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Antropología y proceso
I.K: De "Una historia de la filosofía desde la idea de Dios" por Wolfhart Pannenberg
La antropología filosófica
A pesar de que la verdadera intención de Heidegger al escribir "Ser y tiempo" era ofrecer un análisis ontológico y no meramente antropológico de la existencia humana, la obra constituye de hecho una suerte de antropología fundamental de corte filosófico que replantea las cuestiones ontológicas dentro del marco de la comprensión del ser peculiar de la realización existencial humana. De ahí que en Sartre la terminología ontológica devenga del todo conscientemente un simple instrumento para la interpretación de la existencia humana bajo el signo del para-sí.
Éste es también el caso de la filosofía de Jaspers, en la que la conciencia de la existencia conforma la base para la orientación filosófica en el mundo y la interpretación de la metafísica como un lenguaje de cifras. En efecto, al conquistar su punto de partida, la existencia, desvinculando el ser-ahí del hombre en el mundo de la esfera del espíritu histórico-común y de la conciencia como un sujeto enfrentado a los objetos, Jaspers está también definiendo esta base antropológicamente. Con todo, es también en Jaspers donde se vuelve evidente que la interrelación de ambas esferas, en especial la relación de la conciencia de la existencia con la naturaleza corpórea de la existencia humana, sigue adoleciendo de una definición precisa.
Lo mismo puede decirse de las filosofías de Sartre o de Heidegger. A despecho, por tanto, de haber sido profundamente influido por el viraje antropológico posterior al pensamiento de Hegel, el existencialismo continúa moviéndose en todas sus vertientes dentro del marco constituido por las tradicionales filosofías de la conciencia. Siguiendo aquí a Feuerbach, Nietzsche se había opuesto ya a semejante punto de vista acentuando el significado fundamental del cuerpo y su «razón» frente a la tradicional superioridad del espíritu sobre el cuerpo. Pero esta nueva manera de ver las cosas, en la cual debe verse el anuncio de una nueva temática -hacia la que también apuntarían, en paralelo a Nietzsche, las minuciosas descripciones bergsonianas de la interacción psicofísica entre el alma y el cuerpo-, no se vio continuada por el existencialismo.
Comprender al hombre en su especificidad como una unidad anímico-corporal fue la misión que se impuso la antropología filosófica fundada por Max Scheler. El intento scheleriano parte de la comparación entre las formas de vida humana y animal (y vegetal) en un esfuerzo por determinar el modo de ser específico del hombre. En principio, sin embargo, la pregunta por el puesto del hombre en el cosmos se limita a inquirir por los rasgos peculiares de la especie hombre en comparación con los demás organismos vivos. No se trata, por tanto, de una pregunta por el puesto que corresponde al ser humano como un ente especial, separado del resto de los seres vivientes (aunque lo primero tienda con mucha facilidad a confundirse con lo segundo).
Según Scheler, la «pulsión afectiva» (Geftihlsdrang) de la vida vegetal es la base de todas las demás formas de vida, modificada luego en los animales por el comportamiento instintivo y la memoria «asociativa», así como por la «inteligencia práctica» (en las formas superiores de la vida animal). En el hombre, se agrega a todo ello lo que Scheler denominó en sentido específico «espíritu» (Geist) y aquello que se manifiesta como un «freno» (Hemmung) en relación con el resto de funciones vitales, sobre todo el freno de los impulsos regidos por los instintos.
Este verse frenadas las reacciones instintivas constituye la base de lo que Scheler llamó «carácter abierto del mundo» (Weltoffenheit), término con que fue el primero en designar la capacidad del hombre para percibir su entorno de manera objetiva, descargado de sus instintos y, en correspondencia, orientar libremente su comportamiento. Este «carácter abierto del mundo en virtud del espíritu» nos permite asimismo, según Scheler, distanciarnos del propio centro vital, es decir, tener autoconciencia, por medio de la cual podemos percibimos a nosotros mismos como un objeto.
Pese a haber hecho de la pregunta por la naturaleza corpórea del ser y el comportamiento humanos el punto de partida de su nueva propuesta antropológica, con su concepto de espíritu -que, además de tener origen en la «causa ontológica suprema» por ser irreductible a toda otra realidad mundana, sería «un principio opuesto a todo lo vivo, también a la vida en el hombre»- Scheler manifestó continuar todavía preso en el dualismo cuerpo-alma espiritual con raíz en la antigüedad griega. La continuación de su antropología filosófica en la obra de Arnold Gehlen quiso poner remedio a esta situación.
Por un lado, en efecto, Gehlen estaba totalmente de acuerdo con el punto de vista scheleriano de que el rasgo que verdaderamente distingue al ser humano del resto de los seres vivos radica en el «carácter abierto» que el mundo posee para él, en contraste con la absoluta dependencia del entorno que caracteriza incluso a los animales que se hallan, por parentesco, más próximos al hombre. Asimismo, Gehlen compartía la explicación que Scheler proponía para este hecho: la aprehensión de sus objetos por la percepción humana no sólo como correlatos de sus instintos, sino como objetos centrados en sí mismos. Como Scheler, Gehlen hizo también responsable de esta singularidad de la percepción humana a un «freno» de los instintos. Sin embargo, a diferencia de Scheler, Gehlen se abstuvo de recurrir al «espíritu» como causa de ese verse frenados aquéllos. En su lugar, Gehlen se limitó a constatar de forma descriptiva que en el hombre se da una ruptura, un hiato, entre el sistema instintivo y la percepción de los objetos y, por tanto, también entre instinto y conducta.
