caso surgen del estado imperfecto de la ciencia de la sociología, que no puede dar respuestas sin ambigüedad, comparables a las respuestas que da la física.
Entre los partidarios de la democracia, la mayor parte de los problemas políticos se reducen a controversias cognitivas. Tenemos la esperanza, por lo tanto, de que estos problemas se resuelvan por discusión pública y experimentos pacíficos, y no acudiendo a la guerra.
La mayor parte de las decisiones volitivas con que nos enfrentamos son decisiones vinculadas o dependientes, esto es, decisiones sometidas a objetivos más fundamentales que nos proponemos. Por esta razón la aclaración cognitiva es tan importante para los problemas morales. Además de las cuestiones políticas, podemos mencionar los problemas sobre educación, salud, vida sexual, derecho civil, código penal y castigo de los criminales. Así, la cuestión acerca de si un reo sentenciado debe ser internado en una penitenciaría no es un problema moral, sino un problema psicológico para quienes convienen en que es de jurisdicción del Estado tratar de favorecer la formación de tantos ciudadanos socialmente adaptados como sea posible. Que quienes salen de las penitenciarías se hallan generalmente condicionados en sentido contrario a este objetivo es demostrado por un buen número de experiencias.
Es un hecho psicológico, sin embargo, que aun cuando se logra una aclaración cognoscitiva es difícil cambiar actitudes volitivas. Podemos saber que si queremos alcanzar cierto objetivo fundamental debemos aceptar también otra decisión y, sin embargo, podemos vacilar en hacerlo. Así, por ejemplo, podemos estar convencidos de que no debe castigarse a un criminal, sino que debe colocársele en un ambiente que le brinde posibilidades de readaptación. Sin embargo, nos puede costar trabajo vencer el impulso de castigo, el deseo de venganza, que ha dictado tantas de nuestras leyes para los criminales. Igualmente, la ética de las relaciones sexuales se halla cargada de tantos tabúes que resulta una empresa difícil vencer los prejuicios habituales aun cuando las consideraciones psicológicas nos hayan demostrado que debemos cambiar algunas de nuestras valoraciones tradicionales si queremos ser más felices y más sanos. En todos estos casos, el resultado cognitivo tiene que ser apoyado por un reajuste de nuestras actitudes volitivas. Es en este aspecto donde la educación de grupo juega un papel indispensable. Sólo viviendo en un medio ambiente en el que se realicen nuevas valoraciones aprendemos a aceptarlas; adquirimos la fuerza necesaria para querer lo que la derivación lógica ha demostrado ser una consecuencia de nuestros objetivos fundamentales. La psicología de las actitudes volitivas no se establece por argumentos lógicos; la lógica en combinación con la influencia de grupo es lo que nos ayuda a organizar nuestro mecanismo volitivo.
¿Pueden todos los problemas morales resolverse por una reducción a objetivos comunes fundamentales? El hecho de que todos seamos seres humanos nos hace suponerlo, ya que parece plausible que las semejanzas fisiológicas entre los hombres abarquen una semejanza de objetivos volitivos. Otros hechos niegan esto, ya que ciertos grupos, tales como la nobleza en los Estados feudales, o los burgueses en el Estado capitalista, o los miembros del partido en el poder en un Estado totalitario unipartidista, gozan de prerrogativas definidas porque se mantienen los privilegios de su clase.
Yo creo que la respuesta a la cuestión no es tan importante. Hemos visto que el conocimiento de una implicación entre objetivos no cambia eo ipso las actitudes volitivas; es decir, que si este conocimiento debe conducir a una revisión de las decisiones, debe ir acompañado de un condicionamiento de voliciones. Si este condicionamiento es necesario y posible, no importa tanto que toque a decisiones fundamentales o dependientes. Aun las voliciones fundamentales son susceptibles de influencia de grupo, y pueden cambiar bajo el poder sugestivo de un medio que ejemplifique otras voliciones y sus consecuencias.
Este ajustamiento a las necesidades del grupo es a menudo estorbado por la obediencia a una ética absoluta. Si se ha inculcado a una persona la teoría de que las leyes morales son verdades absolutas, se hallará sumamente inhibida para abandonar esas reglas y puede permanecer inmune al condicionamiento por el grupo. Inversamente, si una persona sabe que las leyes morales son de naturaleza volitiva, estará dispuesta a cambiar sus miras hasta cierto punto si se da cuenta de que de otro modo no podrá entenderse con otras personas. La adaptación de los objetivos propios a los de otras personas constituye la esencia de la educación social. El egoísmo ingenuo encuentra resistencia si se enfrenta al egoísmo de otras personas, y el egoísta descubre pronto que las cosas marchan mejor si coopera con el grupo. El dar y recibir de la cooperación social brinda una satisfacción mucho más profunda que la resistencia obstinada a abandonar los propios objetivos. Por lo tanto, la persona educada en un enfoque empirista de la ética se halla mejor preparada que el absolutista para convertirse en un miembro adaptado de la sociedad.
