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Moltmann
XII.J._ Del libro "Teología de la Esperanza", de Jürgen Moltmann
El descubrimiento de la importancia central que la escatología tiene para el mensaje y la existencia de Jesús, y también para el cristianismo primitivo, descubrimiento que se inició a finales del siglo XIX gracias a la obra de Johannes Weiss y de Albert Schweitzer, es, sin duda, uno de los acontecimientos más significativos que han tenido lugar dentro de la moderna teología protestante.
Produjo una sacudida y fue como un terremoto, no sólo en los fundamentos de la ciencia teológica, sino también en los fundamentos de la Iglesia, de la piedad y de la fe en el marco de la cultura protestante del siglo XIX. Mucho antes de que las guerras mundiales y las revoluciones suscitasen en occidente la conciencia de crisis, teólogos como Ernst Troeltsch tenían la impresión de que "todo se tambalea". El conocimiento del carácter escatológico del cristianismo primitivo hizo aparecer como una mentira la obvia y natural síntesis armónica de cristianismo y cultura (Franz Overbeck). En este mundo, impregnado de seguridades religiosas y de evidencias en el pensar y en el querer, Cristo aparecía como un extraño que traía un mensaje apocalíptico ajeno a ese mundo. A la vez nació el sentimiento de la extrañeza y de la perdición crítica de este mundo. "La marea sube - los diques se rompen", decía Martin Kähler. Tanto más sorprendente resulta el que lo "nuevo" que había en el descubrimiento de la dimensión escatológica que había en el mensaje cristiano, se concibiera sólo como "crisis" del cristianismo tradicional, establecido y vigente, como una crisis que había que estudiar, dominar y superar. Ninguno de los descubridores tomó verdaderamente en serio su descubrimiento. La llamada "escatología consecuente" nunca lo fue en realidad, y por ello ha tenido hasta hoy una vida fantasmal.
Ya los conceptos con los que se intentaba aprehender lo peculiar del mensaje escatológico de Jesús revelan una inconmensurabilidad típica y casi imposible de salvar. En su innovador libro de 1892 "La predicación de Jesús sobre el reino de Dios", Johannes Weiss expresó sus ideas con las siguientes palabras: "Tal como lo concibe Jesús, el reino de Dios (es) una entidad sencillamente sobreterrenal, que se contrapone a este mundo de una forma excluyente... La utilización ético-religiosa de esta concepción en la teología moderna, que la ha despojado completamente de su primitivo sentido escatológico-apocalíptico, (es) injustificada. Sólo en apariencia se procede al modo de la Biblia, pues se utiliza la expresión en un sentido diferente de aquél en que la utilizaba Jesús."
Este párrafo constituye una aguda antítesis respecto a la imagen que de Jesús tenía su suegro Albrecht Ritschl. ¿Pero lo "sobrenatural" es ya lo "escatológico"? Aquí Jesús no aparece ya como el maestro de moral del sermón de la montaña, sino que, con su mensaje escatológico, se convierte en un visionario apocalíptico. "No tiene nada en común con este mundo, se encuentra ya con un pie en el mundo futuro". Y así, Johannes Weiss retornó pronto de su asalto a la tierra de nadie de la escatología y volvió a la imagen liberal de Jesús.
Lo mismo le ocurrió a Albert Schweitzer. La grandeza de su obra consistió en que tomó en serio la heterogeneidad de Jesús y de su mensaje con respecto a todas las imágenes de Jesús propias del liberalismo del siglo XIX. "Con la escatología resulta imposible introducir ideas modernas en Jesús y recibirlas luego en feudo de él, a través de la teología del Nuevo Testamento, tal como lo hacía todavía, con toda naturalidad, Ritschl.
Pero lo terrible de la obra de Schweitzer es que, por otro lado, le faltaba todo sentido, tanto teológico como filosófico, para la escatología. Las consecuencias que sacó de su descubrimiento del carácter apocalíptico de Jesús tendían a superar y a aniquilar definitivamente el escatologismo, considerado como algo ilusorio. La filosofía de la vida y de la cultura está guiada por el intento de superar aquella molesta impresión que Schweitzer describía así en la primera edición de su "Historia de la investigación de la vida de Jesús": "Calma en torno. De repente aparece el Bautista y grita: haced penitencia. El reino de Dios está cerca. Poco después Jesús, que sabe que es el Hijo del Hombre que ha de venir, toca los radios de la rueda del mundo, para que ésta se ponga en movimiento, dé la última vuelta y ponga fin a la historia natural del mundo. Como no se mueve, Jesús se cuelga de ella. Ésta gira y le destroza. En lugar de traer la escatología, Jesús la aniquiló. La rueda del mundo sigue girando, y los pedazos del cadáver del único hombre inmensamente grande, que fue lo bastante poderoso para creerse el dominador espiritual de la humanidad y para violentar la historia, continúan colgados allí. Esta es su victoria y su dominación."
La "rueda de la historia", la figura simbólica del eterno retorno de lo mismo, sustituye a la orientación escatológica rectilínea en la historia. La experiencia de los mil años de parusía no llegada hace hoy imposible la escatología.
Después de la primera guerra mundial los fundadores de la "teología dialéctica" situaron en el centro de su labor, no sólo exegética sino también dogmática, a la escatología, que había quedado reprimida idealísticamente del modo antes dicho y condenada a la ineficacia. Programáticamente lo expresa Karl Barth en la segunda edición de su obra "La carta a los romanos" (1922): "El cristianismo que no sea totalmente, íntegramente, escatología, no tiene nada en absoluto que ver con Cristo."
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Ocurre, sin embargo, que estas formas de pensar, en las cuales el lenguaje propio de la escatología se halla todavía hoy encubierto, son en su totalidad las formas de pensar del espíritu griego, que en el "logos" experimenta la epífanía del presente eterno del ser, encontrando ahí la verdad. Incluso cuando la edad moderna piensa al modo kantiano, en el fondo es ese concepto de verdad el que se propugna. Pero el lenguaje propio de la escatología cristiana no es el "logos" griego, sino la "promesa", tal como la han forjado el lenguaje, la esperanza y las experiencias de Israel. Israel encontró la verdad de Dios no en el "logos" de la epifanía del presente eterno, sino en la palabra de la promesa, palabra que fundamenta una esperanza.
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Estas diferencias entre el pensamiento griego y el cristiano-israelita, entre "logos" y promesa, entre epifanía y apocalipsis de la verdad, han sido puestas de manifiesto hoy en muchos terrenos y con diversos métodos. Sin embargo, tiene razón Georg Picht cuando dice: "La epifanía del presente eterno del ser continúa desfigurando todavía la revelación escatológica de Dios.
Para llegar a una comprensión efectiva del mensaje escatológico se necesita, pues, alcanzar una comparación y una apertura para lo que significa "promesa" en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, y para comprender cómo, en un sentido más amplio, experimentan a Dios, a la verdad, a la historia y al ser humano un hablar, un pensar y un esperar que vienen definidos por la promesa. Se necesita además prestar atención a la constantes polémicas que la fe de Israel fundada en la promesa mantuvo en todos los campos de la vida con las religiones de epifanía del mundo que le rodeaba, polémica en las cuales se puso de manifiesto su propia verdad. Estas polémicas impregnan también el Nuevo Testamento, sobre todo allí donde el cristianismo tropezó con el espíritu griego. Tales polémicas están encomendadas también a la cristiandad de hoy, y no sólo en la exposición que la teología hace de sí misma en la edad moderna, sino igualmente en la reflexión sobre el mundo y en la experiencia de la historia.
La escatología cristiana, expresada con el lenguaje de la promesa, será entonces una llave esencial para liberar la verdad cristiana. Pues siempre ha sido la pérdida de la escatología -- no sólo como apéndice de la dogmática, sino como el centro del pensamiento teológico en general -- la condición de posibilidad de que la cristiandad se acomodase al mundo que la rodeaba y, con ello, de que la fe se abandonase a sí misma. De igual manera que, en el pensamiento teológico, la inserción del cristianismo en el espíritu griego oscureció el saber cuál era el Dios de quien se hablaba propiamente, así el cristianismo recogió, en su figura social, la herencia de la religión estatal antigua. Se instaló como "corona de la sociedad", y como su "centro salvador", perdiendo su energía inquietadora y crítica de esperanza escatológica. En lugar del éxodo de los campamentos seguros y de la ciudad permanente, de que habla la carta a los hebreos, apareció el introito solemne en la sociedad, con el que se glorificaba religiosamente al mundo. Estas consecuencias deben tenerse también en cuenta, si se pretende liberar la esperanza escatológica de las formas de pensar y de los modos de comportamiento de las síntesis tradicionales del occidente.
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La moderna teología veterotestamentaria ha mostrado que las palabras y frases que en el Antiguo Testamento hablan del "revelar de Dios" se encuentran asociadas continuamente con enunciados que hablan de la "promesa de Dios". Dios se revela en el modo de la promesa y en la historia de la promesa. Desde aquí se le plantea a la teología sistemática la cuestión de si la idea de revelación de Dios que la guía no deberá estar dominada por la índole y la orientación de la promesa. Las investigaciones realizadas por la historia comparada de las religiones acerca de la peculiaridad especial de la fe israelita destacan hoy cada vez más la diferencia existente entre su "religión de promesa" y las religiones de epifanía de los dioses manifiestos, propios del mundo que rodeaba a Israel. Estas religiones de epifanía son todas "religiones de revelación" a su manera. Cada lugar del mundo puede convertirse en la epifanía de lo divino y en el simbólico transparente de la divinidad. La diferencia esencial se da aquí, por ello, no entre los llamados dioses naturales y un Dios de revelación, sino entre el Dios de la promesa y los dioses de epifanía. La diferencia no consiste, pues, en la afirmación de una "revelación" divina en general, sino en las diversas ideas y modos de hablar acerca del revelar y mostrarse de la divinidad.
El contexto en el que se habla de revelación tiene, desde luego, una importancia decisiva. Una cosa es preguntar: ¿dónde y cuándo lo divino, eterno, imperecedero y originario se epifaniza en lo humano, temporal y caduco?, y otra distinta es preguntar: ¿cuándo y dónde el Dios de la promesa revela su fidelidad y, en ella, se revela a sí mismo y revela su presente? En el primer caso se pregunta por el presente de lo eterno; en el segundo, por el futuro de lo prometido. Y si la promesa es decisiva para lo que se diga sobre el revelar de Dios, entonces toda concepción teológica de la revelación bíblica contiene implícitamente una concepción básica de escatología. Pero entonces la doctrina cristiana sobre la revelación de Dios no debe pertenecer explícitamente ni a la doctrina sobre Dios -- en cuanto respuesta a las pruebas de Dios o a la demostración de su indemostrabilidad --, ni tampoco a la antropología -- en cuanto respuesta a la pregunta del hombre por Dios, planteada ya con el carácter interrogativo de las existencias humanas --. La doctrina de la revelación debe ser concebida escatológicamente, es decir dentro del horizonte de promesa y de expectación del futuro de la verdad. La pregunta por la comprensión del mundo y del hombre a partir de Dios -- tal era el propósito de las pruebas de la existencia divina -- sólo puede obtener una respuesta cuando quede claro cuál es el Dios de quien se habla y cuál es el modo -- es decir cuáles son las intenciones y las tendencias -- como Dios se revela.
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El punto de arranque del escrito "Revelación como historia" (de W.Pannenberg, R.Rendtorff, U.Wilckens y T.Rendtorff; 1961) no está en la demostración de Dios basada en la existencia humana, o en la mostración de que el carácter de pregunta de esa existencia plantea la pregunta por Dios, sino en la demostración de Dios a base del cosmos, o en la mostración de la pregunta por Dios a base de mostrar la pregunta por la realidad en su conjunto. En lugar de la "teología del kerigma" y de la idea de una revelación inmediata de sí mismo por Dios en la palabra que nos interpela, aparece, por ello, el conocimiento de una "revelación indirecta de sí mismo por Dios en el espejo de su obrar histórico". "Los sucesos, en cuanto acciones de Dios, arrojan luz sobre éste, comunican indirectamente algo sobre Dios mismo."
Mas como cada acontecimiento particular, tomado como acción de Dios, ilumina sólo parcialmente la esencia de éste, la revelación --en el sentido de la plena revelación de sí mismo por Dios en su gloria-- sólo puede ser posible allí donde el todo de la historia es entendido como revelación. "La historia en cuanto totalidad es, por tanto, revelación de Dios. Como todavía no ha concluido, sólo desde el final resulta cognoscible como revelación."
Por ello, la plena revelación de sí mismo por Dios "no tiene lugar en el comienzo, sino al final de la historia reveladora". Los apocalípticos del judaísmo tardío previeron, en visiones extraordinarias, semejante final de la historia en la resurrección universal de los muertos. Por esto, el final de la historia ha acontecido ya anticipadamente en el "destino" (de resurrección) de Jesús de Nazaret. Pues con su resurrección ha ocurrido ya en él lo que todavía nos aguarda a todos los demás hombres. Si la resurrección de Jesús es la "realización anticipada", la anticipación, la "prolepsis" del final universal, entonces, consecuentemente, en el destino de Jesús Dios se ha revelado indirectamente como el Dios de todos los hombres.
Esta teología de la historia universal se presenta por lo pronto, evidentemente, como una ampliación y superación de la cosmoteología griega. Viene a sustituir al argumento cosmológico, el cual concluía, de la "realidad del cosmos", a la única "arjé" divina, y de esta manera mostraba un monoteísmo cosmológico, una teología basada en la historia, que, por el mismo procedimiento, concluía, de la unidad de la "realidad como historia", al Dios único de la historia.
El método gnoseológico sigue siendo el mismo, sólo que, en lugar del cosmos cerrado en sí mismo, que, en el eterno retornar de lo mismo, con su simetría y su armonía, se convierte en teofanía, aparece un cosmos abierto al futuro, dotado de una propensión teleológica. La "historia" se convierte de este modo en la síntesis de la "realidad en su totalidad". En lugar de la cúspide metafísica de la unidad del cosmos, aparece el punto escatológico de la historia en que ésta alcanza su unidad y conquista su meta. Así como desde aquella cúspide metafísica de unidad podía conocerse el cosmos como revelación indirecta de Dios, así ahora al final de la historia se puede conocer la historia como revelación indirecta de Dios. Como aquí se conserva el mismo método de obtener el conocimiento a base de concluir "hacia atrás" --"en el espejo de sus acciones históricas"--, ello hace que, por principio, ese conocimiento sólo resulte posible "post festum" y "a posteriori", volviendo la mirada hacia atrás, hacia los hechos consumados y hacia los vaticinios cumplidos en la historia.
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Así como es cierto que las apariciones pascuales de Jesús fueron experimentadas y anunciadas con las categorías apocalípticas de la expectación de la resurrección universal de los muertos y como comienzo del final de toda historia, también lo es que la resurrección de Jesús fue concebida no sólo como el primer caso de la resurrección de los muertos al final de los tiempos, sino como el origen de la vida de resurrección de todos los creyentes. No se dice sólo que Jesús fue el primero en la resurrección, y que los creyentes encontrarán su resurrección "como él", sino que se predica que él mismo es la resurrección y la vida, y que, en consecuencia, los creyentes encontrarán su futuro "en" él, y no sólo "como" él. Por ello los creyentes esperan su propio futuro al esperar el futuro de Jesús.
El horizonte apocalíptico de expectación no basta en modo alguno para entender la apocalíptica pos-pascual de la comunidad. En lugar de la autopreservación apocalíptica para el final, aparece el envío de la comunidad. Este envío sólo resulta inteligible si el mismo Cristo resucitado tiene todavía un futuro; un futuro universal para los pueblos. Sólo entonces puede tener un sentido histórico la vida de la comunidad enviada en apostolado a los pueblos. El horizonte apocalíptico, histórico-universal, de interpretación del todo de la realidad es secundario frente al horizonte de historia de la promesa y de historia de envío propio de esa modificación del mundo.
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El que la revelación de Dios, que es atestiguada en las escrituras bíblicas, sea entendida como una "epifanía del presente eterno", representa siempre, en última instancia, un influjo de la forma griega de pensar y de preguntar. Esta epifanía alude más bien al Dios de Parménides que al Dios del éxodo y de la resurrección. La revelación del Cristo resucitado no es una forma de esta epifanía del presente eterno, sino que obliga a entender la revelación como apocalipsis del prometido futuro de la verdad. En este futuro de la verdad, manifiesto en la promesa, el hombre experimenta la realidad como historia en sus posibilidades y en sus peligros, y en ese momento se le desmorona la idea fija de la realidad como imagen de la divinidad.
La teología cristiana habla de la "revelación" cuando conoce y predica, en virtud de las apariciones pascuales del resucitado, la identidad del resucitado con el crucificado. Jesús es percibido en las apariciones pascuales como aquél que realmente fue. Esto es lo que sirve de fundamento al recuerdo "científico-histórico" de la fe, que rememora la vida, la obra, las pretensiones y la pasión de Jesús de Nazaret. Pero los títulos aplicados a Cristo, con los cuales se expresa y se designa esta identidad de Jesús en cruz y en resurrección, se adelantan todos, a la vez, hacia el futuro del resucitado, futuro que aún no ha aparecido. Así pues, las apariciones pascuales y las revelaciones del resucitado son entendidas evidentemente como anticipo y promesa de su todavía futura gloria y de su todavía futuro dominio. En las apariciones pascuales Jesús es visto como el que realmente será. El "punctum saliens" de una comprensión cristiana de la revelación no se encuentra, por esto, ni en lo "que se dejó oir en el hombre Jesús" (Ebeling), ni tampoco en el "destino de Jesús" (Pannenberg), sino, uniendo ambas cosas, en la identidad de Jesús en la diferencia cualitativa de cruz y resurrección. Esta identidad en la contradicción infinita es entendida teológicamente como un acontecimiento de identificación, como un acto de la fidelidad de Dios. En esto se basa la promesa del futuro, no llegado aún, de Jesucristo. En esto se basa la esperanza que conduce a la fe a través de la acechanza de la muerte y del mundo abandonado por Dios.