A juicio de Gehlen, esta circunstancia obedece a la deficiente adaptación del ser humano a un entorno determinado debido a la ausencia de órganos especializados provistos de un correlato instintivo. Por ello, en comparación con otros animales el ser humano aparece como un «ser defectuoso» (Miingelwesen). En analogía con lo comparativamente no-especializado de sus órganos, los instintos del hombre están escasamente desarrollados. En la mayoría de los casos, nuestras percepciones no desatan una reacción instintiva definida. Como los órganos de nuestros sentidos no hacen las veces de filtros sólo permeables a aquello que tenga importancia en términos de instinto, los seres humanos somos inundados por una multiplicidad de estímulos y percepciones. Y como estos últimos carecen de una vinculación inmediata con nuestros impulsos elementales, tampoco desencadenan la reacción correspondiente.
De ahí que los seres humanos necesiten ante todo orientarse en el ámbito de sus percepciones y, a continuación, servirse de éstas como guía para orientarse entre sus impulsos, cuya energía es percibida en forma de un «exceso de estímulos» al faltar la orientación debida. Para Gehlen, la creación del lenguaje y, ulteriormente, de la cultura reviste en los dos casos una importancia decisiva. Gehlen entendía ambos, lenguaje y cultura, como un producto de la acción humana por la que el hombre ha convertido las desventajas de su equipamiento biológico en ventajas, entendiendo por estas últimas el dominio de los condicionamientos naturales de su existencia. Al actuar, el hombre se «descarga» de la multiplicidad de estímulos que le acosan, creándose por medio de lenguaje y cultura un universo simbólico que le permite introducir un orden en aquella multiplicidad y dar orientación a sus propios impulsos.
En este sentido, el ser humano es considerado desde la óptica de Gehlen como el «ser que actúa» y se crea a sí mismo imponiendo su señorío sobre el mundo. «Mientras que en Scheler el hombre debe agradecer su espiritualidad a la 'causa ontológica suprema', en Gehlen es su propio creador en el senltido riguroso del término, constituyendo Dios y la religión nada más que un producto secundario del proceso por el que el ser humano va adueñándose del mundo». Religión y moral se cuentan entre aquellas «instituciones» que -aun habiendo nacido de la interacción recíproca de los actos individuales- se han emancipado de su origen y convertido en fines en sí mismos, regulando además, en virtud de su obligatoriedad, el comportamiento de los individuos en la convivencia social.
Sin embargo, al orientarse exclusivamente según el concepto de acción, Gehlen descuidó el hecho de que la obligatoriedad de las instituciones para el individuo descansa sobre los sentidos o significados a ellas subyacentes, al menos en la medida en que éstos constituyen un dato previo tanto a los individuos como a sus actos. Lo que es tan sólo un producto de la acción humana, no puede obligar internamente al individuo, y al hacerse independiente como un fin absoluto enfrentado a su origen humano, es sentido como una realidad ajena que obedece a sus propias leyes. Al reducir el lenguaje a la acción, Gehlen no pudo ya comprender el primero como el órgano de los significados previos al ser humano. Sustrajo así desde un principio a las instituciones sociales y culturales esa fuerza obligatoria que deseaba atribuirles en su relación con los individuos.
La concepción gehleniana del hombre como «ser actuante» hunde sus raíces en el intento del primer Fichte por deducir el mundo de la conciencia empírica de los «actos fácticos» (Tathandlungen) del yo. Pero al aplicar esta idea al hombre, caracterizado desde un principio como un ser natural defectuoso, Gehlen apenas pudo plantearse la pregunta por la manera en que este ser es capaz de actuar, por la manera en que le es posible «tomar postura» frente a sí y su entorno. Una cosa, en efecto, es decir que lo «específico» del hombre no «sólo» reside en el espíritu, sino también en sus actos y su corporeidad, y otra muy distinta declarar que, puesto que el ser humano es un ser actuante, da lo mismo «contar el espíritu entre los atributos animales del hombre que no hacerlo».
El lugar reservado por Scheler al espíritu no puede ser ocupado sin más por un concepto de acción en el que los actos sirvan para compensar las «carencias» morfológicas del ser humano, garantizando así «la supervivencia de este ser». Adolf Portmann tenía razón al señalar que la reducción de la esfera instintiva (y la consiguiente no-especialización) va acompañada en el ser humano de «un enorme crecimiento por parte de otros sistemas motrices centrales», con el que se corresponde el «aumento de la masa y las circunvoluciones de la corteza cerebral». La capacidad de actuar presupone lo singular de la inteligencia humana, cosa que Gehlen da en todo momento por supuesta. Es precisamente en relación con este punto donde la tercera modalidad de la antropología filosófica, debida a Helmut Plessner, prueba la superioridad de sus planteamientos.
