|
Praxis
XII.D. De "La teología de la praxis evangélica (de Antonio González):
¿Una teología para el siglo XXI?" - Jordi Corominas
El Dios Crucificado
Ante la universalidad del esquema de la ley y su permanencia o no-erradicación definitiva en la religión de Israel, A. González se acerca a la praxis de Jesús para preguntarse en qué medida es liberadora respecto del esquema de la ley. A. González nos hace ver que en la praxis de Jesús los pobres no son idealizados, ni justificados por ser víctimas. Son desculpabilizados y evangelizados. No son responsabilizados de sus desgracias. El pobre no es culpable, el que llora no merece su sufrimiento, ni el que ríe merece su alegría. En la vida y la muerte de Jesús se rompe la más poderosa ideología de los hombres, el esquema de la ley. Los publicanos colaboracionistas son justificados y el irreprochable fariseo no. Todos reciben igual con independencia de su tiempo de trabajo. Dios rompe los cálculos de una justicia a menudo demasiado humana. El reinado de Dios irrumpe así en la historia.
Con la desaparición del esquema de la ley desaparecen en la comunidad de los discípulos todos los títulos de dominación. La comunidad fraterna de los discípulos es la sal de la tierra, la ciudad sobre el monte, y entra en conflicto con las autoridades de su tiempo. Jesús es acusado de blasfemo porque bajo el esquema de la ley no puede entenderse que un pobre fracasado sea la revelación definitiva de Dios. La praxis de Jesús pone en peligro al templo y al sistema religioso de su tiempo y pone en peligro la hegemonía de Roma al reunificar Israel en un nuevo orden social y político. Ante tamañas provocaciones Jesús es colgado de un madero. Jesús sufre, grita y llora y al final muere perdonando. No pide un castigo para los culpables. Dios no interviene. Jesús muere como si efectivamente fuera abandonado de Dios. Dios no interviene ni para castigar a los malvados ni para liberar al justo.
Enfrentadas a la cruz se presentarían en los mismos evangelios tres posibles configuraciones de la acción humana: La primera es la asimilación más genuina del esquema de la ley: Jesús es un impostor, el castigo fue justo y el esquema de la ley funciona correctamente en la historia. Es la lógica de los fariseos. La segunda posibilidad, crítica con el esquema de la ley más genuino, no deja de ser una recaída en este mismo esquema en la medida en que todo depende de los esfuerzos y de la sabiduría humana. Es la lógica pagana encarnada por Pilatos. Jesús es un buen hombre, un hombre libre, incluso podría decirse de él que encarna la plenitud de lo humano, pero Dios no interviene en la historia o simplemente el Dios-amor no existe fuera de los corazones humanos. La radical alteridad de Dios y de su gracia no es más que un deseo. El amor sería exclusivamente una verdad humana. La tercera posibilidad es la del esquema de la fe. Dios mismo estaba en la cruz, Dios mismo ha sufrido la maldición de la ley. "Si Dios hubiera intervenido, Jesús hubiera sido justificado, pero todas las demás víctimas de la historia hubieran sido condenadas, pues aparentemente no se merecían la intervención de Dios. Si Dios muere en la cruz, se afirma su radical solidaridad con todos los pobres de la tierra. Pero al mismo tiempo se afirma que Dios no castiga a los malos. La cruz es por esto una oferta de reconciliación universal".
En los labios de un pagano soldado del ejército invasor estaría naciendo la afirmación central de la fe cristiana: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39). El Dios trascendente, absolutamente otro, el creador estaba en la cruz de Cristo. Dios colgado de un madero. Dios identificado absolutamente con Jesús. Dios sufriendo algo más grave que la misma muerte: la maldición de la ley. Es la respuesta a la aporía del mal para los cristianos: Dios estaba en la cruz solidarizándose con todas las víctimas. Las víctimas pueden reconocer que Dios no estaba contra ellos. Los verdugos pueden reconocer su propio pecado, sabiéndose perdonados por Dios. Si la justicia de Aristóteles consiste en dar a cada uno lo suyo, la justicia de Dios consiste en reconciliar consigo mismo a los pecadores no llevando cuenta de sus pecados. "Cristo nos ha liberado de la maldición de la ley" (Gal. 3, 13).