La "revelación" dada en este acontecer no tiene el carácter de un esclarecimiento, mediante un logos, de la realidad actual del hombre y del mundo, sino que aquí tiene, de manera constitutiva, básica, el carácter de la promesa, siendo por ello de naturaleza escatológica. La "promesa" es, por principio, algo distinto de un "acontecer verbal", que reduce a verdad y a armonía al hombre y a la realidad que lo afecta. La "promesa" es también, por lo pronto, algo distinto de una visión --orientada escatológicamente-- de la realidad como historia universal. La promesa anuncia una realidad en virtud del futuro de la verdad que todavía no está ahí. La promesa mantiene una específica "inadaequatio rei et intellectus" con respecto a la realidad presente y dada. Por otro lado, no sólo se adentra anticipadamente en el vestíbulo histórico de lo real-posible y lo ilumina. Más bien es "lo posible" --y con ello "lo futuro"-- lo que surge completamente de la palabra divina de promesa, yendo con ello más allá de lo real-posible y de lo real-imposible. La promesa no sólo ilumina un futuro que de alguna manera es ya inherente siempre a la realidad. Más bien, el "futuro" es aquella realidad en la que la promesa se cumple y se sosiega, porque corresponde del todo y es íntegramente adecuado a ella.
En el acontecimiento al que se califica de "nueva creación de la nada", de "resurrección de los muertos", de "reino" y de "justicia" de Dios, es donde aquella promesa que hay en la resurrección de Jesús encuentra una realidad que es adecuada a ella y que le corresponde del todo. Por ello, la manifestación de la divinidad de Dios depende íntegramente del cumplimiento efectivo de la promesa, de igual modo que, a la inversa, el cumplimiento de la promesa tiene su fundamento de realidad y de posibilidad en la fidelidad y en la divinidad de Dios. En este aspecto, la "promesa" no tiene como función primera y principal la de iluminar la realidad existente del mundo o del ser humano, la de interpretarla, reducirla a verdad y, en una intelección adecuada, conseguir la concordancia del hombre con ella, sino que más bien, en la contradicción a la realidad presente, la promesa abre su propio proceso en torno al futuro de Cristo para el mundo y para el hombre. La revelación, conocida como promesa y aprehendida en esperanza, fundamenta e inaugura con ello un espacio libre de la historia, el cual queda lleno por la misión, por la responsabilidad de la esperanza, por la aceptación del sufrimiento en la contradicción a la realidad y por la partida hacia el futuro prometido.
No por ello se torna superflua, sin embargo, la necesidad de alcanzar una intelección apropiada del existir humano y una orientación en la historia universal. Sólo que ambas cosas --el esclarecimiento de la historicidad de la existencia humana, y la aclaración anticipadora de los nexos y perspectivas de la historia universal-- tienen que ser ordenadas al proceso histórico apostólico, al que da vida, en promesa, la revelación de Dios. El acontecimiento de promesa de la revelación de Dios sólo puede ser articulado en y a base del carácter de pregunta propio de la realidad del mundo en su conjunto y propio también del ser humano, pero no se agota en esto ni tampoco se identifica con ello. Asume a ambos en su propio círculo de problemas, en el cual el saber de la verdad se presenta en la forma de la pregunta abierta hacia el cumplimiento de la promesa.
Si es acertado decir que las apariciones del resucitado deben ser entendidas como anticipo de su propio futuro, entonces hay que concebirlas dentro del contexto de la historia de promesa del Antiguo Testamento, pero no en analogía con la "epifanía" --entendida a la manera griega-- de la verdad. Los testigos de pascua no perciben al resucitado en el resplandor de la eternidad celestial, supraterrena, sino en el anticipo y comienzo de su futuro escatológico para el mundo. No es para ellos el "Eternizado", sino el "Venidero". No le vieron como alguien que se encuentra en una eternidad intemporal, sino como a aquél que será en su dominio venidero. Por ello se puede decir que el resucitado aparece como el viviente, en la medida en que se encuentra en movimiento, en marcha hacia su meta. "Él es todavía futuro para sí mismo". Con la resurrección su obra "no está ya terminada, no está aún concluida". Estas frases proceden de la obra tardía de K.Barth, y muestran claramente cuál es la dimensión que debe seguir la revisión de su escatología de eternidad. Las apariciones del resucitado fueron percibidas como promesas y anticipaciones de un futuro que está realmente por llegar. Como en esas apariciones se hizo perceptible manifiestamente un proceso, ellas dieron lugar a un testimonio y a una misión. El futuro del resucitado se hace, pues, presente aquí en la promesa, y es aceptado por la esperanza dispuesta al sufrimiento, y es concebido en un esperanzado pensar crítico sobre los hombres y sobre las cosas.
¿Pero qué significa que el resucitado sea en su revelación la promesa de su propio futuro? Tendría que significar que Jesús se revela y se identifica, en cuanto el Cristo, en identidad y diferencia consigo mismo. Se revela, y se identifica como el crucificado y, en esa medida, en identidad consigo mismo. Se revela como el Señor que está en camino hacia su dominio venidero y, en esa medida, en diferencia con lo que será. Por ello, la revelación de su futuro es, en sus apariciones, una revelación "oculta". Él es el Señor oculto y el salvador oculto. Gracias a la esperanza, la vida de los creyentes está escondida con él en Dios; sin embargo, lo está en una ocultación que se orienta hacia un desvelamiento futuro, que tiende y empuja hacia éste. El futuro de Jesucristo es, en este contexto, la revelación y manifestación de lo llegado. La fe se dirige, en esperanza y en espera, hacia la revelación de aquello que ha encontrado ya escondido en Cristo. Y, sin embargo, con el futuro del resucitado, con aquello que se promete, se pretende y se ofrece, con su resurrección, va aparejada no sólo una expectación noética.
El futuro del resucitado no es sólo el desvelamiento de algo oculto, sino también el cumplimiento de algo prometido. La revelación hecha en las apariciones de Cristo resucitado debe ser calificada por ello no sólo de "oculta", sino también de "inconclusa", y hay que referirla a una realidad que todavía no está ahí. El final de la muerte y la nueva creación en la cual Dios será todo en todo, en la vida y en la justicia de todas las cosas, no han llegado aún, no han ocurrido ni aparecido todavía, pero están prometidos y garantizados en su resurrección, más aún, están puestos como una consecuencia necesaria justamente con ella. Y así, con el futuro del resucitado va ligada también una expectación criatural.
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El concepto de revelación de las religiones de epifanía queda subordinado al acontecimiento de la promesa. La revelación es entendida a partir de su contenido de promesa. Evidentemente, aquí la revelación de Yavé no sirve para cubrir, con su eternidad, el presente amenazado, sino que más bien hace que los oyentes de la promesa queden asimilados a la realidad que les rodea, en la medida en que éstos se dilatan, en esperanza y éxodo, hacia el futuro nuevo, el futuro prometido. La consecuencia es, no el sancionamiento del presente, sino la salida o éxodo del presente hacia el futuro. Si los cultos míticos y mágicos de la religión de epifanía tienen el sentido de aniquilar los terrores de la historia, volviendo a vincular al hombre, hacia atrás, con el sagrado acontecer originario, y son "antihistóricos" (M.Eliade) en su tendencia, el Dios de promesa otorga, en cambio, en el acontecer de la promesa el sentido para la historia en la categoría del futuro y ejerce, en consecuencia, un efecto "historificador". Esta tendencia --contrapuesta al mundo mítico-- a entender la epifanía y la revelación a partir del acontecer de la promesa, es evidentemente el motivo de que las palabras que significan "revelación" sean empleadas en el Antiguo Testamento de un modo tan equívoco y tan poco sistemático. Yavé no es, en este sentido, un "Dios de aparición". El sentido y la meta de sus "apariciones" no residen en ellas mismas, sino en la promesa y en el futuro de ésta.
La investigación veterotestamentaria ha puesto de relieve en muchos lugares los efectos de ese proceso que, en la historia de Israel, se libra entre la fe de promesa y la piedad de epifanía. Allí donde las caravanas de Israel llegaban al país, percibían éste y las nuevas experiencias de la vida sedentaria como "cumplimiento de la promesa", como realización de la promesa del Dios de la promesa que ellos traían del desierto, el cual condujo a sus padres en su peregrinación hacia el país. La vida en la plenitud y multiplicación del propio pueblo es entendida asimismo desde el horizonte de la promesa. Así, pues, el hombre se asegura de su propio existir mediante el recuerdo histórico de la promesa precedente, hecha por el Dios caudillo de los patriarcas nómadas, y contempla, en el don del país y del pueblo, la fidelidad, visiblemente mantenida, de Yavé. Este es un cercioramiento del existir esencialmente diferente de aquél que Israel encontró en Palestina en los cultos agrarios y de fecundidad.
El país y la vida no son puestos al abrigo de los dioses por medio de la piedad de epifanía, sino que son entendidos como un fragmento de historia en el gran decurso de la historia de promesa.
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Las promesas de Dios abren los horizontes de la historia. Aquí, siguiendo una acertada fórmula de H. G. Gadamer, no se ha de entender por "horizonte" "un límite rígido", sino "algo dentro de lo que podemos caminar y que camina con nosotros". Israel vivió dentro de estos horizontes móviles de la promesa y experimentó la realidad en el seno de sus campos de tensión. También cuando acabaron en Palestina los tiempos de las peregrinaciones nómadas, este modo de experimentar, recordar y aguardar la realidad como historia continuó subsistiendo y él fue el que caracterizó su relación, totalmente peculiar, con el tiempo. El ámbito cultural palestinense no logró que este pueblo concibiese el tiempo en la forma de un retorno cíclico. Por el contrario, la vivencia histórica del tiempo consiguió imponerse y dominar una y otra vez sobre la vivencia a-histórica del espacio, y convirtió los espacios habitados del país en espacios de tiempo de una historia que trascendía e iba más allá.
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La revelación de Yavé se encuentra no sólo al comienzo de la historia de promesa (de tal modo que las promesas y los mandatos se hacen en su "nombre"), sino que se encuentra también en aquel futuro al que las promesas apuntan y hacia el cual nos ponen en camino los mandamientos.
Pero allí no se revela sólo el nombre propio de Yavé, sino que su divinidad y su gloria se hacen manifiestas en todos los países, de tal manera que aquella promesa --"yo soy Yavé"-- se transforma en el "Kabod Yavé", que cumple todo, que cumplirá todo. En este caso, los anuncios de cosas que aparecen en las promesas son idénticos con la glorificación de la divinidad una y única de Dios en todas las cosas. Que "Yavé mismo" es el futuro de que los profetas hablan tendría que significar entonces que, en su gloria, que todo lo cumple, en su paz y en su justicia, que es el acontecimiento que debemos aguardar realmente, la creación entera se torna buena y logra su propósito.
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El conocimiento de Dios es así un saber anticipador acerca del futuro de Dios, un conocer la fidelidad de Dios, apoyado en las esperanzas a que sus promesas han dado vida. El conocimiento de Dios es así un conocimiento que tiende hacia adelante --no hacia arriba--, hacia lo todavía no amortizado, hacia lo todavía pendiente. Es un saber que conoce, no el aspecto que ofrece la historia pasada, sino las perspectivas de las promesas hechas y de la fidelidad prometida de Dios. El conocimiento de Dios anticipará así el futuro prometido de Dios, recordando continuamente las palabras de elección, alianza, promesa y fidelidad de Dios. Es un conocimiento que rebasa los límites, en el horizonte de recuerdo y de expectación de la promesa, pues el saber acerca de Dios es siempre a la vez el saber acerca de la propia llamada histórica que Dios nos hace.
Así como las promesas no son palabras destinadas a interpretar la realidad que está ahí, sino palabras operantes, dirigidas a los aguardados acontecimientos de la fidelidad de Dios, así tampoco puede ser el conocimiento de Dios una especie de resumen del lenguaje de hechos consumados. La verdad de la promesa no reside en una correspondencia mostrable con la realidad que estuvo o que está ahí. No reside en la "adaequatio rei et intellectus". Aquí la promesa demuestra su verdad, más bien, en la específica "inadaequatio rei et intellectus" en que coloca a los que la escuchan. Se encuentra en una contradicción mostrable con la realidad histórica. No ha encontrado todavía su correspondencia o adecuación, y por ello empuja al espíritu hacia lo futuro, es decir hacia la espera obediente y creadora, situándolo en la oposición a la realidad que está ahí, la cual no tiene en sí la verdad. De esta manera provoca una especial incongruencia ontológica en la conciencia que espera y confía. No transfigura la realidad en el espíritu, sino que tiende a modificarla. Por ello no libera fuerzas de acomodación, sino que engendra fuerzas que critican lo que hay. Trasciende la realidad, pero no hacia un irreal reino de los sueños, sino hacia adelante, hacia el futuro de una realidad nueva.
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La reflexión teológica sobre la ley puede iniciarse en el instante en que la no llegada o el retraso del cumplimiento vuelvan problemáticas a las mismas promesas. La reflexión teológica, que desliga a la ley de su futuro, puede surgir en el espacio vacío de la demora de la promesa y a partir de las experiencias históricas que contradicen el futuro prometido. La no llegada de las promesas en las que se ha confiado, y la tentación --que aumenta al faltar la protección y el caudillaje del Dios que imparte las promesas-- son las que hacen posibles las siguientes reflexiones teológicas:
a) Dios miente. Se trataba de su promesa y de su alianza, pero él no las ha guardado. "Has sido para mí como un arroyo falaz, como un agua con la que no se puede contar" (Jer 15, 18).
b) Dios es fiel. Dios no se niega a sí mismo. Lo que él dice, ocurre. Pero si no ocurre, entonces es que no era una promesa de Dios, sino la mentira de profetas falsos. La historia misma los muestra como profetas falsos. Semejantes reflexiones se han dirigido ya frecuentemente contra los caudillos carismáticos de Israel.
c) La reflexión se orienta al mismo hombre tentado o incluso ya desengañado. El motivo de la retención del cumplimiento, el motivo de la lejanía y de la ausencia de Dios, el motivo de su juicio está en el hombre, está o bien en su apostasía de la esperanza en el Dios de la promesa, para caer en la idolatría (becerro de oro) o en el fetichismo, o bien en la desobediencia a las instrucciones de los mandamientos. Por ello es preciso escudriñar el pecado y la impurificación y la expiación, para establecer de nuevo la promesa.
Mas justamente esta última reflexión convierte la promesa en un objeto y la abstrae del Dios que la hace. La convierte en un objeto cuya fuerza puede ser manipulable mediante penitencia y culto. Mientras que una promesa divina lleva, por su propia esencia, la fuerza para su cumplimiento en la fidelidad y en el poder del Dios mismo que la hace, surge aquí, en la reflexión del espacio vacío de su demora, un peculiar condicionamiento de la misma. Su cumplimiento queda vinculado a la obediencia, y ésta es entendida como "conditio sine qua non" y como equivalente humano. Una obediencia perfecta, acorde con la promesa y con sus preceptos, tiene que suscitar el cumplimiento, mientras que toda imperfección proporciona nuevos motivos para su demora. Surge aquí una inversión que ofrece muchas caras y muchos matices en la historia de los sujetos: si la obediencia es una consecuencia de la promesa que nos impulsa a andar y a peregrinar en dirección a la meta, y que confía el cumplimiento a la fuerza del Dios de la promesa, aquí se puede considerar ahora, a la inversa, el cumplimiento como consecuencia de la obediencia humana. No es necesario que la obediencia humana sea entendida como causa efectiva del cumplimiento, sino que puede ser concebida también como "ocassio" del cumplimiento realizado por Dios mismo. Mas con ello la fuerza de la promesa para su cumplimiento no reside ya en la fidelidad de Dios mismo, sino en el hombre que obedece.
A esto podríamos calificarlo de "promesa en la forma de la ley". En este contexto habría que señalar entonces que la polémica que Pablo entabla con el judaísmo de la Thorá y con el cristianismo judaico versa ciertamente sobre la ley, pero de lo que se trata es de la promesa (Gál 3, 15s.). Promesa en la forma de la ley o promesa en la forma del evangelio: ésta es la cuestión. Y pudiera ocurrir que la "promesa en la forma del evangelio" volviese a poner de manifiesto el sentido originario de la ley como precepto vinculado a la promesa.
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El mensaje de los profetas clásicos se yergue en la sombra de la amenaza y de la aniquilación --procedentes de Asur, de Babilonia y de Persia-- del Israel como pueblo, como estado y como territorio palestinense dividido en ambos reinos. Los profetas ven ante sus ojos el aniquilamiento de lo existente y de toda la historia anterior de promesa y de cumplimiento, que Israel debe a su Dios. Interpretan esta historia de decadencia como juicio de Yavé sobre su pueblo apóstata. Por esto para ellos el nuevo obrar de Yavé en la historia del pueblo --historia que para Israel se convierte en la historia de su decadencia-- llega a tener el mismo rango e incluso llega a entrar en concurrencia con las acciones históricas de Yavé en el propio pasado, recordadas en el culto y en las festividades. Este nuevo obrar de Yavé, todavía oscuro e indescriptible, llevará incluso a una superación y a una disolución de la obras pretéritas realizadas en el pueblo. En el juicio histórico sobre Israel, Yavé liquida no sólo las culpas de aquél, sino también --en su insondable libertad para lo nuevo-- sus propias alianzas.