En su libro "Las etapas de lo orgánico y el hombre" (1928), Plessner distinguió tres modalidades fundamentales de relación de los organismos con el mundo. Plessner bautizó dicha relación con el término de «posicionalidad» (Positionalität). Así, la relación de las plantas con el entorno está caracterizada por su inmediatez: la planta se halla por completo inserta en su medio ambiente, con respecto al cual carece de toda autonomía. Por su parte, el animal hace frente al entorno como una forma de vida «cerrada» en sí misma, que sin embargo no se relaciona consigo misma.
En cambio, la vida humana se caracteriza precisamente por esta última forma de relación, la cual tiene fundamento en su «excentricidad» (Exzentrizität). En ella «el ser humano toma conciencia de la centralidad de su existencia ... En cuanto situado en el centro de su existencia, el hombre es aquel ser vivo que conoce ese centro, tiene experiencia de él y, por eso mismo, lo trasciende». Se trata, en otras palabras, de la autoconciencia, que Plessner renuncia sin embargo a concebir como el relacionarse consigo mismo de un yo incorpóreo y entiende como la relación que el hombre tiene con su existencia como ser corpóreo. Con ella hace irrupción una ruptura, un «hiato», en la relación con la propia existencia, una capacidad para distanciarse de sí mismo, que constituye la base de la distinción entre el alma y el cuerpo, y en la que tiene también su origen la personalidad del hombre. Esta última implica, por su parte, un mundo común de personas.
Plessner afirmó que la excentricidad constituía la manera de existir propia del hombre, pero no se planteó la pregunta por su génesis. Sin embargo, sus afirmaciones pretendían ser una descripción de la constitución corpórea de la existencia humana. ¿Cuál es la relación de esta última con la descripción scheleriana contenida en el concepto del «carácter abierto del mundo»? Plessner se negó a admitir que dicho carácter abierto implicara que el ser humano puede independizarse de sus lazos con lo instintivo, pues esa independencia nunca llega en él a realizarse por completo, y opinó que la «excentricidad», es decir, la capacidad para distanciarse del propio centro (y como consecuencia de toda otra realidad), describía mucho mejor este hecho. Pero la capacidad para adoptar una postura con respecto a la propia existencia como ser corpóreo parece tener como requisito previo que la percepción humana de los objetos esté en buena parte descargada de instintos, que era precisamente lo que Scheler buscaba expresar mediante su idea del carácter abierto del mundo. A ella, en efecto, va ligada la capacidad de distinguir entre los diferentes objetos percibidos, así como la posibilidad de percibir la propia existencia corpórea como un objeto más entre otros. Ésta es probablemente la razón de que los niños aprendan antes a referirse a sí mismos mediante el nombre que todos emplean al dirigirse a ellos, es decir, mediante su nombre de pila, que por medio del difícil pronombre «yo».
Así, pues, es posible entender el «carácter abierto del mundo» y su fundamentación en la reducción de los instintos, como había puesto de manifiesto Gehlen, como formando parte de los supuestos de la descripción plessneriana de la excentricidad humana. Sin que ello signifique oponerse a sus tesis, permite al menos encuadrarlas dentro del resto de ensayos por fundamentar una antropología filosófica que atienda tanto a la corporeidad del hombre como a la pregunta por lo singular de nuestro comportamiento como seres corpóreos. Desde este punto de vista, el acento puesto por Plessner en la relación que el hombre tiene consigo mismo sirve para realzar una vez más esa especificidad de la conducta humana y de la situación del hombre en el mundo -que la construcción «carácter abierto del mundo» busca describir- que permite dicha relación. A partir de aquí pueden también darse los primeros pasos en la revisión del equívoco empleo que hace Gehlen del concepto de acción. Pues si actuar presupone la unidad del sujeto que hemos de representamos como actuante o agente de la acción, a lo que aluden las explicaciones de Plessner a propósito del carácter fragmentado y roto de nuestro relacionarnos con nosotros mismos -consecuencia de la excentricidad- es a las dificultades que entraña semejante supuesto.
Plessner definió más precisamente las consecuencias de la «posición excéntrica» del ser humano por medio de tres «leyes antropológicas básicas». La primera reza como sigue: «Como un ser organizado excéntricamente, el hombre debe todavía convertirse en aquello que ya es». Los hombres son seres naturalmente artificiales por tener, en cuanto seres excéntricos, que fabricarse de manera reiterada una situación de equilibrio. Esta última nunca constituye un resultado acabado, ya que el hombre puede en todo momento volver a sobrepasarla y distanciarse nuevamente de ella. La segunda consecuencia de nuestra forma de vida excéntrica es lo que Plessner llama la «inmediatez mediata», o que el carácter inmediato de la realización existencial humana esté siempre mediado por la distancia reflexiva con respecto al propio ser. Esto se aplica en primer lugar a la relación con nuestro cuerpo, el cual es por este motivo «expresión» de la persona. Pero lo mismo debe decirse de nuestra capacidad para representar diferentes «papeles», así como de nuestro tener conocimiento de los productos de la propia actividad como «expresión» de nuestra persona.