El Cristianismo es la fe en que la verdadera realidad del Dios totalmente otro se manifiesta en Jesús de Natzaret. El presunto garante del esquema de la ley (de la correspondencia de la acción con sus resultados) se ha convertido en la víctima de dicho esquema. Si Dios mismo sufre las consecuencias que, según el esquema de la ley, corresponderían a los pecadores, el esquema de la ley ya no puede justificar nuestra praxis ante Dios. Dios ha cancelado definitivamente el esquema de la ley. La aparente pasividad de Dios en el calvario sería su más activa intervención. En Cristo se muestra qué quiere decir la palabra "Dios" y la palabra "amor". Esta nueva idea de Dios es sin duda razonable puesto que no contradice los datos del mundo, pero no viene suministrada por los datos de ese mundo. Es un Dios que desborda todas las representaciones de las religiones y de la filosofía. El cristianismo es la explicitación práctica y teórica de la fe en el Dios Crucificado. Toda la historia de la dogmática no sería más que una explicitación (siempre abierta) de esa verdad elemental para el cristiano.
La identificación de Dios con Cristo atañería a toda su realidad individual, social e histórica. Sin una real identificación de Dios con Cristo no habría liberación del esquema de la ley. Pero si Dios se identificó con Cristo, la muerte ya no lo podía retener. La resurrección es una deducción de la cruz y no un añadido. Para la fe cristiana tanto la cruz sin resurrección como la resurrección sin cruz carecen de significado. Sin esa unidad no hay liberación del esquema de la ley ya que si se piensa la resurrección como un añadido a la cruz fácilmente se reedita el esquema de la ley: el justo es salvado, los otros muchos desdichados de la historia no habrían merecido una intervención salvífica de Dios.
La resurrección no tiene testigos directos. El método histórico-crítico no puede negar propiamente la resurrección, sino en todo caso el que ésta sea accesible científicamente. La resurrección no es un hecho positivo accesible para cualquiera, mucho menos un hecho científico, pero el cristiano considera que es un hecho histórico real, en el sentido de un hecho acaecido en la historia. Si en la realidad histórica de Jesús sucedió algo excepcional y único a lo que no puede acceder el método histórico-crítico habría que diferenciar entre el Jesús real de la historia y el Jesús científicamente accesible con el método histórico. Si el peligro del querer afirmar el Cristo histórico por encima del Cristo de la fe es el de que este Cristo sea más imagen de su reconstructor que del Cristo terreno, el peligro de querer afirmar el Cristo predicado desprendido del Cristo histórico es el de minusvalorar la humanidad concreta de Jesús. Entiendo que uno de los grandes méritos de la teología de la praxis evangélica es esta radical unitariedad de su Cristología que evita tanto un decantado cosista y fundamentalista como un decantado simbólico y dualista de la encarnación de Dios.
Si Dios se identificó totalmente con la realidad de Jesús su cuerpo no puede ser retenido por la muerte. La resurrección corporal de Cristo tiene que ser afirmada por el cristiano consecuentemente con su fe en el Dios crucificado como un hecho real. Las apariciones designan así ante todo el descubrimiento de lo realmente acaecido en la Cruz. Desde la fe en la identificación de Dios con Cristo, A. González va revisando todos los dogmas, librándonos de recargas barrocas innecesarias. La conceptuación trinitaria de Dios no es un problema metafísico sino un intento de expresar lingüísticamente el Dios revelado en Cristo. El Dios Crucificado es la gran Buena Nueva para las víctimas de la historia. Su desgracia no es consecuencia del castigo divino. La muerte y resurrección de Cristo rehabilita a las víctimas de la historia. No se niegan las posibles conexiones entre ciertos hechos y sus resultados. No se niega la conveniencia pedagógica de recompensar el buen comportamiento y de castigar el malo. No se niegan nuestras obligaciones jurídicas y la necesidad de impartir justicia humana, ni nuestras obligaciones éticas. Lo que se niega es toda ideología religiosa o secular que proclame a la víctima o al pobre como autoculpable y al que tiene éxito como bendecido por Dios. Lo que se niega es el pecado: vivir conforme al esquema de la ley.