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Con la amenaza de que el juicio de Yavé sobre Israel vendrá de los pueblos que atacan a éste, se llega a conocer una universalización totalmente decisiva del obrar de Dios. La experiencia de quedar aplastado entre las grandes potencias del mundo es entendida como juicio de Yavé. Sin embargo, ya en Amós esta amenaza del juicio se torna universal: Dios condena toda injusticia, también la que se da en los pueblos que no conocen su ley. En consecuencia, el Dios que juzga mediante los pueblos a su pueblo apóstata, es también el Señor de esos pueblos y será su juez. Pues si hace de esos pueblos los ejecutores del juicio sobre Israel, entonces es también, evidentemente, Dios y Señor de ellos. Si juzga a Israel según su ley mediante esos pueblos, también juzgará a esos pueblos según su ley, que por el momento está dada sólo a Israel. Mediante su ataque a Israel, y por el hecho de que éste, bajo el mensaje de los profetas, tenga que entender ese ataque como juicio de Dios, los pueblos son implicados en el destino de Israel y caen, en juicio y en bendición, dentro del ámbito de influencia de Yavé. Al morir políticamente, Israel toma de la mano, por así decirlo, a esos pueblos y los introduce en el futuro de su Dios, del Dios de Israel. Justamente con esto, las amenazas y las promesas de futuro de Yavé son liberadas de su limitación histórica a ese único pueblo y al concreto futuro histórico del mismo, y quedan escatologizadas. El horizonte móvil de los anuncios de futuro del Dios que hace promesas alcanza, al extenderse a "todos los pueblos", los límites de la realidad humana en general, es decir se torna universal y, con ello, escatológico. El horizonte del Dios venidero alcanza así un "non plus ultra".
Mas aunque el mensaje de juicio de los profetas es tan amplio que abarca a todos los pueblos, y tan profundo que toca las raíces de la existencia terrena, alude, sin embargo, una vez más, a un futuro distinto, a un día de Yavé, el cual surgirá de la noche del juicio. Este juicio significa sin duda el aniquilamiento --merecido en su existencia actual-- del pueblo y de la historia, pero no significa aniquilamiento de la fidelidad de Yavé a sí mismo. Por ello, puede ser entendido como juicio que prepara algo nuevo final, y como aniquilamiento en razón de una mayor consumación. Aparecen así visiones de la salvación venidera, nueva, jamás contemplada, visiones de la nueva alianza, de la futura gloria de Yavé en su dominio sobre la tierra; y ello no sólo para Israel, sino, por así decirlo, para todos los pueblos que han intervenido en el juicio de Israel, los cuales quedaron implicados en la historia de Yavé con aquél. Únicamente a través de la mencionada universalización del juicio es como la salvación venidera de Yavé se torna escatológica en su amplitud y en su liberación de restricciones.
¿Cómo es imaginado esto? Por lo pronto, y en analogía con el anterior obrar salvífico de Dios en la historia del cumplimiento de sus promesas en el pasado del pueblo, "lo nuevo", cuya venida se profetiza, es imaginado como una nueva conquista del país, como la aparición de un nuevo David y de una nueva Sión, como un nuevo éxodo, como una nueva alianza. Es imaginado, pues, como "renovación" y como repetición de lo perdido y pasado, en las correspondencias de final y principio. Pero se trata de analogías que quieren aludir a algo que es lo absolutamente no-análogo. No se puede tratar de la restitución del hermoso pasado, pues Yavé ha hecho acontecer ya cosas nuevas y desconocidas. El juicio se ha vuelto universal, y por ello los pueblos --por lo pronto los que han participado en el juicio, y luego, "pars pro toto", a través de ellos "todos los pueblos"-- quedan implicados en el nuevo y venidero obrar de Dios. Ya con el juicio Yavé se glorifica en ellos. Y mucho más aún se glorificará cuando salga a luz su nuevo obrar salvífico con Israel. "La salvación se ha vuelto universal, aunque es también israelita y sea a través de Israel como llega al mundo."
Sin ninguna duda estas visiones de salvación, que debemos llamar "escatológicas" por el hecho de que, al liberarse de sus restricciones, hacen saltar todos los límites espaciales y nacionales y llegan hasta el límite de la realidad humana en "todos los pueblos", son "escatologías israelocéntricas". Esto se deduce ya de la forma de expresarse en analogía con la anterior historia salvífica de Yavé con su pueblo, y se deduce también de la experiencia básica de juicio hecha en la historia, que se concentra en Israel. Sin embargo, con la ampliación de la amenaza del juicio y de la promesa de salvación a todos los pueblos va vinculado también lo que Th. C. Vriezen llama la "tarea misional de Israel": ser luz de los pueblos y testigo de Yavé en su proceso jurídico con los dioses de éstos. Pero a medida que el nuevo y venidero obrar salvífico de Dios destruye todas las analogías sacadas de la historia experimentada y transmitida de Israel con su Dios, y a medida que el juicio, que comienza con Israel, se extiende a lo largo de la historia de los pueblos, tanto más se destacan las primeras huellas de una "escatología universal de toda la humanidad". Sin embargo, puede sospecharse que aquí comienza ya aquello que debemos calificar de apocalíptica.
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Con todo, en el primer momento subsiste todavía un límite en el mensaje profético: la muerte. En tanto la muerte sea sentida como límite natural de la vida, Dios continúa siendo un Dios de los vivientes. Pero si la muerte, al menos la muerte temprana, es experimentada como exclusión de la vida cumplida y consumada por la promesa y, por tanto, como efecto del juicio, entonces la esperanza en la superación del juicio de Dios por su gloria vivificadora debe explicarse también a base de este límite. Por ello, en la periferia del mensaje profético, el morir aparece como un padecer el juicio divino, y la salvación mesiánica en la cual el juicio queda abolido se explica a base de una superación del morir y de la muerte. Yavé continúa siendo un Dios de los vivientes. El sufrir por el último límite de la vida no lleva a asumir las ideas egipcias sobre el más allá. Pero si el límite de la muerte es entendido como juicio de Yavé, entonces el poder de éste llega también más allá de la muerte. También los muertos pueden ser vistos como muertos insertos en su ámbito de promesa y de dominio, y también la muerte misma aparece como una posibilidad que está en su mano y que puede ser invertida, y no ya como una realidad fija, que le pone un límite en su obrar. Así, pues, habría que llamar escatológica, también a una promesa cuyo horizonte de expectación rebasa y supera todas las experiencias del juicio total hechas en el vivir y en el morir. Sólo cuando el horizonte de expectación va más allá de los límites percibidos como últimas fronteras del existir, es decir más allá de la muerte, se ha alcanzado un "eschaton", un "non plus ultra", un "novum ultimum".
"La universalización de la promesa encuentra su eschaton en la promesa del dominio de Yavé sobre todos los pueblos."
"La intensificación de la promesa encuentra su umbral hacia lo escatológico al poner en cuestión la muerte."
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Resulta difícil dar una interpretación del fenómeno y del contenido de la apocalíptica del judaísmo tardío. ¿Se trata de prolongaciones legítimas del mensaje profético, o constituye una apostasía de la fe profética de promesa? ¿Se trata de la irrupción de la imagen iraniano-dualista del mundo, o existía ya, si esto es cierto, una apertura interna para esa imagen, basada en el mensaje profético?
Por lo pronto podremos decir que la orientación escatológico-futurista de la mirada es común a profetas y a apocalípticos. Pero inmediatamente habrá que establecer diferenciaciones.
a) La apocalíptica cultiva una concepción religiosa, determinista de la historia. La sucesión temporal de los eones está fija desde el comienzo, y la historia desarrolla "succesive" un plan de Yavé. En la profecía, en cambio, falta la idea de que los "eschata" están ya fijos desde los tiempos primitivos.
b) Lo contrapuesto al Dios que obra históricamente es, en la apocalíptica, el "mundo", sometido al poder del mal. En cambio, en los profetas se trata de "Israel y los pueblos".
c) La expectación apocalíptica no se dirige ya a una consumación de la creación mediante la superación del mal por el bien, sino que tiende a la separación del mal y el bien y, por tanto, a que "el mundo sometido al poder del mal" sea sustituido por el futuro "mundo de la justicia". Muéstrase aquí un dualismo fatalista que no se encuentra de ese modo todavía en los profetas.
d) El juicio no es visto, en la libertad de Dios, como un juicio revocable y modificable, si es posible, por la penitencia, sino como un destino inmutable que está fijo y que llega como un "factum irreparabile".
e) Los profetas se encontraban en medio del pueblo de Israel y, por tanto, dentro también de su historia. Los apocalípticos los encontramos en la comunidad yavista de los justos, posterior al exilio.
f) Los profetas tomaron con toda franqueza la situación que ocupaban con sus profecías en su presente histórico. A partir de aquí desarrollan sus perspectivas históricas. En cambio, el apocalíptico encubre su propia situación histórica.
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El mundo entero --no sólo el mundo de los hombres, y el mundo de los pueblos-- cae en el proceso histórico escatológico de Dios. La conversión del hombre en el mensaje profético tiene así su correlato en la conversión del cosmos entero, del cual habla la apocalíptica. La revolución profética del mundo de los pueblos se amplía a la revolución cósmica de todas las cosas. No sólo los mártires son introducidos en el sufrimiento escatológico del siervo de Dios, sino que la criatura entera es insertada en el sufrimiento del final de los tiempos. El sufrimiento se torna universal y hace saltar en añicos el universal contento del cosmos, lo mismo que después la alegría escatológica resonará en un "nuevo cielo y una nueva tierra". Dicho con otras palabras: la apocalíptica piensa ciertamente su escatología de manera cosmológica, pero esto no representa el final de la escatología, sino el comienzo de una cosmología escatológica o de una ontología escatológica para la cual el ser se torna histórico y el cosmos se abre al proceso apocalíptico. Esta historificación del mundo en la categoría del futuro escatológico universal tiene una inmensa importancia teológica, pues mediante ella la escatología se convierte en el horizonte universal de la teología en cuanto tal. Sin apocalíptica la escatología teológica queda estancada en la historia de los pueblos humanos o en la historia existencial del individuo. Tampoco el Nuevo Testamento ha cerrado la puerta que la apocalíptica ha abierto a la escatología hacia la amplitud del cosmos y hacia el espacio libre, situado más allá de la realidad cósmica dada.
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A partir de la formación griega de la dogmática cristiana, se ha accedido de ordinario al misterio de Jesús desde la idea general de Dios propia de la metafísica griega: el Dios único, al que todos los hombres buscan en base a su experiencia de la realidad, ha aparecido en Jesús de Nazaret; ya sea que la Idea eterna, suprema, de lo bueno y de lo verdadero ha encontrado en él su más perfecto maestro, ya sea que el Ser eterno, el origen de todas las cosas, se ha encarnado en él y ha aparecido en el mundo de lo caduco, de lo mortal, de lo que está disperso en lo múltiple. El misterio de Jesús es así la encarnación del Ser único, eterno, originario, verdadero e inmutable, divino. En la cristología de la vieja Iglesia, este camino fue recorrido de múltiples maneras. Por ello sus problemas se derivaban de que se identificaba al Padre de Jesucristo con el Dios único de la metafísica griega, adjudicando a aquél los atributos de este Dios. Pero si se considera que la divinidad de Dios consiste en su inmutabilidad, en su inalterabilidad, en su incapacidad de sufrir y en su unidad, entonces la actuación histórica de este Dios en el acontecimiento de la cruz y de la resurrección de Cristo resulta tan inexpresable, como inexpresable resulta también su promesa de un futuro escatológico.
En la edad moderna se ha accedido con frecuencia al misterio de Jesús desde una manera general de entender el ser humano en la historia: existe historia desde el momento en que existe el hombre. Pero la posibilidad de percibir y de pensar la existencia del hombre también como una existencia histórica, y de desvelar radicalmente la historicidad de la existencia humana, es algo que sólo Jesús trajo al mundo. La palabra y la obra de Jesús introdujeron el giro decisivo en la manera como el hombre se entiende a sí mismo y al mundo, pues él fue quien redujo a verdad la manera de entenderse el hombre a sí mismo en la historia, al convertirla en intelección de la historicidad de la existencia humana.
En lugar de una pregunta general por Dios y de una idea general de Dios, que Jesús redujo a verdad, quedando así verificadas, se presupone aquí un concepto general del ser humano, una problematicidad general de la existencia humana, que Jesús redujo a verdad, quedando así verificados.
Ambos accesos al misterio de Jesús arrancan de lo universal para reducir a verdad aquel misterio a base de lo concreto de su persona y de su historia. Es verdad que esos dos accesos a la cristología no tienen que pasar por fuerza al margen del Antiguo Testamento, dejándolo a un lado, pero no lo encuentran necesariamente en su camino. Mas el acceso de Jesús a todos los hombres tiene necesariamente como presupuesto el Antiguo Testamento, con la ley y la promesa. Por ello la cuestión consiste en preguntar si no hay que tomar en serio la relevancia teológica de los dos principios siguientes:
1. Quien resucitó a Jesús de entre los muertos fue Yavé, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, el Dios de la promesa. Quién es el Dios que se revela por Jesús y en Jesús, es algo que se deduce exclusivamente de su diferencia e identidad respecto al Dios del Antiguo Testamento.
2. Jesús era judío. Quién es Jesús, y qué ser de hombre se revela a través de él, es algo que se deduce de su conflicto con la ley y la promesa del Antiguo Testamento.
Si tomamos en serio estos dos puntos de partida, entonces el camino del conocimiento teológico conduce irreversiblemente de lo particular a lo general, de lo histórico a lo universal escatológico.
El primer principio significaría que el Dios que se revela en Jesús debe ser concebido como el Dios del Antiguo Testamento, como el Dios del éxodo y de la promesa, como el Dios que tiene el "futuro como carácter constitutivo". Por esta razón, no es lícito identificarlo, tampoco en sus atributos, con la idea griega de Dios, con el "presente eterno" del ser de Parménides, con la idea suprema de Platón, con el motor inmóvil de Aristóteles. Quién es ese Dios no nos lo dice el mundo en su totalidad; nos lo dice la historia de Israel, que es historia de la promesa. Sus atributos no pueden ser expresados por negación de la esfera de lo terreno, humano, mortal y caduco, sino únicamente por el recuerdo y la narración de su historia de promesa. Pero en Jesucristo el Dios de Israel se reveló como Dios de todos los hombres. Y así tenemos que el camino va de lo "concretum" a lo "concretum universale", pero no al revés. La teología cristiana tiene que reflexionar sobre "ese" camino. En Jesús no se hizo concreta una verdad general, sino que el acontecimiento concreto, irrepetible, histórico de la crucifixión y de la resurrección de Jesús por Yavé, Dios de la promesa, que crea el ser de la nada, se vuelve universal merced al horizonte escatológico universal que tal acontecimiento proyecta anticipadamente. Por la resurrección de Jesús de entre los muertos, el Dios de las promesas de Israel se convierte en el Dios de todos los hombres. Por ello la predicación cristiana de ese Dios se moverá siempre en un horizonte anticipado y querido de verdad general, y postulará tener una generalidad adelantada y ser vinculante para todos, aun cuando su universalidad propia es de naturaleza escatológica y no proviene de abstraer lo particular a lo universal.
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El carácter de promesa propio del evangelio es algo que puede ponerse de manifiesto no sólo a base del vocabulario usado principalmente por Pablo y por la carta a los hebreos. Con mayor claridad se muestra incluso en los conflictos en que Pablo se vio implicado con diferentes tendencias del cristianismo primitivo. Mientras el cristianismo permaneció en el ámbito del judaísmo apocalíptico, que aguardaba al Mesías, le resultaba obvio y natural el entender en sentido escatológico tanto el acontecimiento de Cristo como el evangelio. Sólo que precisamente también aquí el cristianismo permanecía dentro de los límites de las expectaciones judías y se concebía a sí mismo como el "pueblo de Dios renovado", afirmándose que el evangelio era la "alianza renovada" de Israel.
Fue el paso dado hacia los gentiles el que forzó a entender el evangelio de un modo nuevo. El evangelio muestra su eficacia en la medida en que justifica a los impíos y llama a los gentiles al Dios de la esperanza. La Iglesia, que se compone aquí de judíos y de gentiles, no puede ser ya concebida como el "renovado pueblo de Dios", sino tan sólo como el "nuevo pueblo de Dios". Mas esta transición a un terreno extraisraelita, al terreno helenístico, hizo surgir problemas nada pequeños. Ya no se podía entender a la Iglesia como sinagoga cristiana; mas por otro lado acechaba el peligro de entenderla erróneamente como una religión mistérica cristiana. Se plantea la cuestión de qué es lo que impide al cristianismo presentarse a sí mismo como religión mistérica cristiana dentro del helenismo. ¿Qué fue lo que, en su herencia, se opuso y resistió a semejante asimilación?
La intelección de la fe cristiana como una religión mistérica la encontramos de manera palpable en aquel entusiasmo helenístico al cual se enfrenta Pablo en Corinto. Sin embargo, también los diferentes himnos y fragmentos de confesiones que aparecen en las cartas paulinas y deuteropaulinas muestran que ideas semejantes constituyeron presumiblemente nociones básicas de toda la cristiandad que vivía en el ámbito de influencia de las religiones mistéricas helenísticas. Trátase aquí del influjo que sobre el cristiano ejerció la piedad de epifanía de aquella época, piedad de la que puede decirse lo siguiente: "Como el hombre mítico vive tan sólo para el presente, la epifanía es para él ya cumplimiento. A ese hombre le es ajeno un pensamiento escatológico."