La tercera consecuencia de la excentricidad humana reviste especial importancia para la antropología teológica. Se trata de la conciencia de la contingencia de la existencia y también, aunque sólo sea de manera implícita, de Dios. Este último oficia de sostén de la vida humana en su contingencia y distanciamiento con respecto a todo lo dado. Por supuesto, el hombre puede también hacer uso de su capacidad para distanciarse en contra de la idea de Dios. Y, sin embargo, para Plessner se da una «correlación esencial» entre la excentricidad y Dios como ser absoluto y fundamento del universo.
De manera análoga a como sucedía en Scheler, la excentricidad o carácter abierto del mundo para el hombre termina, pues, por significar para Plessner apertura hacia Dios, un estar abierto más allá de todo lo mundanal a un fundamento absoluto del mundo y de la realización vital humana. Plessner aludió a la teoría scheleriana del espíritu en los siguientes términos: «Por naturaleza no hay hombre. El hombre sólo deviene hombre a través de su relación con Dios». Sus propias ideas no eran muy diferentes de las de Scheler, aunque Plessner estaba en lo cierto al ver en la capacidad de la excentricidad humana para tomar distancias la razón que hace también posible el ateísmo. Sin embargo, ambos se posicionaron en este punto en contra de Gehlen, quien nunca reconoció a las instituciones religiosas, al igual que al resto de instituciones, nada más que una función secundaria en la estabilización de la conducta.
La aparición de la filosofía de la naturaleza.
Los diferentes intentos antropológicos a que dio lugar la filosofía de Scheler tenían por objetivo la determinación de los caracteres específicos del ser humano. Este último no sólo fue definido como un ser enfrentado a la naturaleza pre-humana, sino como un eslabón más de la evolución biológica. El primero en apercibirse de la necesidad de realizar esta tarea fue, antes de Charles Darwin, Herbert Spencer, pero ésta no se convertiría en verdadero objeto de polémica, especialmente en Gran Bretaña, hasta la publicación del "Origen de las especies" (1859) y "La descendencia del hombre" (1872), ambas de Darwin. La discusión ha tenido una continuación filosófica en el siglo XX al dar lugar a una serie de esfuerzos por entender con mayor rigor el concepto de evolución y verse mezclada, en las filosofías procesuales de Samuel Alexander y Alfred North Whitehead, con un ensayo de comprensión global del universo.
Dentro de la historia de esta discusión reviste especial importancia la obra de Henri Bergson (1859-1941). El intento de Bergson apuntaba a una comprensión filosófica de la vida que integrara los aspectos psíquicos y físicos de los fenómenos vitales con el fin de ofrecer una base para la comprensión de la evolución. Pero, al mismo tiempo, fue ocasión para el desarrollo de una nueva concepción global de la realidad que se convirtió en el punto de arranque de la filosofía procesual, la cual alcanzaría su cumbre en la obra de Alfred Whitehead. Como Bergson había conseguido acceder a esa nueva comprensión de la vida partiendo de la experiencia que el hombre tiene de sí mismo, y en particular de su experiencia del tiempo, su filosofía se deja describir como la conversión de la antropología, como resultado de la ampliación de sus puntos de vista, en una filosofía de la naturaleza. Ése sería el proceso más o menos seguido por Whitehead. Sus orígenes antropológicos diferencian a estas dos figuras de la filosofía procesual de otras formas de filosofía de la naturaleza.
En un comienzo, Bergson fue impresionado por la filosofía evolutiva de Herbert Spencer. Pero luego observó «que el tiempo no significaba nada en este sistema», planteándose a la par la siguiente pregunta: «¿No prueba el hecho del tiempo que lo más interno de las cosas es indeterminado? ¿Y no es el tiempo esa misma indeterminación?».
En su primer trabajo, "Ensayo sobre los datos inmediatos de la conciencia", Bergson subrayó la importancia de la intuición para el conocimiento al lado y por encima del entendimiento analítico. En la forma de la intuición se nos da la unidad de lo real en el tiempo, una unidad que no es sólo la de nuestra percepción, sino la realidad viva misma. Ambas tienen la forma de la duración (durée), pero ésta no se opone al cambio, sino que se encuentra ella misma en cambio permanente, produciendo sin cesar algo nuevo.
Para Bergson, la secuencia temporal se presenta como una constante alteración de estados, pero ésta no debe concebirse como una sucesión de instantes puntuales, pues nosotros vivimos el tiempo como una corriente incesante, un abrirse paso por parte del pasado «que roe el futuro y va creciendo a medida que avanza». La memoria es el lugar en que se conserva esa acumulación continua de nuestro itinerario vital. Naturalmente, no estamos constantemente recordando el entero camino que hemos dejado atrás. Nuestro pensamiento opera sólo con una selección de las experiencias vividas y depositadas en nuestra memoria. Todo ello permanece en el momento presente inconsciente para nosotros, tanto en nuestros deseos, como en nuestros actos o en la tendencia que nos impulsa hacia adelante. El término «tendencia» no significa que estemos guiados por un objetivo final, su significado es el de una «fuerza explosiva» que se despliega en forma de haz, un "élan vital" que empuja al cambio y a lo nuevo, aunque sin un fin determinado. De manera inversa, lo nuevo no irrumpe en la forma de una ruptura con el pasado, sino como su transformación. Su misma novedad sólo se deja articular relacionándola con el pretérito.