Esto no quiere decir que el empirista sea un hombre que se comprometa fácilmente. Por mucho que esté dispuesto a aprender del grupo, también se halla preparado para encaminar al grupo en la dirección de sus propias voliciones. Sabe que el progreso social se realiza con frecuencia gracias a la persistencia de individuos más fuertes que el grupo; por lo tanto, tratará una y otra vez de modificarlo tanto como pueda. La interacción entre el grupo y el individuo produce efectos en ambos.
En consecuencia, la orientación ética de la sociedad humana es producto del ajustamiento recíproco. El reconocimiento de las relaciones entre diferentes fines desempeña sólo un papel limitado en este proceso. El papel principal lo tienen las influencias psicológicas no cognitivas que emanan de unos individuos a otros, de los individuos al grupo y del grupo a los individuos. La fricción entre voliciones es la fuerza propulsora de todo desenvolvimiento etico. Por lo tanto, puede aceptarse que el poder desempeña un papel de gran importancia en el cambio de las valoraciones morales, si se mide este poder por el grado en que permita afirmar las propias voliciones contra las de otras personas. Este más amplio sentido de la palabra no se limita al poder de las armas. Otras formas de poder pueden ser tanto o más eficientes: el poder de la organización social, el poder de una clase social que ha descubierto sus intereses comunes, el poder de los grupos cooperativos, el poder de la palabra escrita y hablada, el poder del individuo que sirve de modelo a un grupo por medio de una conducta notable. Sí; es el poder lo que rige las relaciones sociales.
No debemos cometer la falacia de creer que la lucha por el poder se halla regida por una autoridad sobrehumana que lo lleva a fin de cuentas a un buen fin- ni debemos tampoco cometer la falacia complementaria de creer que el bien debe definirse como lo más poderoso. Hemos visto demasiadas victorias de lo que consideramos como inmoralidad, demasiados triunfos de la mediocridad y del egoísmo de clase. Tratamos de llegar a nuestros propios objetivos volitivos no con el fanatismo del profeta de una verdad absoluta, sino con la firmeza del hombre que confía en su propia voluntad. No sabemos si habremos de alcanzarlos. Como el problema de la predicción del futuro, el problema de la acción moral no puede resolverse con la construcción de reglas que garanticen el éxito. Tales reglas no existen.
Ni hay tampoco reglas por medio de las cuales podamos descubrir una finalidad, o un sentido o significado del universo. Hay alguna esperanza de que la historia de la humanidad seguirá un curso progresivo que lleve a una sociedad humana mejor ajustada, aun cuando existen poderosas tendencias en sentido contrario. Creer que el universo físico es progresivo en el sentido humano, es absurdo. El universo obedece a leyes físicas, no a imperativos morales. Hemos podido en cierta medida emplear las leyes de la física en nuestro beneficio. Que algún día podamos controlar partes más amplias del universo, no es imposible, aun cuando no muy probable. Lo más probable es que finalmente la raza humana muera con el planeta en el cual se inició su vida.
Siempre que llegue un filósofo y nos diga que ha encontrado la verdad última, no le creamos. Si nos dice que conoce el último bien, o que tiene la prueba de que lo bueno debe convertirse en realidad, tampoco debemos creerle. El hombre no hace más que repetir los errores que sus predecesores han cometido por dos mil años. Es hora de poner fin a esta clase de filosofía. Pidamos al filósofo que tenga la modestia del científico; a ver si así puede lograr lo que éste. Pero no le preguntemos qué es lo que debemos hacer. Abramos los oídos a nuestra propia voluntad, y tratemos de unir nuestra voluntad a la de los demás. El mundo no tiene más finalidad ni significado que los que nosotros le demos.
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Quisiera resumir los resultados filosóficos surgidos del análisis de la ciencia y compararlos con las concepciones elaboradas por la filosofía de la especulación.
La filosofía especulativa intentaba encontrar un conocimiento de generalidades, de los principios más generales que rigen el universo. Llegó así a la construcción de sistemas filosóficos que incluían capítulos que debemos considerar hoy como ingenuos esfuerzos para llegar a una física completa, una física en la que se consideraba que la explicación científica puede hacerse por simples analogías con las experiencias de la vida diaria. Trataba de interpretar el método del conocimiento por un uso semejante de analogías; los problemas de la teoría del conocimiento se explicaban en términos de un lenguaje de imágenes; más que por análisis lógico. La filosofía científica, por el contrario, deja la explicación del universo enteramente al científico; construye la teoría del conocimiento por el análisis de los resultados de la ciencia y está convencida del hecho de que ni la física del universo ni la del átomo pueden entenderse por medio de conceptos derivados de la vida diaria.
La filosofía especulativa quería certeza absoluta. Si era imposible predecir acontecimientos individuales, al menos se consideraba que podían conocerse las leyes generales que rigen todos los acontecimientos; estas leyes podían derivarse mediante el poder de la razón. La razón, legisladora del universo, revelaba a la mente humana la naturaleza íntima de todas las cosas. Esta tesis se encontraba en la base de todas las diversas formas de sistemas especulativos. Por otra parte, la filosofía científica se rehusa a aceptar cualquier clase de conocimiento del mundo físico como absolutamente seguro. Los principios de la lógica y de las matemáticas representan el único terreno en que puede alcanzarse la certeza; pero estos principios son analíticos y vacíos. La certeza y la vaciedad son inseparables: la síntesis a priori no existe.