El influjo de esa piedad aparece no sólo como elemento formal en el modo de presentarse el cristiano a sí mismo en el ámbito helenístico, sino que penetra totalmente en el modo de entender el acontecimiento de Cristo. Éste puede ser entendido aquí, de una manera completamente a-escatológica, como epifanía del presente eterno en la figura del Kyrios cultual que muere y resucita. Pero entonces la manifestación de verdad "xatá tás grarás" es sustituída por la epifanía cultual como manifestación de sí misma en un sentido intemporal. Al ser el hombre bautizado en la muerte y la resurrección de Cristo, se ha alcanzado ya la meta de la redención, pues en el bautismo la eternidad es presente sacramental. El que, en la fe, participa de esto es sacado del reino de la muerte, de los poderes y del viejo eón de la caducidad, y trasladado al reino eterno-presente de la libertad, de la vida celestial y de la resurrección. Ese hombre no tiene que hacer ya otra cosa que representar en la tierra su nuevo ser, su ser celeste en libertad. En el presente sacramental y pneumático de Cristo se les ha otorgado ya, a los que reciben el sacramento, la resurrección de entre los muertos, la cual es para ellos presente eterno. El cuerpo terreno y las circunstancias mundanas se desvanecen para ellos, convirtiéndose en una apariencia inesencial; la libertad celestial hay que demostrarla no prestando atención a esa apariencia.
"Como muestra perfectamente 1 Cor, entre estos cristianos paganos está en boga una intelección integral de la tradición, cuyo marco de ideas no es --como en Pablo mismo-- la primitiva escatología cristiana de la antigua tradición judía, sino, evidentemente, la idea helenística de epifanía.
Partiendo de aquí, todas las vivencias y todos los pensamientos religiosos están de tal manera orientados al suceso presente y actual del espíritu como actualización epifánica del Kyrios exaltado, que los contenidos de la tradición, que tenía una orientación escatológica, quedan incluidos en este aspecto total."
¿Cuál es la relación existente entre esta religión mistérica cristiana que aquí hemos brevemente delineado, y las expectaciones apocalípticas del cristianismo primitivo, las cuales nacían del enigma y de la pregunta abierta que eran las apariciones de Jesús en pascua? ¿Existían ya en la apocalíptica originaria condiciones de posibilidad de transformarse en la piedad de epifanía propia de las religiones mistéricas helenísticas? ¿Continuó siendo la religión mistérica helenística, al cristianizarse, aquello mismo que había sido en su origen?
No cabe duda de que el entusiasmo de la religión mistérica cristiana tiene su presupuesto en un entusiasmo apocalíptico propio de la cristiandad primitiva, entusiasmo que creía poder conocer, en la experiencia del espíritu, el cumplimiento de promesas largamente aguardadas. Este entusiasmo apocalíptico, no helenístico, que surgió en la conciencia de vivir en la época de cumplimiento de las promesas divinas, se encontró de todos modos en condiciones de identificar posteriormente este cumplimiento con la epifanía intemporal del presente eterno de Dios. Se encontraba teológicamente en condiciones de traducir las originarias expresiones teleológico-temporales del cumplimiento de promesas, a lo típico intemporal de la presencia de lo eterno. Con ello se encontraba, a la inversa, en condiciones de ofrecer al presente eterno, buscado por los griegos en los cultos mistéricos, el culto cristiano como el presente verdadero de lo eterno. Se trata, pues, de un proceso recíproco, que, de un lado, podía presentar su resultado como "escatología presentista", pero, por otro lado, también, como "presencia de la eternidad". La escatología entusiástica del cumplimiento se podía presentar a la manera griega, y a su vez la idea griega de la presencia de la eternidad se pudo ofrecer como cumplimiento de expectaciones escatológicas.
Por ello también en la religión mistérica cristiana se mantuvo el "pathos" de lo definitivo y de lo irrepetible, aun cuando se perdió la conexión expresa con las antiguas esperanzas escatológicas de futuro. Sin embargo, lo último en el tiempo se convirtió en definitivo, y lo definitivo, en lo eterno.Desde este proceso de reconversión resulta inteligible el "pathos" de absoluto propio de la antigua Iglesia; la cual, al quedar suprimidas las categorías escatológicas de expectación, no por ello se relativizó en absoluto, integrándose en las religiones y cultos existentes, sino que unió perfectamente la confesión del Dios único --que entonces se puede formular con los medios de la metafísica griega-- con el "pathos" de la revelación escatológica e irrepetible del Dios único en Cristo. Este proceso de reconversión, que ha sido expuesto con frecuencia, no se llevó a cabo tanto en el marco de una escatología abandonada por razón del desengaño sufrido por la expectación próxima y la no llegada de la parusía de Cristo, sino más bien, y con más fuerza, en el marco de un entusiasmo de cumplimiento, el cual transforma el "eschaton" que debemos aguardar en el presente de la eternidad, tal como es experimentado en culto y en espíritu. La aguda helenización del cristianismo y la igualmente aguda cristianización del helenismo acontecieron no tanto en virtud del desengaño de una expectación próxima, cuanto más bien en virtud del presunto cumplimiento de todas las expectaciones. "La expectación próxima y la parusía han dejado de tener sentido aquí, porque todo lo esperado por la apocalíptica aparece ya realizado."
¿Qué consecuencias se derivan de este modo de entender la escatología presentista como presencia de la eternidad? El acontecimiento de promesa, que fue el modo como se entendieron las palabras y las obras, la muerte y la resurrección de Jesús, se convierte ahora en un acontecimiento de redención, que puede ser repetido cultualmente a la manera de un drama mistérico. El acontecimiento sacramental nos hace participar en la muerte y la resurrección de la divinidad. La representación solemne consideró como ya realizada la resurrección de Jesús entendida como su entronización como Kyrios exaltado y, por ello, como algo que sólo debe ser representado. "En lugar del Señor del mundo, Señor oculto y, en verdad, únicamente designado, cuya venida en gloria a tomar posesión del mundo aguarda todavía la comunidad, aparece el Señor que reina ya ahora sobre los poderes y las potencias y, de este modo, sobre el mundo gobernado hasta ahora por aquéllos."
Con este cambio de la apocalíptica del dominio de Cristo --prometido, pero aún no llegado-- a la presencia cultual de su dominio eterno, celestial, la percepción teológica de la cruz de Cristo pasa a un segundo plano. La resurrección de Cristo es entendida como su exaltación y entronización, y es puesta en relación con su encarnación. Es verdad que su rebajamiento hasta la cruz puede ser entendido como consumación de su encarnación, por la cual atrae todo a su dominio; mas con ello la cruz se convierte en un estadio de paso en su camino hacia el dominio celestial. La cruz no es ya la signatura --que permanece hasta el eschaton que trae cumplimiento-- de su dominio en el mundo. Al ser entendida su resurrección, en este sentido, como su entronización celestial, el acontecimiento sacramental-cultual que la representa queda puesto en paralelo con su encarnación y es concebido como reflejo y victoria terrena de su dominio celestial, de su vida celestial, en el ámbito de lo terreno, caduco y desgarrado en la multitud de los poderes.
La historia pierde con ello su orientación escatológica. No es el campo del sufrimiento y de la esperanza, en la mirada sollozante hacia el futuro de Cristo para el mundo, sino que se convierte en el campo de la manifestación eclesial y sacramental del dominio celeste de Cristo. En lugar del escatológico "todavía no", aparece un "aún" cultual, que se convierte en la signatura de la historia "post Christum". Es comprensible el que esta desvelación del dominio eterno, celestial, de Cristo pueda ser concebida entonces como prolongación de su encarnación. En ella lo perecedero está iluminado continuamente por la luz de lo imperecedero-celestial; lo mortal, por la luz de lo inmortal-eterno; y lo desgarrado en la pluralidad queda esclarecido en el dominio de lo uno-divino. Una expectación histórico-salvífica y sacramental de futuro sustituye entonces a la expectación escatológico-terrena: la Iglesia impregna el mundo, de manera sucesiva, con verdad celestial, con fuerzas vitales celestiales y con salvación celestial. A través de la Iglesia una, el mundo es conducido al Cristo unido con el Dios único, y de esta manera es llevado a la unidad y a la salvación. La espera escatológica de aquello que "todavía no" ha sucedido se convierte en una espera noética de la desvelación y transfiguración universales de aquello que ha ocurrido ya en el cielo. El viejo dualismo apocalíptico, que establecía una diferencia entre el eón que pasa y el eón que viene, se transforma en un dualismo metafísico, que entiende lo venidero como lo eterno, y lo pasajero como lo caduco. Los ciudadanos del reino venidero se transforman en los redimidos desde el cielo. Los ciudadanos del eón que pasa se convierten en los hombres terrenales, que son del mundo. La cruz, en fin, se convierte en un intemporal sacramento del martirio, que perfecciona al mártir y lo une con el Cristo celestial.
Podemos cortar aquí, contentándonos con estas pocas indicaciones. Es bien visible la tendencia que existe hoy hacia el catolicismo primitivo y hacia la vida y el pensamiento de la antigua Iglesia. El entusiasmo de cumplimiento escatológico en el acontecimiento de Cristo es el presupuesto de este proceso de conversión del cristianismo en una forma entusiástica de la religión mistérica helenística y en una Iglesia ecuménica universal. Podemos calificar de "eschatologia gloriae" --en la medida en que, en general, todavía es posible aprehenderla con categorías escatológicas-- a esta forma de la "escatología presentista", o a una religión --determinada escatológicamente ya tan sólo de manera inconsciente-- de la presencia de lo eterno.
En este contexto la apasionada polémica de Pablo contra el entusiasmo helenístico de Corinto, así como la corrección que hizo a aquella teología helenística de la cristiandad, que desde entonces se volvió predominante, tienen un significado permanente. La crítica de Pablo tiene, sin duda alguna, dos puntos importantes: representa, por un lado, una "reserva escatológica" que él contrapone a ese entusiasmo de cumplimiento. Estos son los llamados "residuos de teología apocalíptica", que influyen en su concepción de la resurrección de Cristo, del sacramento de la presencia del Espíritu, de la obediencia terrena del creyente y, naturalmente, en su expectación de futuro. Pero está, por otro lado, su teología de la cruz, con la cual se opone a aquel entusiasmo que deja abandonada la tierra en la cual se yergue esa cruz. Ambos puntos de arranque de la crítica mantienen entre sí una conexión profunda y real. Por ello denominamos "eschatologie crucis" al fundamento de la crítica de Pablo y con ello nos referimos a la vez a las dos objeciones que él puso.
La interpretación que R. Bultmann ofrece de Pablo coloca en el centro de la teología paulina la interpretación antropológica y existencial que ésta hace de la peculiaridad de la escatología presentista. No cabe duda de que con ello se pone al descubierto una importante modificación de la teología del presente eterno, pero propiamente no se ofrece ninguna alternativa fundamental frente a ella. La escatología presentista puede aparecer tanto con el ropaje mitológico como en una interpretación existencial. El "presente de la eternidad" puede ser expresado en un lenguaje mitológico, propio de una imagen del mundo, y puede también ser expresado, de manera paradójica, como un "nunc-aeternum" histórico-existencial.
Si la crítica paulina consistiera sólo en esta transformación, tendríamos en ella, ciertamente, una importante modificación de la teología de la comunidad helenística, pero no una corrección que introdujera un verdadero cambio. Ahora bien, ocurre que la polémica con que Pablo se enfrenta al helenismo se encuentra tanto bajo el signo de un nuevo conocimiento del significado de la cruz de Cristo, como también bajo el signo de un nuevo conocimiento de verdadera escatología futurista, convirtiéndose con ello en crítica de la escatología presentista en cuanto tal. "La lucha del apóstol contra el entusiasmo es llevada a cabo en última inatancia, y en lo más profundo, bajo el signo de la apocalíptica."
Con ello no se quiere decir que en Pablo tengamos nuevas repeticiones o simples residuos de la apocalíptica del judaísmo tardío; con ello se apunta a su propia apocalíptica, la cual se alimenta de una escatología de la cruz y, por ello, se opone a todo entusiasmo escatológico de cumplimiento.
Frente a la unificación mistérica del creyente con el Señor cultual, que muere y resucita, Pablo afirma una diferencia escatológica: el bautismo hace participar en el acontecimiento de la crucifixión y de la muerte de Cristo. La comunión con Cristo es comunión con el sufrimiento del crucificado. Los bautizados mueren con Cristo, al se bautizados en su muerte. Pero no han resucitado ya con él, ni han sido trasladados ya al cielo con él, en un perfecto cultual. Se hacen partícipes de la resurrección de Cristo mediante una nueva obediencia que se despliega en el ámbito de la esperanza en la resurrección. En la fuerza del Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, los bautizados pueden tomar sobre sí, en obediencia, el sufrimiento de la imitación, y aguardar precisamente en ello la gloria futura. "De la participación de la resurrección no se habla en perfecto, sino en futuro."
Cristo resucitó y fue arrebatado a la muerte, pero los suyos no han sido aún sacados de ésta; únicamente a través de su esperanza obtienen aquí participación en la vida de resurrección. Y así la resurrección está presente para ellos en la esperanza y como promesa. Esto constituye una presencia escatológica de lo futuro, y no un presente cultual de lo eterno. El creyente no encuentra ya, en el culto y en el espíritu, participación plena en el dominio de Cristo, sino que es introducido por la esperanza en las tensiones y diferencias de la obediencia y del sufrimiento en el mundo. Por ello la vida diaria se convierte, según Rom 12, 1 s., en la esfera de la verdadera liturgia. En la medida en que la llamada y la promesa remiten al creyente a la obediencia corporal y terrena, el cuerpo y la tierra quedan situados dentro del horizonte de expectación del dominio venidero de Cristo. "La realidad de la nueva vida depende de la 'promissio', depende de que Dios permanezca fiel y no abandone su obra."
Por ello, la tentación del cuerpo y la contradicción del mundo no son entendidas como signo de un paradójico presente de lo eterno, sino que son aceptadas como pregunta y como llamada por la libertad venidera en el reino de Cristo. La esfera de la caducidad no es ya la esfera en que el creyente debe demostrar su libertad celestial, sino que es la realidad en la cual la comunidad, juntamente con toda la creación, solloza por ser redimida de los poderes de la nada en el futuro de Cristo, y aguarda expectante esa redención (Rom 8, 18 s.). El imperativo paulino de la nueva obediencia debe ser entendido, por tanto, no sólo como exortación a demostrar el indicativo del nuevo ser en Cristo; ese imperativo tiene también su presupuesto escatológico en el futuro prometido y aguardado del Señor en juicio y reino. Por ello, no deberíamos traducir ese imperativo sólo con esta frase: ¡llega a ser lo que eres!, sino preponderantemente con esta otra: ¡llega a ser lo que serás!
Lo que al creyente le ha sido dado no es el espíritu eterno del cielo, sino las escatológicas "arras del espíritu"; entiéndase: del Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos y que dará vida a los cuerpos mortales (Rom 8, 11). Pues la palabra que introduce al creyente en la verdad es "promissio" de la vida eterna, pero no es todavía esa vida misma. La percepción de esta diferencia escatológica se pone de manifiesto también en la cristología del apóstol. En 1 Cor 15, 3-5, Pablo recoge una primitiva tradición cristiana del kerigma de la resurrección, pero sus interpretaciones, en los versículos siguientes, son originales. Pablo subraya las líneas que llevan al futuro y presenta lo que hay que aguardar, porque fue dejado entrever en la resurrección de Cristo y se convirtió así en confianza (1 Cor 15, 25): "Pues es preciso que él reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies."
Con ello se señala, en lo posible-futuro, algo necesario, en el sentido de algo en que se puede confiar y que debemos aguardar. Se subrayan las líneas de tendencia y las latencias del acontecimiento de la resurrección que llevan hacia el futuro inaugurado por ese acontecimiento. No todo ha ocurrido ya al resucitar Jesús. Falta todavía que acabe el dominio de la muerte. Falta aún que la contradicción contra Dios sea superada en aquella realidad futura de la que Pablo dice que"Dios será todo en todo" (1 Cor 15, 28). Finalmente, también el venidero dominio universal de Cristo sobre todos los enemigos puede quedar superado una vez más de manera escatológica, pues tampoco su dominio es ya en sí mismo el eterno presente de Dios, sino que, en provisionalidad escatológica, sirve al dominio único y universal de Dios.
Si tenemos en cuenta estas perspectivas, resulta claro que las apariciones pascuales del Señor resucitado hacen saltar por los aires la respuesta teológica que dice que él es el presente de lo eterno, y obligan a desarrollar una nueva escatología. La resurrección del Señor ha puesto en marcha un proceso histórico, definido escatológicamente, el cual tiende a la aniquilación de la muerte en el dominio de la vida basada en la resurrección y apunta hacia aquella justicia en la cual Dios conquista su derecho en todo, y la criatura recibe así su salvación. Sólo desde el ángulo de visión de una escatología presentista o de una teología del presente eterno se puede entender el pensamiento anticipador-escatológico que Pablo muestra en 1 Cor 15 como una recaída en una mitología apocalíptica ya superada. Sin embargo, no es una interpretación existencial de la religión del presente eterno la que supera la mitología de ésta. Únicamente una escatología de promesa puede superar la consideración mística e ilusionista del mundo y de la existencia humana dentro de él, pues sólo ella toma en serio, de una manera llena de sentido, la tentación, la contradicción y el ateísmo de este mundo, porque ella hace posible la fe y la obediencia en el mundo no dejando para ello desatendidas las contradicciones, sino en virtud de la esperanza de que Dios superará esas contradicciones.
La fe no se gana a sí misma en una desmundanización radical, sino que se convierte en una ganancia para el mundo mediante un extrañamiento --lleno de esperanza-- en el mismo. Al asumir la cruz, el sufrimiento y la muerte con Cristo, al asumir la tentación y la lucha por la obediencia corporal, y entregarse al dolor del amor, la fe proclama el futuro de la resurrección, de la vida y de la justicia de Dios en la vida diaria del mundo. El futuro de la resurrección adviene a la fe al tomar ésta la cruz sobre sí. De esta manera se entrelazan la escatología futurista y la teología de la cruz. Ni la cristología futurista queda aislada, como ocurría en la apocalíptica del judaísmo tardío, ni la cruz se convierte en la signatura del presente paradójico de la eternidad en cada momento, como ocurre en Kierkegaard. La espera escatológica del dominio universal de Cristo para el mundo corporal, para el mundo terreno, engendra la percepción y la aceptación de la diferencia existente entre cruz y resurrección.