La duración en la forma en que podemos observarla en nosotros mismos, es decir, como un devenir incesante, caracteriza también según Bergson la verdadera naturaleza del universo. La forma de pensar propia del entendimiento, por supuesto, pasa por alto ese devenir constante, reparando únicamente en el cambio de los diferentes estados, en los que ve una serie de hechos que coexisten yuxtapuestos externamente. Esa manera de aprehender la realidad espacializa el devenir, haciendo de él un mero coexistir y sucederse de cosas y estados. Tendemos a interpretar el cambio a partir de lo inmóvil. Esa inclinación está relacionada, según Bergson, con el hecho de que nuestro intelecto sirve a fines prácticos. El fin del conocimiento es permitimos actuar en el mundo externo, y esos actos modifican los estados con que nos encontramos. Como resultado perdemos toda capacidad para percibir el devenir incesante.
En su lugar, buscamos estados, así como establecer su repetición de acuerdo con determinadas leyes. El orden así construido por el intelecto es un orden de cosas y estados en el espacio, un orden geométrico. Dicho orden constituye la base de la deducción e inducción de regularidades practicada por nuestro conocimiento empírico, y éstas parten del supuesto de que «el tiempo no cuenta», ya que los acontecimientos obedecen en todo momento a las mismas reglas. Sin embargo, esta visión de la naturaleza es para Bergson una construcción puramente artificial, una representación abstracta de la realidad, la cual tiene en puridad el carácter de un devenir constante que da sin interrupción origen a algo nuevo. Una mera sucesión de estados, como los fotogramas de una película, no es suficiente para que haya movimiento. Éste no entra a formar parte de ella sino por mediación de la conciencia del tiempo del observador, que es quien posibilita tener experiencia del sucederse de las imágenes como una continuidad. Pero, en realidad, lo originario es el devenir constante, mientras que, por el contrario, la imagen de una sucesión de estados separados es sólo un producto de la abstracción.
Por supuesto, al lado del devenir creador se da también el ir pereciendo de las creaciones de la vida. Cuando la fuerza creadora de la vida desfallece, la muerte impone su ley. La evolución de la vida en dirección hacia el acrecentamiento de la espontaneidad, de la energía y de la libertad, sigue un camino opuesto al descrito por la ley de la entropía que rige los procesos cósmicos. Mientras que esta última conduce «hacia abajo», en dirección al final equilibrio de todos los declives de energía en un estado térmico uniforme (conocido como «muerte térmica»), la evolución de la vida conduce «hacia arriba» mediante la acumulación de energía, el aumento de la complejidad y la libertad creciente. La evolución de la vida se presenta, pues, a ojos de Bergson como la inversión de la tendencia propia de los procesos inorgánicos: si éstos siguen la trayectoria de un cuerpo al caer, la vida es el esfuerzo por volver a remontar la pendiente. La imagen de un dinamismo evolutivo que discurre en sentido contrario a la tendencia entrópica a la uniformidad -y en el que se manifestaría la esencia de la materia- fue adoptada por un gran número de pensadores, algunos de los cuales malinterpretaron su verdadero sentido extrayendo la conclusión de que los procesos vitales no están sometidos a la ley de la entropía. Hoy día sabemos que el aumento de la complejidad en los organismos es compensado por la aceleración de la entropía en el entorno de cuyo potencial se nutren los procesos vitales.
La cosmovisión dinámica desarrollada por Bergson tuvo una extraordinaria influencia. Sin embargo, una consideración detenida de la continuidad que Bergson creyó descubrir en el devenir creador se ve enfrentada a toda una serie de problemas para los que Bergson no propuso ninguna solución satisfactoria. ¿Cómo conciliar, por ejemplo, la aparición en el proceso del devenir de realidades, según Bergson, nuevas e irreductibles, con su simultáneo rechazo de la hipótesis darwinista del azar?. Para Bergson, la incesante novedad del acontecer está ya dada en la experiencia del tiempo, por lo que su oposición a la hipótesis del azar podría haberse debido a que el concepto de este último hacía las veces de complemento a la idea de formas tenazmente estáticas. Subsiste, con todo, el problema objetivo de cómo ha de entenderse la aparición de algo nuevo en el curso del devenir y, junto a él, la pregunta por la manera en que podríamos todavía diferenciar unas de otras las creaciones de un devenir que, sin embargo, el mismo Bergson concebía como una continuidad -un diferenciarse del que, evidentemente, tampoco él pensaba que pudieran hacerse sin más responsables a las ilusiones del entendimiento espacializador-.