La filosofía especulativa se empeñaba en establecer directrices morales del mismo modo que construía el conocimiento absoluto. La razón se consideraba la legisladora moral y cognitiva; las normas éticas habrían de descubrirse por un acto de visión, semejante a la visión que revelaba las leyes últimas del cosmos. La filosofía científica ha abandonado completamente el plan de proponer leyes morales. Considera los objetivos morales como productos de actos de la volición, no de cognición; sólo las relaciones entre objetivos, o entre objetivos y medios, son accesibles a la cognición. Las reglas éticas fundamentales no pueden justificarse por el conocimiento, y se aceptan simplemente porque los seres humanos las quieren, y quieren que otras personas sigan las mismas reglas. La volición no es derivable de la cognición. La voluntad humana es su propia progenitora y su propio juez.
Éste es el resultado de una comparación de la vieja y la nueva filosofía. El filósofo moderno renuncia a mucho; pero también gana mucho. Hay una gran diferencia entre la ciencia construida sobre la base de experimentos y la ciencia derivada sólo de la razón. ¡Las predicciones del científico, a pesar de su incertidumbre, son mucho más seguras que las del filósofo que pretendía que podía penetrar con visión inmediata las leyes últimas del universo! Una ética no atada por leyes supuestamente dictadas por una autoridad superior, es preferible cuando surgen nuevas condiciones sociales, que los viejos sistemas éticos no pudieron prever.
Y a pesar de todo, todavía hay filósofos que se niegan a aceptar la filosofía científica como una filosofía, que quieren incorporar sus resultados a un capítulo introductorio de la ciencia y que pretenden que existe una filosofía independiente, que no tiene nada que ver con la investigación científica y que puede alcanzar directamente la verdad. Estas pretensiones, creo yo, revelan una falta de sentido crítico. Los que no ven los errores de la filosofía tradicional no quieren renunciar a sus métodos o resultados y prefieren seguir un camino que la filosofía científica ha abandonado. Reservan el nombre de filosofía para sus falaces empeños en busca de un conocimiento supercientífico y se rehusan a aceptar como filosófico un método de análisis construido sobre el modelo de la investigación científica.
Lo que se necesita para llegar a una filosofía científica es una reorientación de los deseos filosóficos. A menos que los objetivos de la filosofía especulativa se consideren inalcanzables, no pueden comprenderse los logros de la filosofía científica. El lenguaje de imágenes es la forma natural de expresión del poeta; pero el filósofo debe renunciar al uso de imágenes sugestivas para sus explicaciones si quiere entender la filosofía científica. El deseo de certidumbre absoluta puede parecemos un objetivo admirable, pero el filósofo científico debe evitar la falacia de considerar hábitos condicionados como postulados de la razón y debe aprender que el conocimiento probable es una base bastante sólida para responder a todas las preguntas que puedan hacerse razonablemente. El deseo de establecer directrices morales por un acto de cognición moral es comprensible; pero el filósofo científico debe renunciar a la búsqueda de una guía moral, que llevó a otros a concebir la moralidad como una forma de conocimiento adquirida por penetración en un mundo superior. La verdad viene de fuera: la observación de los objetos físicos nos dice qué es lo verdadero. Pero la ética viene de dentro: expresa un "yo quiero", no un "hay". Es ésta la reorientación de los deseos filosóficos que necesita el filósofo científico. Los que puedan controlar sus deseos descubrirán que ganan mucho más de lo que pierden.
La ganancia, por cierto, es impresionante si se la compara con los resultados de los sistemas filosóficos tradicionales. Permítaseme subrayar nuevamente que no deseo negar los méritos históricos de estos sistemas. Hay un largo camino entre la primera vislumbre de un problema y su clara formulación, y un largo camino también entre ésta y la solución. Muchas de las soluciones actuales tienen su origen en las analogías y en el lenguaje de imágenes de algún antiguo filósofo. Pero nada es tan peligroso, para la comprensión crítica de la filosofía, como considerar esas imágenes y analogías como anticipaciones proféticas de descubrimientos modernos. La primera visión de un problema surge con frecuencia de un ingenuo asombrarse, más que del discernimiento de sus implicaciones de largo alcance. El trabajo y el ingenio invertidos en el desarrollo que llevó a la solución moderna pueden ser tan grandes, e incluso mucho más grandes, que la contribución de los que iniciaron este desarrollo. El respeto que se debe a los antiguos no debe cerramos los ojos a los productos de nuestro tiempo. Se requieren independencia de juicio y agudeza crítica para descubrir los pocos problemas genuinos entre los muchos conceptos vagos y el verbalismo dogmático, legado de la filosofía tradicional. Sólo una cabal comprensión del método científico moderno puede conceder a un filósofo los medios necesarios para resolver esos problemas.
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