Finalmente hay que tener en cuenta que Pablo no se esfuerza tanto por lograr un equilibrio entre escatología presentista y escatología futurista, es decir entre apocalíptica y helenismo. Pablo, más bien, futuriza el contenido de la idea helenística del presente de lo eterno y lo aplica al eschaton que todavía no ha llegado. Aquella verdad universal, en la cual la criatura llega a la santa adecuación con Dios; aquella justicia universal, en la cual Dios obtiene su derecho en todo, y todo se hace justo; aquella gloria de Dios, en cuyo resplandor quedan esclarecidas todas las cosas y se pone al descubierto el rostro oculto de los hombres: esto es lo que Pablo sitúa dentro del horizonte de esperanza de aquel futuro al que la fe dirige su mirada, en virtud de la resurrección del crucificado. La plenitud de todas las cosas desde Dios, en Dios y hacia Dios, se encuentra, para Pablo, en el cumplimiento --no llegado aún-- de las promesas garantizadas en Cristo. "Presente eterno" es, por ello, la escatológica meta de futuro de la historia, no su íntima esencia. Por lo mismo, la creación no es lo dado, lo que está ahí a mano, sino el futuro de esto, la resurrección y el nuevo ser.
Dios no se halla en alguna parte en el más allá, sino que viene; y en la medida en que es el que viene, está presente. Promete un nuevo mundo de la vida universal, de la justicia y de la verdad, y con esta promesa pone constantemente al mundo en cuestión: no porque este sea nada para el que espera, sino porque todavía no es para él aquello que le ha sido ofrecido. En la medida en que el mundo y el hombre prisionero de él son puestos en cuestión de esta manera, se vuelven "históricos", pues son puestos en juego y sometidos a la crisis del futuro prometido. Allí donde lo nuevo es prometido, lo viejo se vuelve perecedero y superable. Allí donde lo nuevo es esperado y aguardado, lo viejo puede ser abandonado. De esta manera se origina "historia" desde el final de ésta, en aquello que acontece y que es perceptible por la promesa que se adelanta e ilumina.
La escatología no se hunde en la arena movediza de la historia, sino que mantiene la historia en vida mediante la crítica y la esperanza; ella misma es algo así como la arena movediza de la historia desde hace mucho tiempo. La impresión de caducidad general, que se entrega a una llorosa mirada retrospectiva hacia aquello que no se deja retener, no tiene en verdad nada que ver ya con la historia. Historia es, más bien, aquella caducidad que surge de la esperanza, del éxodo y de la partida hacia el futuro prometido, todavía invisible. La comunidad de Cristo no tiene aquí una "ciudad permanente", porque busca la "ciudad futura", y por ello sale del campamento, para soportar la ignominia de Cristo. No es que la comunidad de Cristo no tenga aquí ninguna ciudad permanente debido precisamente a que no existe en absoluto en la historia nada permanente; "pasajero" se vuelve para la esperanza cristiana no sólo aquello que, según la impresión general, está sometido al destino del perecer, sino precisamente aquello que, según la impresión general, existe siempre y precipita a toda vida en el perecer, a saber: La muerte y el mal. En la resurrección prometida, la muerte se vuelve pasajera, y pasajero se vuelve el pecado en la justificación del pecador y en la justicia que hemos de aguardar.
Ni la historia devora a la escatología (Albert Schweitzer), ni la escatología devora a la historia (Rudolf Bultmann). El "logos" del "eschaton" es promesa de aquello que todavía no es; y por ello "hace" historia. La "promissio" que anuncia el "eschaton", y en la cual éste se anuncia, es el motor, el motivo, el resorte y el tormento de la historia.
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Una teología de la resurrección puede intentar solucionar de muchos modos el problema de la historia. Si el resucitado no encaja en nuestro concepto de lo científico-histórico, la teología puede admitir como "no científico-históricas" las palabras que hablan de la resurrección de Jesús por Dios, y buscar otros accesos y otras apropiaciones de la realidad de la resurrección para el hombre moderno, definido por la ciencia histórica. Mas precisamente con ello la teología abandona a las explicaciones científico-históricas del mundo el campo del conocer y del tratar con la historia. Si la realidad de la resurrección resulta inaprehensible con medios científico-históricos de la edad moderna, también el trato moderno, cognoscitivo, con la historia resulta, a la inversa, teológicamente inaprehensible para la fe. La "fides quaerem intellectum" tiene que renunciar entonces, en el campo de la historia, al intellectus fidei". Esto se realiza ante todo renunciando en teología a la pregunta científico-histórica por la realidad de la resurrección, y concentrándose en la segunda pregunta, en la pregunta por el carácter de testimonio y por el carácter de demanda que posee la predicación de la fe pascual. Se abandona entonces el conocer de la historia a todos los posibles principios panteístas o ateístas, para concentrarse en el encuentro personal, en la vivencia no objetivable o en la decisión existencial a que conduce el kerigma de pascua. "De esta manera a nosotros se nos pregunta sencillamente si creemos que Dios actúa en esas (vivencias visionarias de pascua) tal como ellas mismas lo creen y tal como la predicación lo afirma." Con este "sencillamente" se recomienda, sin duda alguna, dar el salto desde el conocer científico-histórico, que es un conocer mediador, objetivante, a la decisión personal. La resurrección de Cristo no puede ser aprehendida entonces ni de manera mítica ni de manera científico-histórica, sino "sólo en la categoría de la revelación". Mas con ello la predicación de la resurrección queda flotando en el aire, y lo mismo ocurre con la existencia afectada por ella, sin que se hagan comprensibles ni el carácter forzoso de la predicación ni la necesidad de tomar en absoluto una decisión a la vista de ella.
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Lo nuevo escatológico de la resurrección de Cristo aparece como un "novum ultimum", comparado tanto con lo homogéneo de la realidad que se repite una y otra vez, como con lo comparativamente no-homogéneo de posibilidades históricas nuevas que se abren. Una ampliación de la consideración científico-histórica, consistente en tener en cuenta la contingencia, no llega todavía a ver la realidad misma de la resurrección. La superación, completamente posible, de la forma antropocéntrica de la analogía científico-histórica no otorga a ésta, de modo incondicional, un carácter teológico. Sólo si se pudiera mostrar el universo científico-histórico entero con su contingencia y su continuidad, sólo si se pudiera mostrar que no es en sí mismo necesario, sino contingente, sólo entonces, decimos, se divisaría aquello que podemos calificar como lo nuevo escatológico de la resurrección de Cristo. Ésta no significa una posibilidad en el mundo y en la historia de éste, sino una nueva posibilidad del mundo, de la existencia humana, y de la historia en general. Sólo si se puede entender el mundo como creación contingente nacida de la libertad de Dios y "ex nihilo" (contingentia mundi), resulta comprensible la resurrección de Cristo como "nova creatio". Por ello, a la vista de lo que se dice y se promete cuando se habla de la resurrección de Cristo, es necesario mostrar la profunda irracionalidad del cosmos racional del mundo moderno, del mundo de la ciencia y de la técnica. La resurrección de Cristo no significa un proceso posible en la historia del mundo, sino el proceso escatológico de esa historia.
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Ocurre que la Iglesia, y la teología con ella, no es ni la religión de esta o de aquella sociedad, ni tampoco una secta. Ni se puede exigir de ella que se acomode al modo concreto, vinculante para todos, de entender la realidad que tiene la sociedad, ni es lícito esperar que se presente como lenguaje arbitrario de un conventículo exclusivo y que está ahí tan sólo para los fieles del mismo. Así como la Iglesia tiene entablado un proceso con la sociedad en que vive, referente a la verdad, así también la teología participa de la misión de la comunidad. La teología tiene que encontrarse enfrentada a las concepciones de la historia y a las cosmovisiones científico-históricas, en un proceso referente al futuro de la verdad y, por ello, debe hallarse también en polémica con aquéllas acerca de la realidad de la resurrección de Jesús. Esa lucha que acontece en la polémica con y en la destrucción de los conceptos científico-históricos modernos acerca de la realidad, lucha entablada en torno a la realidad enigmática de la resurrección de Jesús, no es en modo alguno tan sólo una lucha en torno a un detalle de un pasado lejano; por el contrario, esa realidad pone en cuestión también los medios científico-históricos de asegurarse de la historia. Se lucha por el futuro de la historia y por el modo de conocer, esperar y trabajar en ese futuro. Se lucha por conocer la misión del presente y por determinar y conocer la tarea del ser humano.
El sentido de la polémica científico-histórica en torno a la resurrección de Cristo no ha sido jamás un sentido únicamente científico-histórico. Y así, la pregunta especial por la realidad científico-histórica de la resurrección, que dice ¿Qué puedo yo saber?, apunta, por encima de sí misma, hacia estas otras preguntas, próximas a ella: ¿qué debo hacer? y ¿qué me es lícito esperar?, ¿qué horizonte de futuro, poblado de posibilidades y de peligros, se nos abre desde la historia pasada? Una pregunta por la resurrección, si se plantea de un modo exclusivamente científico-histórico, es extraña a los textos de los relatos pascuales. Pero éstos son extraños al contexto de experiencia del mundo que tiene el historiador y dentro del cual él se esfuerza por leer los textos. Toda comprensión real comienza con tales extrañezas.
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Los relatos pascuales del Nuevo Testamento predican narrando, y narran historias predicando. La alternativa moderna de si hay que leerlos como una fuente científico-histórica o como una llamada kerigmática a adoptar una decisión, les resulta tan extraña, como les resulta extraña la separación moderna de verdad de cosas y verdad de existencia. Por ello habría que preguntarse si no sería necesario unir otra vez, de una manera nueva, los conocimientos de la investigación histórico-formal, que dicen en resumen que no fueron archiveros, sino misioneros, los que dieron forma a esa tradición; unir esos conocimientos, decimos, con la intención de la pregunta científico-histórica, que interroga por los sucesos que esa predicación proclama con sus palabras. Si la realidad de la resurrección nos ha sido transmitida y comunicada tan sólo en el modo de la predicación misionera, y esa forma de tradición y de comunicación pertenece evidentemente a la realidad de la resurrección misma, hay que plantearse el problema de si la forzosidad interna de adoptar ese modo de expresión y de comunicación no se encuentra fundada en la peculiaridad del acontecimiento mismo. Pues, propiamente, no resulta explicable ni como añadido ni como casualidad.
La realidad que se encuentra detrás de los relatos kerigmáticos tiene que ser evidentemente una realidad tal, que "forzó" a la predicación a todos los pueblos y a concepciones cristológicas siempre nuevas. El encargo y la autorización para esa misión universal deben ser entonces un elemento constitutivo del acontecimiento mismo de que esa misión habla. Si no se pregunta ya tan sólo "cómo" predicó la comunidad y a qué cambio de formas estuvo expuesta su predicación, sino que se pregunta "por qué" se habló así y qué fue lo que llevó a la predicación, entonces nos encontraremos en una nueva vía para plantear la cuestión científico-histórica y para ver la verdad existencial de la fe como fundada en la verdad objetiva de lo que hay que creer. Entonces el problema no es ya si esa predicación es cierta, en el sentido de la "ciencia histórica", sino si y cómo la predicación es legitimada y necesariamente engendrada por el acontecimiento de que habla. Entonces no se puede preguntar ya sólo, en el sentido de la ciencia histórica, por lo que ocurrió en aquel tiempo pasado, y tampoco se puede interpretar la interpelación actual únicamente de manera existencial, sino que hay que preguntar por lo abierto, por lo no concluso, por lo todavía no liquidado, por lo que falta y, en consecuencia, por el futuro que ese acontecimiento anuncia.
Si en ese acontecimiento hay algo que todavía no se ha realizado, sino que está referido a un futuro determinado, entonces se vuelve inteligible el que no se pueda hablar de ese acontecimiento con la distancia propia de la ciencia histórica, a la manera de un relato que se refiere a un suceso concluso en sí mismo, sino sólo a la manera de una esperanza en recuerdo. Si este acontecimiento de la resurrección de Cristo sólo puede ser bien entendido tomándolo conjuntamente con su futuro escatológico-universal, esto significa que la única forma de comunicación que corresponde a este acontecimiento es necesariamente la predicación misionera a todos los pueblos sin distinción; una misión que se sabe a sí misma puesta al servicio del futuro prometido de ese acontecimiento. Sólo la predicación misionera hace justicia al carácter científico-histórico y al carácter escatológico de ese acontecimiento. Ella representa la forma correspondiente a este acontecimiento de la experiencia de la historia, de la existencia histórica y de la expectación histórica.
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El acontecimiento de la resurrección de Cristo de entre los muertos es un acontecimiento que sólo se entiende en el "modus" de la promesa. Tiene su tiempo todavía delante de sí, es concebido como "fenómeno histórico" tan sólo en su referencia a "su" futuro, y notifica al que lo conoce un futuro al cual éste debe marchar históricamente. Por ello habrá que leer siempre también escatológicamente los relatos de la resurrección en el horizonte de esta pregunta clave: ¿qué me es lícito esperar? Sólo con esta tercera pregunta penetran el recuerdo, así como el saber científico-histórico que le corresponde, en un horizonte adecuado a la cosa que se trata de recordar. Sólo desde esta pregunta penetran la historicidad de la existencia humana, y la comprensión de sí mismo correspondiente a ella, en un horizonte apropiado a la historia que fundamenta e inaugura la historicidad del existir humano.
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La esperanza cristiana de futuro surge de la percepción de la resurrección y aparición de Jesucristo. Sin embargo, el saber teológico de esperanza sólo puede percibir este acontecimiento en la medida en que intenta imaginar el horizonte de futuro que ese acontecimiento delinea. Conocer la resurrección de Jesús significa, por ello, conocer en este acontecimiento el futuro de Dios para el mundo, así como el futuro del hombre, futuro que el hombre encuentra en este Dios y en su obrar. Allí donde se realiza ese conocimiento, tiene lugar también el recuerdo de la historia de promesa del Antiguo Testamento en una actualización crítica y transformadora. La escatología cristiana, que intenta imaginar el futuro inagotable de Cristo, no coloca el acontecimiento de la resurrección en un marco apocalíptico, histórico-universal. Pregunta, más bien, por la "tendencia" interna del acontecimiento de la resurrección, pregunta por aquello que, en justicia, puede y debe ser esperado del resucitado y exaltado. Pregunta por la misión o envío de Cristo y por la "intención" de Dios, que le resucitó de entre los muertos. Conoce como tendencia interna de este acontecimiento el dominio futuro de Cristo sobre todos sus enemigos, también sobre la muerte. "Pero él TIENE QUE dominar..." (1 Cor 15, 28). Conoce como tendencia externa o como consecuencia el propio envío o misión: "El evangelio TIENE QUE ser predicado a todos los pueblos" (Mc 13, 10).
La escatología cristiana habla del futuro de Cristo, que saca a luz al hombre y al mundo. No habla, a la inversa, de una historia universal y de un tiempo que saquen a luz a Cristo, y tampoco habla de un hombre cuya buena voluntad sea la que saque a luz a Cristo. Por ello queda excluído insertar el acontecimiento de la resurrección en la historia universal o en lo apocalíptico, así como el poner una fecha a su futuro o a su retorno. No es "el tiempo" el que saca a luz a Cristo, y no es la historia la que le otorga su derecho, sino que es él el que saca a luz a los tiempos. El retorno de Cristo no viene "por sí mismo", como el año 1969, sino que viene de Cristo mismo, viene cuando Dios quiere y como él, de acuerdo con su promesa, quiere. Por ello está excluida la eternización de la apertura al horizonte de la esperanza cristiana. La apertura de la existencia cristiana tiene un final, pues no es apertura para un futuro que permanece vacío, sino que tiene como presupuesto el futuro de Cristo, y en ese futuro encuentra su cumplimiento.
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Las apariciones pascuales de Jesús son, evidentemente, apariciones en que se hace una llamada. Por esto coinciden en ellas el conocimiento de Jesucristo y el conocimiento de su misión y de su futuro. Y por esto coinciden también el conocimiento de sí mismo y el conocimiento de la propia llamada y del propio envío o misión a su futuro, al futuro de Cristo.El horizonte dentro del cual se hace conocible la resurrección de Cristo como "resurrección" es el horizonte de promesa y de envío hacia adelante, hacia su futuro y hacia el futuro de su dominio. Sólo en este contexto, desde él y hacia él, surgen aquellas preguntas que se refieren al futuro de la historia universal. Y por ello aparecen en la forma de la pregunta por el destino de "Israel y de los pueblos", y obtienen respuesta en aquel punto eje de la historia de la crucifixión de Cristo por judíos y gentiles y de su resurrección para judíos y gentiles. Reciben respuesta en el horizonte de la misión de Cristo y de la misión de la comunidad, compuesta de judíos y gentiles.
Sólo en este contexto aparece también la pregunta por la "verdadera humanidad", por aquello que hace hombre al hombre, y se la contesta con la manifestación de un camino, de una promesa y de un futuro, en los cuales "la verdad" viene al hombre y éste mismo llega a la verdad. La comunidad con Cristo, el nuevo ser en Cristo, se muestran como el camino hacia la humanización del hombre. En ellos se anuncia el verdadero ser humano, y en ellos podemos buscar el futuro todavía oculto y no cumplido de la humanidad. Esta apertura al mundo y esta apertura al futuro de la existencia humana son fundamentadas, inauguradas y mantenidas en vida por la apertura de la revelación de Dios que se anuncia en el acontecimiento de la resurrección de Cristo, en la cual este acontecimiento apunta, por encima de sí mismo, hacia un "eschaton" de la plenitud de todas las cosas.