En este punto, Alexander y Whitehead se apartaron de Bergson. Ambos reconocieron la gran importancia de Bergson para su propio pensamiento: Alexander por opinar que este último había sido el primer filósofo de su época que se había tomado en serio el problema del tiempo; Whitehead por creer que Bergson había tenido toda la razón en protestar contra la «espacialización» de los procesos naturales en las descripciones de la física clásica. Este último coincidía con Bergson en contemplar la naturaleza como el proceso de un devenir, aunque prefería servirse de la idea de «proceso» en lugar del concepto, para él ambiguo, de tiempo. En cambio, tanto Alexander como Whitehead creyeron necesario acentuar el momento de la discontinuidad en los procesos naturales con mayor energía que Bergson. Para Whitehead, el acontecer progresa desde la separación a la combinación, produciendo de esta forma algo nuevo. La continuidad no es lo originario en la realidad, sino el producto del enlace de una multiplicidad.
El primero en afirmar la primacía de lo dado discontinuamente, sobre todo en relación con el concepto del tiempo, fue Samuel Alexander (1859-1938). Alexander opinaba que -considerado en sí mismo- el tiempo es una secuencia de instantes vinculados entre sí sólo por su relación con el espacio. Este último tampoco podría constituir por sí mismo un continuum, pues entonces permanecería vacío. De ahí que la diferencia y divisibilidad en el espacio se deban a la acción del tiempo, quien por su parte tiene que agradecer al espacio el constituir un progreso continuo, resultado de que cada instante del tiempo pueda ser común a diferentes lugares y, a la inversa, una sucesión de instantes distintos verificarse en un mismo lugar. Para Alexander, la «espacialización» del tiempo que Bergson juzgaba obra del entendimiento y tenía en buena medida por responsable de los errores de la metafísica tradicional substancialista forma, pues, parte de la esencia misma del tiempo.
Con la secuencia ininterrumpida de instantes de Alexander se corresponde la idea de Alfred North Whitehead (1861-1947) de una sucesión de «acontecimientos» (events) que hacen aparición de manera discontinua. Dentro de ella, los últimos acontecimientos constituyen la repetición de los que les precedieron, y así es como surge la duración (endurance). Sin embargo, Whitehead dedujo la espacialidad del acontecer, distinta de la secuencia temporal, de la duración de un determinado pattern (patrón). Whitehead siguió, pues, aferrándose a la primacía del tiempo sobre el espacio, como había hecho Bergson, aunque con la diferencia de que para él la «espacialización» del tiempo era consecuencia de la realización de los pattern o «eternal objects» -colores, sonidos, olores, formas geométricas que en cuanto realizadas en los acontecimientos constituyen sus pattern- en la sucesión de los acontecimientos. En cambio, se apartó de Bergson por ver en la continuidad del transcurso temporal un fenómeno no originario, sino derivado, con fundamento en la repetición y variación de los pattern en la serie de los acontecimientos.
Whitehead creía que la concepción del acontecer natural como una sucesión discontinua de acontecimientos que al variar y repetirse suscitan la impresión de una vibración estaba en cierto modo insinuada en la física cuántica. Mediante la combinación de los fenómenos de repetición y variación en la serie de los acontecimientos, los procesos naturales adquieren el carácter de un «progreso creador» muy similar a la "évolution créatrice" de Bergson. Sólo que Whitehead fue a continuación capaz de vincular con esta característica fundamental del devenir la desaparición de sus diferentes creaciones con mayor plausibilidad que Bergson. Para ello, procedió a distinguir dos formas fundamentales del devenir, crecimiento (concrescence) y corrupción (transition). Esta última implica siempre una «transición», ya que todo acontecimiento pasa a formar parte -como un elemento más- de otros procesos de crecimiento tan pronto como su propio devenir ha tocado a su fin.
Para Whitehead, los acontecimientos son la realidad última del universo (the final real things). Él mismo calificó su filosofía de atomística, aunque a diferencia del democritiano o del de la física clásica, el suyo es menos un atomismo de cuerpos minúsculos e indivisibles que de acontecimientos. En contrapartida, los elementos formales (patterns, eternal objects) carecen de realidad propia, sólo son reales en cuanto se manifiestan en los acontecimientos. Lo mismo se aplica al continuum espacio-temporal: sólo es una «potentiality for extensive division» (potencialidad para una división constante) o, a la inversa, resultado de la abstracción del conjunto de acontecimientos concretos en que se establece el vínculo de las actual entities (entidades actuales) con las que las precedieron.
El atomismo de Whitehead, en el que una multiplicidad de acontecimientos constituyen la base de todo lo real, se enfrenta, con todo, a las mismas dificultades que Platón había opuesto ya, en la conclusión del "Parménides", a toda forma de atomismo metafísico: si lo uno no es, lo que se diferencia de él no puede ser ni una sola cosa ni una multiplicidad de ellas, de tal forma que ya no podría haber nada en absoluto. Una multiplicidad de unos es una multiplicidad de lo mismo (en el sentido del uno abstracto) y también una multiplicidad en que los múltiples se relacionan unos con otros, formando así partes de un todo. Si no constituyeran una totalidad, tampoco podrían pensarse como el mismo uno. Es decir, en todos los casos es necesario presuponer una unidad que los comprenda, so pena de no poder concebir en absoluto los átomos como unidades.
Al parecer, Whitehead no se enfrentó a esta dificultad fundamental en ninguno de sus escritos, aunque en "Adventures of Ideas" (1933) examinó diferentes modalidades de atomismo, al par que criticaba el modelo doctrinal que, con origen en Demócrito, Epicuro y Lucrecio, había terminado por cuajar en el atomismo propio de las modernas ciencias de la naturaleza. La crítica de Whitehead es que los átomos se relacionan aquí sólo externamente, por azar o de acuerdo con leyes externas a ellos mismos. En contra de este punto de vista, Whitehead había afirmado ya en "Science and the Modern World" (1925) que cada acontecimiento está internamente relacionado con los que le preceden, a saber, por medio de relaciones constitutivas para el acontecimiento en cuestión. La hipótesis de una "internal relation" presupone, según Whitehead, lo «subjetivo» de cada acontecimiento como integración espontánea de la multiplicidad de relaciones en que se encuentra. Vistas como actos de esa subjetividad, las "internal relations" que constituyen el acontecimiento reciben el nombre de «aprehensiones» (prehensions), es decir, aprehensiones integradoras de todos los fenómenos del universo en los que el acontecimiento toma parte y con los que tiene, además, que relacionarse por sí mismo.
En principio, la teoría whiteheadiana de la vinculación interna de cada nuevo acontecimiento con los que le preceden aparenta superar las unilateralidades del atomismo clásico. Como cada nuevo acontecimiento tiene que «aprehender» todos los acontecimientos con que se topa en el universo y asumidos como suyos, la totalidad constituida por estos últimos parece tener en cuenta el carácter relativo de cada acontecimiento individual. Sin embargo, para Whitehead el universo (o el continuo espacio-temporal) no precede a los acontecimientos individuales en la forma de un todo real, sino que son siempre estos últimos quienes tienen que integrar en un todo las múltiples relaciones que establecen.
El parecido que la concepción de Whitehead guarda con la monadología leibniziana no es fruto de la casualidad. Son muchos los pasajes en que Whitehead alude de manera explícita a los vínculos entre sus ideas y las de Leibniz. Whitehead declaró haberse limitado a concebir las mónadas como acontecimientos, sustituyendo la tesis leibniziana de que «las mónadas no tienen ventanas» -por carecer de relaciones mutuas- por la de que están constituidas por sus relaciones internas con los acontecimientos que las preceden. Sin embargo, estas modificaciones fueron acompañadas de la renuncia a aquel elemento que en Leibniz servía para compensar el pluralismo de las mónadas: la idea de que cada una de ellas es el reflejo de la unidad del universo fundada en la Mónada Divina.
En Leibniz, ésta es la forma en que la unidad del universo precede a cada una de las mónadas, haciendo posible la concordancia de todas ellas. En Whitehead no hay lugar a nada parecido. Aquí, cada acontecimiento individual tiene que engendrar a partir de sí y por medio de su subjetividad la unidad de su mundo respectivo.
También en Whitehead, Dios es el último garante de la unidad del universo. Pero este Dios no se sitúa frente al universo como su creador. En su «primordial nature» (naturaleza originaria) es sólo el lugar de todos los «eternal objects», es decir, de todas aquellas posibilidades de que los fenómenos tienen necesidad para realizarse en la medida en que pueden asumirlas en su autoconstitución. Dios ofrece a cada acontecimiento individual las posibilidades que son relevantes para su autorrealización. Éstas adoptan la forma de un "initial aim" (meta inicial), pero quien decide realizarlas, así como la manera en que hacerlo, es el fenómeno en su «subjetividad». Como cualquier otra actual entity, Dios está obligado a aprehender la totalidad de los restantes acontecimientos. Pero siendo eterno, al hacerlo integra en su «consequent nature» (naturaleza consecuente) la totalidad del universo en una unidad definitiva. En la filosofía de Whitehead, Dios es el creador del universo sólo en este sentido. Es decir, Dios no es el autor de la existencia de cada uno de los acontecimientos individuales, sino que éstos deben antes bien ser concebidos como creadores en su «subjetividad» misma.
Aquí se encuentra también la principal dificultad con que han tropezado los teólogos cristianos -sobre todo los norteamericanos- en su deseo por servirse de la filosofía de Whitehead como base para una reestructuración de la teología cristiana. El atractivo que esta filosofía exhala para la teología es fácil de entender, pues permite pensar la realidad de Dios en combinación con un concepto de universo capaz de satisfacer los requisitos planteados por la moderna comprensión científica de la realidad. La «filosofía procesual» acierta plenamente cuando juzga que ambas ideas, mundo y Dios, pertenecen a una misma categoría, y vuelve a hacerlo al señalar que el subjetivismo introducido en la teología por la experiencia pietista corre el riesgo de que con la realidad del mundo se le desvanezca también la realidad de Dios. Pero esto no debe permitir que nos engañemos con respecto a que el Dios de Whitehead no es idéntico al Dios creador de la Biblia y la fe cristiana, porque no es quien crea los acontecimientos individuales, sino sólo el acicate para que éstos se creen a sí mismos.
Sin duda, la filosofía procesual de Whitehead abre una nueva perspectiva, desde la que es posible comprender la creación del mundo no sólo como una creatio continua, sino también como la integración en la creación del universo -que sin embargo sólo alcanzará su plenitud escatológicamente- tanto de la libertad de las criaturas como de su respectiva contribución productiva a la formación de su mundo. Pero si, continuando por esta vía, Dios debe también ser concebido como el creador de todas y cada una de sus criaturas, es necesario someter a una profunda revisión los fundamentos en que se apoya la filosofía de Whitehead, en particular su idea de la «subjetividad» de los acontecimientos individuales.