La apertura de la existencia cristiana no es un caso especial de la apertura humana general. No es una forma especial del "cor inquietum" de la criatura. Más bien el "cor inquietum" del hombre, que es histórico e impulsa a la historia, surge de la "promissio inquieta" y pende de ella, está remitido a ella. La resurrección de Cristo es "promissio inquieta" hasta que encuentre reposo en la resurrección de los muertos y en una totalidad del nuevo ser. El conocimiento de la resurrección del crucificado introduce la contradicción de un mundo irredento, percibida continuadamente y en todas partes, introduce el duelo y el sufrimiento que ese mundo produce, en la confianza de la esperanza; y por otro lado, la confianza de la esperanza se vuelve terrena y universal. Todo docetismo en la esperanza que deje invalidarse las circunstancias terrenas o la corporeidad en su contradicción, y se reduzca a la Iglesia, al culto o a la interioridad creyente, representa por ello una negación de la cruz. La esperanza nacida de la cruz y de la resurrección transforma lo nulo, lo contradictorio y doloroso del mundo en su "todavía no", y no permite que acabe en la "nada".
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El acontecimiento fundamental ocurrido en las apariciones pascuales consiste entonces, evidentemente, en la revelación de la identidad y la continuidad de Jesús en la contradicción total de cruz y resurrección, de abandono de Dios y cercanía de Dios. Por ello puede todo el Nuevo Testamento afirmar que lo que los discípulos vieron en pascua no fue un nuevo ser divino cualquiera, sino a Jesús mismo. El Señor creído y predicado con pascua se encuentra, por tanto, en una continuidad que debemos formular y buscar siempre de nuevo, y que no debemos abandonar jamás, con el Jesús terreno venido y crucificado. El único puente que asegura la continuidad de la predicación cristiana primitiva con la historia y la predicación de Jesús mismo pasa por la resurrección del crucificado. Esta es una continuidad en discontinuidad radical, o una identidad en contradicción total. El enigma de esta identidad misteriosa entre el Cristo crucificado y el Cristo resucitado es, evidentemente, el motivo que impulsó las disputas cristológicas de la cristiandad primitiva. En su carácter de pregunta, que aparece una y otra vez, ese enigma es la auténtica constante en las polémicas cristológicas. Como caminos errados aparecen aquí las siguientes posibilidades:
1. El Jesús terreno y crucificado es absorbido y devorado totalmente dentro del ser celeste del resucitado y exaltado. El recuerdo de sus palabras y de su muerte queda recubierto por la mirada dirigida a su presente ser celestial, de tal manera que no se percibe ya la dureza de la ausencia divina del viernes santo. Esta tendencia condujo al docetismo.
2. Las apariciones pascuales son tomadas tan sólo como confirmación divina de las pretensiones del profeta muerto, de tal manera que sus palabras continúan actuando, pero no él mismo. En este caso la "resurrección" es sólo la la legitimación y la interpretación de lo científico-histórico. La línea de continuidad va de las palabras del maestro muerto a la predicación de la comunidad, que continúa las palabras de aquél. La muerte queda abolida, por así decirlo, por la confirmación divina en las apariciones pascuales. La continuidad que queda es entonces una continuidad directa, repetitiva, la cual, dejando de lado la cruz y la resurrección, se dirige a la comprensión que de sí mismo y de la existencia humana tenía Jesús. En este caso las apariciones pascuales no son signo de un nuevo acontecimiento ocurrido en Jesús, sino el nacimiento de la fe en la predicación de Jesús. Esta tendencia condujo en aquel tiempo al ebionitisno.
3. Jesucristo, crucificado ayer, hoy resucitado, es "el mismo" en ambas formas de aparición. La cruz y la resurrección son entonces sólo dos modos de ser que se dan en su persona única, eterna y en sí misma inmutable. Su muerte terrena y su vida de resurrección se vuelven en este caso relativas a la sustancia única que hay en su persona, la cual estaría en sí misma más allá de la muerte y de la vida. Con esta concepción, tal como se insinúa sobre todo en la cristología de la Iglesia antigua, no se percibe ni el carácter mortal de su muerte ni tampoco lo nuevo y sorprendente de su resurrección. Esta tendencia condujo al modalismo.
A la vista de estos esquemas habrá que decir que la identidad de Jesús sólo puede ser entendida como una identidad "en" la cruz y la resurrección, pero no por encima de ellas; es decir que esa identidad tiene que permanecer unida con la dialéctica de cruz y resurrección. Las contradicciones de cruz y resurrección forman parte en este caso de su identidad. Ni se puede reducir la resurrección a la cruz, como si fuera el significado de ésta, ni se puede reducir la cruz a la resurrección, como si fuera su etapa previa. Se trata formalmente de una identidad dialéctica, la cual sólo existe por la contradicción, y de una dialéctica que subsiste en la identidad.
La expresión apocalíptica "resurrección de entre los muertos por Dios" introduce en las determinaciones personales "crucificado-resucitado" una fórmula que habla de una obra. Con su resurrección por Dios, Jesús es identificado como el crucificado resucitado. El punto de identidad no reside entonces en la persona de Jesús, sino "extra se" en el Dios que crea de la nada la vida y el nuevo ser. En este caso Jesús murió del todo y resucitó del todo. Para este modo de pensar, la revelación de la divinidad de la fidelidad de Dios reside en la revelación de sí mismo por Jesús en sus apariciones. En este caso hay que decir que Dios confiesa ser Dios y hace manifiesta su fidelidad en este acontecimiento que se vuelve experimentable en la crucifixión y las apariciones pascuales. Mas entonces este acontecimiento que se hace manifiesto en la cruz y en las apariciones pascuales remite, hacia atrás, a las promesas de Dios, y hacia adelante, a un "eschaton" de la revelación de su divinidad en todo. Entonces hay que entender ese acontecimiento como el acontecimiento escatológico de la fidelidad de Dios, y a la vez como garantía escatológica de su promesa y como inicio del cumplimiento.
Es correcto entonces que el futuro de Cristo no sea aguardado sólo en su glorificación universal, sino que su dominio quede subordinado a la revelación escatológica de la divinidad de Dios en todo lo que es y en todo lo que no es, como insinúa Pablo en 1 Cor 15, 28. Lo que aconteció entre la cruz y las apariciones pascuales es entonces un acontecimiento escatológico, que tiende a la revelación futura y al cumplimiento universal. Apunta por encima de sí mismo, y también por encima de Jesús, hacia la revelación venidera de la gloria de Dios. Entonces Jesús se identifica en las apariciones pascuales como el que viene, y su identidad en cruz y resurrección señala la dirección y abre el camino al acontecimiento venidero.
El que aparece como resucitado no es conocido entonces como el eternizado o el glorificado en el cielo, sino que aparece en el resplandor anticipado de la gloria prometida y venidera de Dios. Lo que en él aconteció es entendido como inicio y como promesa garantizada del dominio verdadero de Dios sobre todo, como victoria de la vida dada por Dios sobre la muerte. Cruz y resurrección no son sólo, en este caso, "modi" que se dan en la persona de Cristo. Su dialéctica es, más bien, una dialéctica abierta, que encontrará su síntesis superadora en el "eschaton" de todas las cosas.En cambio, si se establece en la persona de Jesús una diferencia entre cruz y resurrección, aquel acontecimiento que se da entre la cruz y la pascua no es tomado como revelación de la divinidad de Dios en la muerte, y tampoco ya como acción creadora de Dios, sino que es entendido como "autobasileia" de Jesús: el crucificado ha resucitado. Ha resucitado incluso sin una intervención especial de Dios, porque él mismo es Dios. Pero esta concepción transforma la pascua en el nacimiento de un nuevo Kyrios cultual, y sólo difícilmente puede mantenerse frente a la experiencia efectiva del dominio actual de la muerte y de las potencias de la nada sobre el hombre.
Sumando los relatos pascuales, tenemos que en las palabras oídas al resucitado no se encuentra únicamente el momento de la identificación de sí mismo, sino también, constantemente, un tema de misión y de promesa. Las apariciones del resucitado fueron experimentadas por los afectados como un encargo de servicio y de misión en el mundo, pero no como vivencias bienaventurantes de la unificación con lo divino que aquí aparece. El encargo de prestar un servicio apostólico al mundo se consideró como la auténtica palabra del resucitado. Las apariciones eran apariciones que hacían una llamada, situando a los afectados en la imitación de la misión de Jesús. La revelación del resucitado identificaba a los afectados con la misión de Jesús y los introducía así en una historia que es inaugurada y se halla determinada por la misión de Jesús y por su futuro, que se ha vuelto manifiesto y esperable en el anticipo de pascua.
La percepción del acontecimiento de la resurrección ocurrido en Jesús llevó, pues, por lógica consecuencia, a percibir la propia misión y el propio futuro. Esto sólo resulta inteligible propiamente si el misterio de la persona de Jesús y de su historia en cruz y resurrección se concibe desde su misión y hacia el futuro de Dios para el mundo, al cual sirve su misión. Sólo cuando se ve su historia, determinada así desde el "eschaton", y sólo cuando la propia conciencia de la historia se presenta en la conciencia de misión, puede ser llamada "histórica" la resurrección de Jesús de entre los muertos. Su enigmática identidad en la contradicción de cruz y resurrección hay que entenderla por ello como una identidad escatológica. Los títulos de Cristo, con los cuales se expresa esa identidad, se anticipan a su futuro. No son, por ello, títulos compactos, que fijen quién fue y es, sino que son, por así decirlo, títulos abiertos, resbaladizos, que anuncian en promesa lo que él será. Y por lo mismo, son a la vez títulos dinámicos. Son conceptos movidos y motrices de la misión, que quieren señalar a los hombres su trabajo en el mundo y su esperanza en el futuro de Cristo.
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La percepción del acontecimiento de la resurrección de Cristo es un conocimiento esperanzado y expectante. Ese conocimiento percibe en él la latencia de la vida eterna, de esa vida que, en la alabanza de Dios, surge de la negación de lo negativo, de la resurrección del crucificado y de la exaltación del abandonado. Acepta la tendencia a la resurrección de los muertos que hay en este acontecimiento de la resurrección de uno. Obedece a la intención de Dios, en la medida en que se entrega a la dialéctica de la pasión y de la muerte, en la expectación de la vida eterna y de la resurrección. Esto es descrito como la obra del Espíritu Santo. El "Espíritu" es, según san Pablo, el "Espíritu viviente", el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, y que "habita en aquellos" que perciben a Cristo y su futuro, y que "vivificará sus cuerpos mortales" (Rom 8, 11).
Lo que aquí se califica de "Espíritu" no es algo que caiga del cielo ni que lleve entusiásticamente a él, sino algo que brota del acontecimiento de la resurrección de Cristo, siendo un anticipo y una prenda de su futuro, del futuro de la resurrección universal y de la vida.
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El fundamento y el derecho de la comunidad cristiana a proseguir la predicación de Jesús y también a transformarla a su vez, se basan en el suceso en virtud del cual aquella comunidad recordaba las palabras y el obrar de Jesús y anunciaba que este mismo es el Señor de todo el mundo, es decir se funda en las apariciones pascuales del resucitado. Mas esas apariciones fueron percibidas y anunciadas en un horizonte apocalíptico de expectación: resurrección como suceso escatológico --Jesús, la primicia de la resurrección--. La comunidad tuvo que vincular la comprensión de Jesús que se deriva del acontecimiento de la resurrección del crucificado por Dios, con el recuerdo de la comprensión de Dios y de su reino que se deriva de las palabras y las acciones de Jesús.
El carácter escatológico de decisión que tiene la predicación por Jesús del cercano dominio divino tuvo que ser trasladado, en consecuencia, al carácter de decisión que tiene el mensaje que habla del Señor crucificado y resucitado. Pero con ello la predicación del dominio divino adquirió un nuevo carácter apocalíptico y pudo ser enlazada con los títulos apocalíptico-mesiánicos de Cristo, tales como Hijo del Hombre. Hay ahí una discontinuidad entre el mensaje del reino predicado por Jesús y el mensaje cristológico del reino predicado por la comunidad, como se pone palpablemente de manifiesto en la frase de A. Schweitzer que dice que Jesús predicó el reino y que la Iglesia le predicó a él. Esta discontinuidad está, sin embargo, justificada. La comunidad no tiene que continuar la conciencia de sí o la comprensión de sí que tuvo Jesús, sino que tiene que predicar quién es éste. Mas esto es algo que sólo se evidencia desde el final, es decir desde la cruz y las apariciones pascuales, que son un anticipo de su meta y de su final, los cuales todavía están escatológicamente pendientes. La base de las afirmaciones cristológicas de la comunidad no es la conciencia de sí que Jesús tenía, sino aquello que aconteció en la cruz y en la resurrección. Su muerte y su resurrección marcan la discontinuidad entre el Jesús histórico y la cristología del cristianismo primitivo. Pero su identidad --que consiste en que el aparecido como resucitado es el crucificado, y no otro alguno-- es, a la vez, el puente que lleva al Jesús histórico, es el motivo y la ocasión para recordar históricamente la predicación y el obrar de Jesús.
Es posible que, en la tradición evangélica de la cristiandad primitiva, ese recuerdo se encuentre enturbiado por más de un entusiasmo referente a la resurrección y al espíritu; sin embargo, las cristofanías pascuales son la única razón suficiente para reactualizar memorativamente su predicación, de igual manera que es su cruz el único fundamento suficiente para no olvidar su promesa del reino, por encima del retraso de la parusía del reino. Los relatos evangélicos no necesitan caer por ello bajo la acusación de ser una re-proyección fantástica de la fe en la resurrección. Esos relatos recuerdan a Jesús a base de las expectaciones de su futuro suscitadas por las apariciones de resurrección, y hablan del Jesús histórico, del Jesús llegado, viéndole a la luz de su futuro, que podemos aguardar merced a la pascua. Estas esperanzas son evidentemente un poderoso motivo del recuerdo histórico y también de descubrimientos históricos. No es la comprensión de sí que Jesús tenía, cualquiera que fuese el modo como estuviese constituída, sino la comprensión de su futuro, que nosotros podemos creer y aguardar merced a la pascua, lo que manifiesta quién fue y quién es Jesús "en realidad". No es el recuerdo del maestro muerto, rememorado a la luz de su muerte, sino la experiencia de pascua la que fuerza a identificar a Jesús. Sólo la enigmática identidad dialéctica del resucitado con el crucificado fuerza a admitir una continuidad entre la cristología del cristianismo primitivo y el mensaje de Jesús mismo. La "conciencia de sí de Jesús" no fuerza a conservarle en nuestra conciencia; pero la conciencia acerca de Jesús, forjada por las apariciones de resurrección, sí fuerza a preguntar por la propia continuidad de esta conciencia con la conciencia misma de Jesús.
Ahora bien, si la resurrección de Jesús de entre los muertos forma parte de este modo del mensaje cristiano del reino, entonces esa resurrección difícilmente consiente que se la siga concentrando por más tiempo en su "sentido para la existencia" y se la continúe eticizando existencialmente; entonces nos vemos forzados a desplegar el horizonte universal de esperanza y de promesa sobre todas las cosas, con la misma amplitud con que lo había desplegado la apocalíptica; no de la misma manera, pero sí con la misma amplitud cósmica. Por esto no se debería hablar sólo del dominio divino, queriendo significar con ello que la existencia del hombre está afectada escatológicamente por la exigencia absoluta, sino que tendríamos que volver a hablar del reino de Dios, y desarrollar con ello la amplitud escatológica del futuro del reino para todas las cosas, futuro en el cual le introducen, al que espera, el envío y el amor de Cristo.
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Con la experiencia de la cruz y de la resurrección, el "reino de Dios" no sólo es entendido cristológicamente, sino también escatológicamente de una manera nueva. Por razón de las experiencias de la cruz y de pascua, las comunidades más antiguas no vivían en un "tiempo cumplido", sino en expectación de futuro. Es verdad que las experiencias de pascua y del Espíritu pudieron dar ocasión a una escatología de cumplimiento basada en el Espíritu, por la cual parecían quedar superadas en éste las experiencias de la cruz y de la contradicción a la realidad. Únicamente el realismo propio de la cruz terrena de Jesús y de la contradicción a un mundo no redimido --contradicción percibida por doquiera en el envío--, hicieron aparecer como error este docetismo religioso o cultual. Y así se impuso, precisamente en Pablo, una comprensión escatológica del reino de Dios no llegado todavía, en contra del entusiasmo escatológico y cultual. Si la resurrección de Jesús de entre los muertos ofrece motivo para una nueva esperanza del reino, esto quiere decir que el futuro prometido no puede consistir ya en la donación misma del Espíritu, sino que el "Espíritu" mismo se convierte en la "prenda" del futuro aún no llegado, y por ello "lucha" contra las "obras de la carne". Si el reino de Dios implica la resurrección de los muertos, entonces ese reino es una nueva creación, y entonces el "Señor exaltado" no puede ser concebido como uno más entre otros muchos señores cultuales o como el "verdadero Señor del culto", sino sólo como el cosmocrator.
El dominio del Cristo resucitado y exaltado, tal como lo entendió la cristología de exaltación de la comunidad helenística, es, él mismo, escatológicamente provisional y sirve a la finalidad del dominio único de Dios, en el cual todas las cosas se renovarán. Mas entonces la comprensión escatológica del mensaje del reino no deforma el mensaje de Jesús sobre éste, sino que le vuelve universal, le abre a una totalidad del nuevo ser. Las apariciones pascuales se convierten entonces en ocasión para aguardar tanto el dominio de Dios sobre la muerte como la justicia de Dios en todas las cosas pasajeras. Si el reino de Dios comienza, por así decirlo, con un nuevo acto de creación, esto significa que el reconciliador es, en última instancia, el creador, y por ello la perspectiva escatológica de reconciliación tiene que significar la reconciliación de toda criatura y desplegar una escatología de todas las cosas.