Este principio básico de la «metafísica» de Whitehead hunde sus raíces en la psicología de William James, a quien Whitehead alabó como un pensador revolucionario y confesó deber buena parte de sus reflexiones. La concepción que James tenía del yo se aparta bastante de la idea kantiana de un sujeto «estable y permanente», que como tal constituiría el supuesto de la unidad en nuestra conciencia de toda multiplicidad empírica. Para James, el yo es más bien una magnitud momentánea, aunque relacionada con los yos momentáneos que la precedieron, que tiene que integrar en sí junto con ellos la conciencia del mundo a éstos vinculada. El paralelismo con la idea whiteheadiana de una sucesión de acontecimientos obligados a constituirse a sí mismos a través de su relación con los acontecimientos precedentes es asombroso, por lo que es plausible suponer que la teoría whiteheadiana de la subjetividad de los acontecimientos responde a una generalización de las tesis psicológicas de James.
Esta hipótesis vuelve a corresponderse con la definición que el mismo Whitehead propuso de las tesis metafísicas como el producto de una generalización. En este sentido, es posible interpretar la filosofía procesual de Whitehead y el vitalismo bergsoniano como la versión ampliada -en forma de filosofía de la naturaleza- de un hallazgo primitivamente antropológico. En Bergson, el que suministrara el modelo para la comprensión de los hechos naturales, es la experiencia temporal de la durée; en Whitehead es el carácter de acontecimiento momentáneo que tiene el yo. De esta suerte, mediante la idea de la necesidad que tiene todo acontecimiento de relacionarse con los precedentes e integrar esa relación en la constitución de su identidad propia -en analogía a la identificación de los yos de James con sus predecesores-, Whitehead ha seguido aferrado a la concepción bergsoniana de la continuidad de la experiencia del tiempo en la simultánea manifestación de algo nuevo en cada instante, aunque introduciendo en ella una mayor riqueza de matices.
Con todo, las dificultades del atomismo para explicar la relación que se establece entre los fenómenos partiendo simultáneamente de la hipótesis de que la realidad última está constituida por una multiplicidad de átomos siguen sin hallar solución. Para encontrarla, ¿no sería necesario presuponer que el todo constituye una unidad, así como que ésta no sólo antecede a las partes sino que es quien posibilita sus relaciones recíprocas? ¿Y no equivaldría esto último a reconocer que es tan real como los acontecimientos individuales?
A diferencia de Whitehead, el punto de vista del primado del todo sobre las partes constituye el rasgo característico del pensamiento de Samuel Alexander. Como el Kant de la estética transcendental, Alexander juzgaba imposible pensar una parte del espacio o un momento del tiempo sin a la vez dar por supuesto un tiempo y un espacio infinitos. Por ello, en cuanto instantes puntuales, los acontecimientos no pueden concebirse sino como restricciones del espacio-tiempo infinito. Esta última conclusión vuelve imposible que un atomismo de acontecimientos pueda representar la última verdad metafísica. Sin embargo, Alexander no siguió a Kant en la reducción del tiempo y el espacio infinitos a la categoría de meras formas subjetivas de la intuición, por lo que terminó por encontrarse muy cerca de la filosofía de Spinoza, aunque ahora dinamizada por el espíritu de la filosofía procesual: en su evolución, el universo natural se encuentra todavía a medio camino en el proceso de integración de su multiplicidad, de la que la conciencia humana constituye una mera prefiguración, una forma sólo provisional, y no su figura definitiva. Para esa figura consumada de la integración de la multiplicidad natural Alexander reservó el nombre de «deity» (deidad). La deity tiene el significado de una participación en lo divino, pero ésta es todavía diferente de Dios mismo como creador del universo.
La filosofía vital de Bergson buscó asimismo su coronamiento en la idea de Dios, en este caso dentro del marco de una filosofía de la religión a la que Bergson consagró la última de sus obras. Bergson distinguió aquí una forma dinámica y una forma estática de religión. La función que cumple la religión «estática» es fortalecer los deseos de vivir en el seno de la colectividad de los mismos individuos que saben de la muerte y de lo transitorio de sus vidas. La religión «dinámica» de la mística y el cristianismo trasciende este propósito, uniendo al ser humano con el amor divino, el cual es el origen de la evolución creadora del universo tendente a la transformación de la vida ligada a la materia y, por tanto, a la condición mortal.
Las filosofías procesuales de nuestro siglo confirman cada una a su modo el dictum de Helmuth Plessner a propósito de la íntima relación existente entre el concepto de mundo y la idea de lo absoluto: «Abandonar esta idea significa ... abandonar la idea del mundo uno. Una cosa es decir que se es ateo. Otra serlo». Con ello queda señalada la importancia de la idea de mundo para la teología. ¿Por qué, según Lutero, cree un hombre en Dios Padre? Porque «si no, no habría nadie que supiera crear los cielos y la tierra».
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