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La promesa del reino de Dios, en el cual todas las cosas consiguen el derecho, la vida y la paz, la libertad y la verdad, no es exclusiva, sino inclusiva. Y así también su amor, su solidaridad y su compasión son inclusivos; no excluyen nada, sino que incluyen en la esperanza todo aquello en lo cual Dios será todo en todo. La "pro-missio" del reino de Dios es el fundamento de la "missio" del amor al mundo.
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Pero si la promesa del futuro de Cristo nace de la resurrección del crucificado, esto significa que la promesa entra en una contradicción tal con la realidad, que no es posible insertar esa contradicción en una dialéctica histórica universal, tal como podemos deducirla de otros sucesos. Insertar esa contradicción en la historia de salvación y en la historia del mundo resulta posible tan sólo si la empequeñecemos. Sólo entonces es reconciliable en una dialéctica histórico-universal. Pero si en el acontecimiento de la resurrección del crucificado vemos una "creatio ex nihilo", lo que aquí está en juego no es entonces un posible cambio de lo existente, sino nada y todo. Entonces se ve que este mundo "no puede soportar" ni la resurrección ni el nuevo mundo creado a partir de aquélla. La dialéctica que quiere soportar esa contradicción tiene que convertirse en una dialéctica apocalíptica. La síntesis reconciliadora de cruz y resurrección sólo puede ser aguardada y esperada en una totalidad del nuevo ser. La teología histórico-salvífica percibe sin duda el decurso de promesas y acontecimientos, pero no la contradicción de la promesa frente a la realidad, y por ello no percibe el desvelamiento del mundo ateo en la cruz de Cristo.
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La expectación cristiana no se dirige a nadie más que al Cristo llegado, pero aguarda de él algo nuevo, algo no acontecido hasta ahora: aguarda el cumplimiento de la prometida justicia divina en todo, el cumplimiento de la resurrección de los muertos prometida en su resurrección, el cumplimiento del dominio del crucificado sobre todo, prometido en su exaltación.
Esta irredención del mundo, visible y experimentable en el sufrimiento, no es para la expectación cristiana, como era para los judíos, un argumento contra la fe de que el mesías ha venido ya, sino la opresora pregunta de sus oraciones, que imploran el futuro del redentor llegado. No porque sea dudoso que Jesús es el Cristo, sino porque con él fue puesta en vigencia la redención, gimen los creyentes, junto con toda criatura, bajo la irredención del mundo, y quieren comtemplar el cumplimiento universal de su obrar redentor y restaurador. Conocen al redentor y en su nombre aguardan el futuro de la redención, pero esto significa que, para ellos, la irredención de este mundo de muerte no se convierte tampoco, de manera platónica, en el mundo inesencial de la apariencia, en el cual lo que importa ya es tan sólo la demostración y el desvelamiento de la redención. El alfa y la omega son ciertamente lo mismo en lo que se refiere a la persona: "Yo soy el alfa y la omega" (Apoc 1, 8). Pero no son lo mismo en lo que se refiere a la realidad del acontecer, "pues todavía no ha aparecido lo que seremos" (1 Jn 3, 2), y "lo primero" no ha pasado todavía, y tampoco "todo" se ha hecho nuevo. Así, pues, hay que aguardar algo nuevo del futuro. Pero si ese futuro se aguarda como el "futuro de Cristo", entonces no se le aguarda de algo nuevo o distinto. Lo que el futuro trae, eso se ha vuelto confiadamente esperable "de una vez por todas" en virtud del acontecimiento de la resurrección del crucificado. La fe en Jesús como el Cristo no es el final de la esperanza, sino la confianza en la esperanza (Heb 11, 1). La fe en Cristo es el "prius", pero la esperanza tiene la primacía en esa fe.
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Todas las pruebas de Dios son en el fondo anticipaciones hacia aquella realidad escatológica en la cual Dios es manifiestamente todo en todo. Suponen esta realidad como ya presente y como inmediatamente visible a todo hombre. Los principios hermenéuticos que se deducen de ellas hacen del presente de Dios --presente demostrable, visible o perceptible a base del mundo, de la existencia humana, o del nombre predicado de Dios, aun cuando sea sólo en la pregunta necesaria por él-- el punto de partida de la explicación y de la apropiación de los testimonios históricos, bíblicos.
Pero semejante "teología natural", en la cual Dios es manifiesto y demostrable a todo hombre, no es el presupuesto de la fe cristiana, sino la meta de futuro de la esperanza cristiana. Ese presente universal e inmediato de Dios no es aquello de que la fe viene, sino aquello hacia lo que la fe camina. No es aquello en que la fe está, sino aquello que la fe busca. Sólo en virtud de la revelación de Dios ocurrida en el acontecimiento de promesa de la resurrección del Cristo crucificado tiene la fe que inquirir y buscar la revelación universal e inmediata de Dios en todo y para todos. Aquel mundo que demuestra la divinidad de Dios, y aquella existencia humana que es movida necesariamente por Dios, son aquí proyectos de futuro de la esperanza cristiana. Son anticipaciones hacia aquel país, no alcanzado todavía, del futuro, en el cual Dios es todo en todo. Son proyectos antropológicos y cosmológicos de la fe cristiana, en los cuales el Dios de Jesucristo es "supuesto" o dado a todos los hombres y a toda la realidad como el Dios de todos los hombres o de toda la realidad. Esto es posible en tanto la realidad, y los hombres en ella, se encuentren históricamente en movimiento. Y es necesario para proyectar el horizonte universal de futuro de la misión cristiana. Sin tales proyectos, que se refieren al todo y que esclarecen a todos los hombres la existencia y el destino humanos, el cristianismo se convertiría en una secta, y la fe, en una religión privada.
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La "cristiandad" no tiene su esencia y su fin en sí misma, ni en su propia existencia, sino que vive de algo y existe para algo que va más allá de ella. Si se quiere captar el misterio de su existencia y de sus modos de actuación, hay que preguntar por su "misión". Si se quiere averiguar su esencia, hay que preguntar por aquel "futuro" en el que ella coloca sus "esperanzas" y expectaciones. Si la cristiandad misma se ha vuelto insegura y desorientada en las nuevas circunstancias sociales, entonces tiene que reflexionar de nuevo sobre aquello para lo que existe y hacia lo que aspira.
Hoy es cosa reconocida por todos que el Nuevo Testamento concibe la Iglesia como "comunidad escatológica de salvación" y por tanto habla de la recogida y de la misión de la comunidad dentro de un horizonte escatológico de expectación. Para que Cristo resucitado pueda llamar, enviar, justificar y santificar, reúne, llama y envía a unos hombres a su futuro escatológico para el mundo. El Señor resucitado es siempre el aguardado por la comunidad; y, desde luego, el Señor aguardado por ella para el mundo, y no sólo para sí misma. Por ello la cristiandad no vive de sí misma ni para sí misma, sino que vive del dominio del resucitado y para el dominio venidero de aquel que venció a la muerte y trae la vida, la justicia y el reino de Dios.
Esta orientación escatológica se muestra en todo aquello de lo que vive y para lo que vive la comunidad. La comunidad vive de la palabra de Dios, de la palabra que predica, anuncia y envía. Esta palabra no posee en sí misma una cualidad mágica.
"La palabra predicada está dirigida a aquello que la "precede" en todos los aspectos. Está abierta para el 'futuro' que acontece en ella, pero que a la vez es conocido, mediante su 'suceder', sólo como 'pendiente'."
La palabra que vivifica y que llama a la fe es anuncio y predicación. No da una revelación definitiva y concluyente, sino que llama a recorrer un camino cuya meta muestra en promesas, y que sólo puede ser alcanzada siguiendo obedientemente a la promesa. En cuanto promesa de futuro escatológico y universal, la palabra apunta por encima de sí misma; hacia adelante apunta a lo venidero, y hacia fuera, a la amplitud del mundo, al cual adviene lo venidero prometido. Por esto, toda predicación se encuentra dentro de aquella tensión escatológica. Vale en la medida en que es "hecha" válida. Es verdadera en la medida en que anuncia el futuro de la verdad. Comunica esta verdad de tal manera que sólo se la puede tener "aguardándola" con confianza y "buscándola" con toda pasión.
La palabra de Dios posee así una trascendencia interna hacia su propio futuro. Ella misma es un don escatológico. En ella está ya presente el futuro oculto de Dios para el mundo. Pero está presente en el "modus" de la promesa y de la esperanza despertada. La palabra misma no es la salvación escatológica, sino que recibe su relevancia escatológica de la salvación venidera. De la palabra de Dios puede decirse lo mismo que del espíritu divino: es prenda de lo venidero y liga al hombre a sí, para apuntar y dirigir hacia algo mayor.
Lo mismo puede afirmarse del bautismo y de la cena. También el bautismo "se antecede a sí mismo". En la medida en que bautiza a los hombres en la muerte de Cristo ya ocurrida, los sella para el futuro reino que es traído por el Cristo resucitado. La comunidad bautizante está autorizada a realizar el bautismo tan sólo como comunidad escatológica; es decir la legitimación para realizar ese acto jurídico y creador la recibe de su apertura hacia lo que viene hacia ella. De igual manera, tampoco podemos entender la cena de manera mistérica y cultual, sino escatológica. La comunidad de la cena no es detentadora de la presencia sacral de lo absoluto, sino comunidad que espera, que aguarda y que busca la unión con el Señor que viene. De esta manera hay que entender la cristiandad como comunidad de aquellos que, en virtud de la resurrección de Cristo, aguardan el reino de Dios y se hallan definidos en su vida por esta espera.
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La cristiandad no tiene que servir a la humanidad para que este mundo continúe siendo lo que es, o sea, preservado en aquello que es, sino para que se transforme y se convierta en aquello que se le ha prometido. Por esto "Iglesia para el mundo" no puede significar otra cosa que "Iglesia para el reino de Dios" y para la renovación del mundo. Esto acontece por el hecho de que la cristiandad introduce a la humanidad, y, concretamente, la comunidad introduce a la sociedad en que vive, en su propio horizonte de expectación del cumplimiento escatológico del derecho, la vida, la humanidad y la socialidad, y con sus propias decisiones históricas le comunica su apertura, su disposición y su elasticidad para ese futuro.
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Es demasiado poco el decir que el reino de Dios se relaciona únicamente con las personas, pues, en primer lugar, la justicia y la paz del reino prometido son conceptos de relación, y por ello atañen también a las relaciones de los hombres entre sí, y de éstos con las cosas; y, en segundo término, la idea de una personalidad a-social del hombre es una abstracción.
En una vida institucionalizada, la esperanza cristiana plantea la "cuestión del sentido", porque de hecho no puede contentarse con estas circunstancias y conoce que la "benéfica aproblematicidad de la vida" que en ellas se da es tan sólo una nueva figura de lo inane y de la muerte. La esperanza cristiana se dirige de hecho a "otras instituciones", porque tiene que aguardar la vida verdadera, eterna, la dignidad verdadera y eterna del hombre, las relaciones verdaderas y justas, tiene que aguardarlas, decimos, del reino venidero de Dios. Por ello intentará sacar a las instituciones modernas de sus tendencias de estabilización --inmanentes a ellas--, intentará volverlas inseguras, históricas, y abrirlas a aquella elasticidad que corresponde a la apertura hacia el futuro que ella aguarda. Con la resistencia práctica y con la reconfiguración creadora, la esperanza cristiana pone en tela de juicio lo existente y sirve así a lo venidero. Rebasa lo que encuentra ante sí en dirección a lo nuevo esperado, y busca ocasiones de corresponder cada vez mejor en la historia al futuro prometido.
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Apéndice: EL PRINCIPIO ESPERANZA (de E. Bloch) y TEOLOGÍA DE LA ESPERANZA
Karl Marx recogió el procedimiento reductivista de la crítica religiosa de Feuerbach, pero el materialismo sensible de éste en la antropología lo transformó en un materialismo dialectico-histórico del hombre activo, que reforma las circunstancias. El hombre no es, como lo es el mundo sensible que le rodea, "una cosa dada directamente desde la eternidad, siempre igual a sí misma". "El hombre, es decir 'el mundo del hombre', el estado, la sociedad". Su esencia es conquistada en el trabajo. Por ello para Marx la "crítica del cielo" no se convierte en la bendición de la tierra, sino en la "crítica de la tierra"; la crítica de la religión se transforma en crítica del derecho; la crítica de la teología, en crítica de la política. Por ello la religión tiene, para Marx, sus raíces en los conflictos sociales del hombre con el hombre, y de los hombres con la naturaleza. Al ser heredada así la religión a la manera de Feuerbach, Marx llega al establecimiento del hombre que lucha, que toma su historia en sus manos, que revoluciona todas las circunstancias en las que el hombre es un ser humillado, despreciable. El problema de la religión no es resuelto, pues, por un naturalista llegar-a-sí-mismo del hombre, sino tan sólo por una revolución de la sociedad, de la cual sale la disolución del conflicto entre el hombre y la naturaleza, y del hombre consigo mismo.
Ernst Bloch avanza todavía un paso más allá: la religión es esperanza, y ésta se basa en la diferencia óntica entre lo que es y lo que todavía no es, entre existencia y esencia, entre presente y futuro; y ello tanto en el hombre como en el cosmos. El hombre, como ser no fijo, es un ser "que, juntamente con el mundo que le rodea, es una tarea y un gigantesco receptáculo lleno de futuro". De la esperanza forma parte el saber de que fuera la vida está tan poco lista y acabada como el yo que trabaja en aquel fuera. De este modo la religión, en cuanto ofrece esperanza, se basa en la procesualidad del hombre y del mundo. "Homo homini Deus", había dicho Feuerbach, y con ello había unido, en amor sensible, el yo y el tú. Bloch recoge esta frase dándole el giro, típico de él, de que el "homo absconditus" del futuro --todavía no encontrado ni logrado-- del hombre presente es "Dios". Todas las imágenes de Dios y del futuro circundan, con creciente insistencia, el incógnito humano y el incógnito cósmico, el núcleo existencial que oscuramente se mueve en el hombre y el fondo cósmico que oscuramente se agita en el mundo, los circundan, decimos, con figuras cada vez más próximas y cada vez más cercanas del más allá. Sólo allí donde --y sólo si-- la diferencia óntica del hombre, su "positio excentrica" con respecto a sí mismo, y la diferencia óntica del mundo quedan abolidas en una patria de identidad lograda, deja de existir la religión como esperanza, porque se ha cumplido. Con ello, "Dios" como imagen e ídolo del hombre queda reducido, para Bloch, no al presente sensible del hombre, y tampoco a la situación social alienada, antagonista, del hombre, sino "a lo 'humanum' no encontrado, futuro". "Dios" es entendido como el "ideal utópicamente hipostasiado del hombre desconocido". La mística del cielo se convierte en mística del hijo del hombre. La gloria de Dios se transforma en la gloria de la comunidad redimida.
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Bloch afirma,en el sentido de Feuerbach: "En las hipóstasis de los dioses los hombres expresan siempre tan sólo el 'futuro anhelado'."
Lo "totalmente otro" de Dios aparece, por ello, en su filosofía como lo "totalmente otro" de la profundidad del hombre y del mundo, que todavía no se ha manifestado en el proceso.
Sin embargo, al tratar de la teología dialéctica del primer Karl Barth, puede decir: "Sólo en el 'Deus absconditus' está contenido el 'problema' que representa el legítimo misterio 'Homo absconditus'."
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El problema que con esto se pone de manifiesto reside en esta pregunta: ¿qué mantiene al hombre en vilo, en movimiento, en esperanza y avance hacia adelante? ¿Qué le convierte para sí mismo en una pregunta abierta (Agustín: 'quaestio mihi factus sum, terra difficultatis')? ¿Qué le invita a salir de su casa presente del mundo y marchar hacia un futuro desconocido? ¿Qué es lo que hace que no pueda llegarse a ninguna armonía del hombre consigo mismo y con el mundo que le rodea?
Las respuestas de Bloch a esta pregunta no son inequívocas, sino tan ambiguas como las formas culturales de la esperanza humana. Bloch puede decir --de manera semejante a como lo hacen A. Gehlen y G. Benn--: la nada, el "horror vacui".
"En cuanto tal, la nada no se sostiene en sí misma, sino que está remitida, más bien, impulsando hacia ello, hacia la existencia de algo".
Bloch puede decir --en el sentido del aristotelismo panteísta de izquierdas--: el impulso y el ansia del fondo del mundo y de la existencia a realizarse a sí mismo: "eductio formarum e materia".
Puede decir: en la "oscuridad del instante vivido" brilla algo que se precipita hacia adelante, hacia el futuro, a algo abierto. En el "asombro sin razón" y en la figura de la "pregunta inconstruíble, absoluta", brilla de "golpe" y de repente el "eschaton".
"Cada instante contiene... potencialmente la fecha de la consumación del mundo."
Mas ¿qué es lo que estimula esta angustia, esta tendencia, este hambre de ser y de identidad, este impulso hacia la realización de sí mismo? Bloch quisiera asumir la nostalgia aristotélica de la materia con respecto a la entelequia formal, el "eros" platónico y neoplatónico por el "eidos", la esperanza cristiana del cumplimiento de la promesa divina por Dios; pero sin presuponer la entelequia formal, ni el "eidos", ni el Dios de promesa, que se adelanta. La razón de esta nostalgia de la materia tiene que estar entonces en la materia misma, creadora de la forma; la razón del "eidos", en el "eros" mismo; la razón de la esperanza, en la esperanza misma. Los objetos de la esperanza tienen que nacer junto con la esperanza propulsora, de tal manera que ambas cosas se superen y se mediaticen constantemente en una dialéctica histórica. Mas con ello el "principio esperanza" corre peligro de desmoronarse en sí mismo. Pues o bien la esperanza infinita sobresale por encima de todos sus objetos finitos de esperanza, que ella misma se traza. Y entonces la esperanza se convierte en el existencial eterno, ahistórico, del hombre, y el proceso vital del mundo se transforma en un proceso sin fin. Pero esto sería una abstracción de la vida real. El ser-en-esperanza se convertiría en la definición abstracta y genérica del hombre. O bien la esperanza trascendente se acomoda alguna vez a un bien de esperanza, definido de manera utópica, y se declara satisfecha; satisfecha, por ejemplo, con las "conquistas socialistas". Pero entonces se traiciona a sí misma.
Ahora bien, Bloch ve que, con la antropologización ateísta de las imágenes de esperanza por la teoría proyeccionista de Feuerbach, esas esperanzas ni pueden ser explicadas suficientemente, ni tampoco pueden ser llevadas a una actividad fecunda para el hombre. El mismo Bloch plantea esta cuestión: "¿Qué ocurre con 'el espacio hueco' que la eliminación de la hipóstasis de Dios deja tras sí?"
Y busca el "espacio dentro del cual Dios fue imaginado y utopizado". Metódicamente, tiene que estar presupuesto y objetivamente preordenado algo, si es que las imágenes de deseos y esperanzas tienen que ser proyectables a la manera como lo han sido de hecho en la historia.Bloch llama a esto "un campo, un espacio hueco", "el 'topos abierto del delante-de-nosotros', el 'novum' hacia el que siguen avanzando, a través de mediaciones, las series de los fines humanos".
Este "espacio hueco" no es, para él, ni un platónico cielo de ideas, ni la aristotélica jerarquía de las formas, y tampoco un Dios presupuesto en un presente listo y acabado. Para Bloch ese espacio, en cuanto "espacio hueco", es ante todo una determinación negativa; es decir, el "espacio hueco" es lo abierto, que trasciende todas las imágenes que pretenden llenarlo. Mas no por ello ese espacio hueco es el vacío total del concepto; sino que designa aquella abierta esfera de acción que se encuentra llena todavía de todo lo posible, del cielo y del infierno, del reino y el abismo, del "totum" y el "nihil". Es la profundidad, todavía abierta, no lograda, del mundo y del hombre, a la que se adelantan todas las imágenes de la esperanza. El "espacio religioso de proyección" no es, por ello, una quimera, aun cuando no posee tampoco ninguna realidad en el sentido de lo existente de hecho. Es lo que se anticipa, lo siempre inaprehendido, lo que se escapa una y otra vez; es lo abierto, que atrae y estimula...
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Para la fe cristiana, el hombre, el impulso, la marcha y la disposición para el futuro se fundan en la ocultación del futuro del resucitado. Por ello esa esperanza tiene de antemano frente a sí algo que no es ni el presente objetivo en el que puede descansar, ni la total vaciedad del concepto, como en el espacio hueco, que contiene el "horror vacui" y el posible logro, ni tampoco una mera cifra del esperar mismo. Ese algo contrapuesto es entendido como la promesa de Dios y es aprehendido en la confianza, la cual apuesta por la fidelidad de Dios, "que resucita a los muertos y llama a ser a lo que no es" (Rom 4, 17). Es el "Dios de la esperanza" (Rom 15, 6), pero no el "Dios esperanza", el "Deus spes", como dice Bloch. Este Dios de la esperanza, por cuya promesa y por cuya fidelidad apuesta la esperanza, pero que no es él mismo la esperanza, antecede por una eternidad al hombre que espera y que está deseoso de futuro; le antecede exactamente por la eternidad de su propia muerte y del juicio, en el que nada puede seguir siendo lo que es.
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El "reino" cristiano está separado de los reinos de las utopías por el salto que la intención explosiva de renacimiento y transfiguración realiza por sí misma. De aquí se sigue por necesidad que la escatología cristiana (que apuesta al "salto" tanto el milagro de la resurrección de la muerte como la nueva creación de aquél que desde el final dice al presente: "Mira, yo hago todo nuevo") no puede ser reducida, mediante un "trascender sin trascendencia", ni a las utopías, ni tampoco al "principio esperanza" de una consumación inmanente del mundo, sino que, bien entendida, "hace saltar" también el "principio esperanza". Esta diferencia se torna visible cuando la escatología cristiana, en contra de las utopías de la humanidad, en las cuales vivió durante el siglo XIX, reflexiona sobre su propio núcleo, que está en la resurrección de los muertos y en el aniquilamiento de la muerte por la vida.
Que Bloch vislumbra sin duda esto, a pesar de sus fórmulas reduccionistas feuerbachianas, es algo que aparece claro al comparar el final de "El principio esperanza" con el final de "Derecho natural y dignidad humana". "El principio esperanza" acaba con estas frases: "La génesis real no está al comienzo, sino al final, y sólo comienza a empezar cuando la sociedad y la existencia se vuelven radicales, es decir cuando echan raíces. Pero la raíz de la historia es el hombre que trabaja, que crea, el hombre que reforma y supera lo que existe. Una vez que el hombre se ha captado y ha fundamentado lo suyo, sin enajenación ni alienación, en una democracia real, entonces surge en el mundo algo que aparece a todos en la niñez y en donde nadie estuvo todavía: la patria."
Con "democracia real" y "patria" quiere Bloch significar aquí evidentemente aquel "reino de la libertad" del que Marx decía que comienza tan sólo allí donde desaparece el trabajar que está determinado por la necesidad y por la utilidad externa, y, por tanto, se encuentra más allá de la esfera de la producción material.
Al final de "Derecho natural y dignidad humana" se dice: "Sin duda, una sociedad que no sea ya antagonista, retendrá firmemente en la mano todos los destinos del mundo; esa sociedad implanta la carencia de situación político-económica, la ausencia de destino; mas justamente por ello destacan de manera tanto más perceptible las indignidades de la existencia, desde la mandíbula de la muerte hasta los reflujos vitales del aburrimiento, del hastío. Los mensajeros de la nada han perdido sus meros "valeurs", basados en la sociedad de clases, y tienen su nuevo rostro, pero éste es ahora mucho más inimaginable todavía."
Así, pues, allí donde la sociedad le quita al hombre las preocupaciones económicas, sociales y políticas, y la producción general comienza a regularse "por sí misma", surge para Marx el "reino de la libertad", pero aparecen, para Bloch, "más fuertes que nunca, las auténticas preocupaciones, la cuestión de aquello que realmente no concuerda en la vida". Pero esto quiere decir que la "patria de la identidad" no puede ser identificada en modo alguno con aquello que Marx llamaba la "democracia real", sino que la teleología de Marx puede ser hecha en todo caso transparente para la "patria de la identidad", no encontrada todavía ni siquiera en sus fórmulas de futuro. La concepción marxista de la historia (para la cual "la historia de toda la sociedad existente hasta el momento" es la historia de las luchas de clases, y el comunismo es por ello "el enigma resuelto de la historia, y su solución") se encuentra en el final, es decir allí donde han terminado las contradicciones y alienaciones económicas, sociales y políticas del hombre, pero entonces el final no está ya ahí, pues la nada no está todavía devorada en el ser.
La revolución socialista ha cambiado en positivo lo negativo que hay en la existencia humana, lo negativo económico, social y político. Pero no ha absorbido el "nihil" mismo, en el cual corre peligro de sumergirse toda existencia, en un "totum" logrado. Por ello se muestra de nuevo lo nulo, con un poder inimaginable: es decir se muestra en "el dolor infinito de lo negativo" (Hegel). Sale a nuestro encuentro, no ya en forma de algo identificable como hambre, miseria y privación de derechos, sino de manera inaprehensible en el aburrimiento, el reflujo vital y los sentimientos de absurdo. Mas entonces el hombre tampoco aquí llega todavía a sí mismo, sino que se convierte en la pregunta no contestada.
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Mas si es ésta la perspectiva que resulta, entonces se sigue también que la buscada "patria de la identidad" no puede estar ya allí donde desaparecen las contradicciones existentes en el hombre, entre los hombres y con la naturaleza, sino, propiamente, sólo allí donde la muerte y el "nihil" no existirán ya. Únicamente allí donde la muerte "es devorada en la victoria", queda superada la última y auténtica no-identidad del hombre. Precisamente el hecho de que, para Bloch, tal como lo expone al final de "Derecho natural y dignidad humana", la muerte aparezca, en la sociedad no-antagonista de Marx y Engels, como el convidado de piedra del "Don Juan", por así decirlo, y destruya las armonías utópicas, revela la diferencia que existe entre utopía del reino y escatología de la resurrección. Todas las utopías del reino de Dios o del hombre, todas las imágenes de esperanza acerca de la vida feliz, todas las revoluciones de futuro se agitan en el aire y llevan en sí mismas el germen de la corrupción y del aburrimiento, y por esto tratan también a la vida de una manera militante y opresora, en tanto que no exista seguridad en la muerte y no exista una esperanza que lleve el amor más allá de la muerte.
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La escatología de la resurrección de los muertos no habla de una "patria de la identidad" en una mediación dialéctica, sino de una "patria de la reconciliación" en una nueva creación de la nada.
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La experiencia de la caducidad de todas las cosas y del hombre mismo adquiere en Bloch una nueva interpretación. Cronos devora a todos sus hijos. ¿Por qué? Porque el hijo auténtico, el definitivamente logrado, no ha aparecido todavía. No es, pues, una caducidad que se deduzca de la triste mirada retrospectiva hacia lo que no se puede retener, sino una caducidad cuya impresión surge porque la esperanza supera todas sus figuras. Cronos y la caducidad no afectan, por esto, a aquello de lo que ellos mismos surgen. No afectan al núcleo existencial que todavía no ha salido y realizado su proceso.
El núcleo del existir no ha comenzado aun el proceso, y por ello no es afectado por la muerte. Frente a la muerte posee en torno a sí el "círculo protector de lo todavía-no-vivo". Es imperecedero, no porque se encuentre más allá del devenir y del perecer, en un ser eterno, intemporal, sino porque, aun no habiendo devenido todavía, impulsa. Es extraterritorial con respecto a la caducidad, no porque proceda, como el alma de Platón, de un reino distinto del reino de la fuga de los fenómenos, sino porque está remitido a un "eschaton" de logro, en el cual lo interno será lo externo, el núcleo será la cáscara, y por ello habrá vida sin muerte. La muerte se encuentra tan sólo en el momento de la escisión, en el cual el ser no ha llegado todavía a sí mismo. Por ello Bloch puede decir: "La utopía del 'non omnis confundar' da a cascar a la negación-muerte aquella cáscara, pero sólo le da ese poder de cascar la cáscara qur rodea el contenido del sujeto. El núcleo del existir no es aprehendido por la muerte, y cuando este núcleo se haya logrado y sea realidad, representará entonces una extraterritorialidad frente a la muerte."
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La esperanza cristiana en el Dios que resucita a los muertos y crea el ser de la nada, percibe la muerte en su carácter mortal de una manera más radical, es decir en su raíz, que se encuentra en el "nihil". La muerte no es un fenómeno entre los demás, ninguno de los cuales afecta al yo. La vida no encuentra tampoco ningun punto de identidad, que pudiera hacerla extraterritorial e inmune con respecto a la muerte. Más bien, la vida puede ser aceptada aquí como una vida para la muerte por la fe en la resurrección y con la esperanza en aquél que crea vida de la muerte.
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Una imagen de esperanza contra la muerte que no fundamente el amor a la vida y la amorosa disposición para morir, lleva siempre dentro de sí el germen de la resignación, pues resigna la vida a un núcleo existencial presuntamente extraterritorial. Arroja tan sólo las cáscaras de la vida a la muerte y al dolor, que éstos pueden cascar --para seguir con la imagen de Bloch-- porque aquellas cáscaras están ya abandonadas y superadas, porque, precisamente por ello, están vacías. ¿Pero no se vuelve la vida insípida cuando la muerte recibe tan sólo las cáscaras, en las cuales no hay ya nada, o no hay todavía nada?
Muerte y vida diferenciadas en el núcleo existencial extraterritorial: esto da como resultado un dualismo de núcleo y cáscara. Muerte y vida diferenciadas en el punto dialéctico de conmutación de la resurrección: esto da como resultado una dialéctica de la plenitud de la vida en esperanza y amor, en enajenación y resurrección.
Aquellos herejes y entusiastas cristianos que Bloch gusta de mencionar en la lista genealógica de su pensamiento, como Marción, Montano, Joaquín de Fiore y Thomas Münzer, eran íntegramente encratitas, despreciadores del cuerpo y de la tierra. Conocían la esperanza que, en el espíritu, se cierne por encima del más acá y de la muerte, que abandona entusiásticamente la tierra o la destruye de manera revolucionaria. Pero no conocían el amor, que acepta el dolor de la tierra y el sufrimiento de la obediencia en el cuerpo, porque encuentra esperanza para la tierra y para el cuerpo. Contra este entusiasmo, el credo apostólico tiene una frase que habla de la "resurrección de la carne".
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Múltiples veces, y con toda fuerza, Bloch ha subrayado, precisamente en el diálogo con la teología cristiana, que "esperanza no es confianza".
"Ninguna crítica antropológica de la religión elimina la esperanza, sobre la cual se asienta el cristianismo; únicamente quita a esa esperanza aquello que la hizo dejar de ser esperanza, convirtiéndola en una confianza supersticiosa: la mitología de su cumplimiento, mitología adornada, acabada, que es absurdamente irreal, pero que ha sido hipostasiada como real. La esperanza tiene en sí 'eo ipso' lo precario de la frustración: no es confianza."
¿Qué es lo que Bloch quiere significar aquí con "confianza" y qué es lo que quiere significar con "esperanza"? A la "confianza" la denomina supersticiosa, quietista, no activista; dice que es una garantización de la salvación, una seguridad de la salvación sin conocimiento de la categoría "peligro", y por ello sin la voluntad de hacer el experimento de la vida en el gran "laboratorium possibilis salutis" del mundo. A la esperanza cristiana la denomina, en este sentido, "confianza", porque considera a Dios y a la salvación como cosa decidida, como algo fechado y fijado, de tal manera que no puede pasar nada nuevo ni, en el fondo, nada malo.
Bloch piensa que, en la fe cristiana, el hombre queda exonerado o descargado, mediante la providencia de Dios y la muerte expiadora de Cristo, de la esperanza activa y de la preocupación por el futuro. Por ello, sólo un ateísmo consecuente puede cargar al hombre con la felicidad y el peligro de su propia historia. Bloch tiene aquí ante sus ojos la Iglesia cristiana que, en la alianza constantiniana, recogió la herencia de la religión estatal romana y se unió con los poderes de lo existente, convirtiéndose así en la garantía religiosa de la realidad --siempre insuficiente, a pesar de todo-- y en la malversación de lo posible. En esa "confianza", la esperanza, con todo lo que es, queda indemnizada. Bloch tiene también ante sus ojos la lucha de los entusiastas reformadores contra la "carne que vive plácidamente en Wittenberg" y contra la doctrina --erróneamente entendida-- de la justificación de Lutero, según la cual el hombre puede vivir "a cuenta de Cristo", pero no es introducido en la comunidad de sufrimiento del crucificado con el sufrimiento de la entera creación miserable.
"Confianza no es seguridad". No está nada claro por qué Bloch llama "confianza" a la certeza cristiana, siendo así que él se refiere propiamente a la seguridad, a la "securitas". Para designar el positivismo de la salvación --positivismo supersticioso, caricaturizado por él-- resulta totalmente inapropiada la expresión "confianza", pues ésta no significa nunca el saber garantizado acerca de hechos ya listos y acabados, sino que es siempre una mirada hacia adelante y un proveerse de futuro. Por otro lado, aquel positivismo de la salvación no tiene absolutamente nada que ver con la certeza cristiana de la esperanza, sino que es más bien --como lo muestra la figura del marxismo degenerado en materialismo económico-- una forma de esperanza desengañada. La confianza cristiana tiene en este mundo a su favor tan sólo la llamada y la promesa del Dios de la resurrección, y por ello tiene en contra suya el mundo y la muerte, con sus posibilidades e imposibilidades. Por ello es "esperanza contra esperanza" (Kierkegaard), y un esperar contra aquello que se tiene ante la vista (Rom 8, 24); es esa esperanza en la que, según la experiencia y lo que puede pensarse, "no hay nada que esperar" (Rom 4, 18), una esperanza de las cosas que no vemos (Heb 11, 1), porque, contra la muerte, espera lo imposible, es decir, la resurrección y la vida dada por Dios.
Esto no es ni una seguridad pseudocientífico-natural, ni tampoco un nuevo y simple optativo. No tiene a su favor ni hechos, ni tendencias benévolas de la naturaleza, ni la inmortalidad del esperar y desear humanos, sino tan sólo la fidelidad de Dios, que se atiene a su palabra de promesa, que "no mentirá", porque no se negará a sí mismo. Si esta certeza cristiana de la esperanza se basa en la promesa y en la misión del Cristo crucificado, entonces la resurrección de Cristo no es para ella un vulgar "factum", sino un acontecimiento que abre un proceso y que fundamenta una esperanza, un acontecimiento que señala hacia el futuro del mundo y del hombre en el futuro de Cristo. Por ello no es tampoco un mero optativo, que tuviera a su favor tan sólo el optimismo del hombre que desea, junto con las tendencias posiblemente benévolas del mundo. Se basa --ya sea con las experiencias o en contra de las experiencias óptimas de sí mismo y del mundo-- en el "extra nos" de la "promissio Dei".
Por ello no se diluye en esperanzas humanas que surgen de aquí, ni se hunde en desesperaciones que anticipan el no cumplimiento. Por ello, en todo caso, lo mismo que la esperanza de Bloch, no se contenta nunca con realidades hechas y acabadas, sino que permanece descontenta hasta el cumplimiento de la promesa.
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