La pregunta decisiva ya no es quién es mi prójimo sino "quién fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores" (Lc 10, 36). La verdadera relación con Cristo en la historia tiene lugar en nuestra relación con los pobres, pues si algo puede dejar entrever al Dios desconocido es su solidaridad radical con el destino de las víctimas. Los pobres son el criterio de la verdad del cristianismo. Sin embargo, los pobres no son Dios y Cristo sí lo es. Cuando se tiende a diluir esta diferencia se tiende también a difuminar la radicalidad de la liberación de Cristo y a reintroducir el esquema de la ley: somos justificados por nuestro compromiso con los pobres. El compromiso cristiano con los pobres, incluso si llega hasta el heroísmo de dar la vida por ellos, puede mantenerse perfectamente bajo el poder del pecado. La idealización de los pobres además puede fácilmente desembocar en una idealización de sus presuntos liberadores. Citando a Ellacuría, A. González afirma que la Buena Noticia no convierte a los pobres en receptores agradecidos de nuestra caridad individual o política sino que los transforma en pobres con Espíritu (Mt 5, 3). "La buena noticia de Cristo tiene más potencial liberador que cientos de proyectos sociales y políticos bajo el esquema de la ley." "El Dios de Jesucristo es tan radicalmente otro que ni siquiera ha querido ser, como todos los demás dioses, el garante de la correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados." El Dios verdadero no es ningún ídolo de las religiones, cultural, social, no es el refrendo ideológico de ningún sistema económico, político y social fundado en el esquema de la ley.
El propio Jesús sería el iniciador de la fe cristiana que no consistiría en otra cosa que en un acto de confianza en el Dios que ha actuado en Cristo. En Jesús la fe se habría realizado de modo integral, por eso convendría, según A. González, hablar más de la fe de Jesucristo que de la fe en Jesucristo. La justificación ya ha sucedido por la fe de Cristo. La fe de los cristianos no puede ser considerada como un mérito que nos haga merecer la justificación. En la medida en que confiamos en que Dios ha anulado el esquema de la ley, en esta misma medida somos liberados de dicho esquema. La justificación no acontece en el ámbito oculto y trascendente de la conciencia sino en el corazón de nuestra praxis. No es un mérito nuestro sino la obra de Dios en nosotros. La fe como nuevo esquema de justificación es un don de Dios insertado por él mismo en el centro de nuestra praxis. Se trata de la obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el Espíritu del Único Dios que sopla donde quiere. Es un Espíritu de vida que actúa en toda la creación y que posibilita anunciar algo que no se puede deducir de ningún saber humano: el hecho de que la muerte y la resurrección de Jesucristo nos ha liberado del pecado fundamental de la humanidad. Vivir en la fe de Cristo significa estar vinculado con el Padre de la misma manera que lo estuvo Jesús. La fe de Cristo expresa el momento objetivo de la justificación y la fe de los cristianos la llegada de esa justificación a nuestra praxis por más que entre los creyentes permanezca siempre una cierta lucha interior entre el poder del Espíritu y la persistencia de las vanas pretensiones de autojustificacion.
La estrategia de Dios
El amor cristiano se concreta en comunidades e iglesias que van siendo liberadas del esquema de la ley. Las comunidades cristianas es el lugar donde se supera la pobreza, la opresión y la injusticia social. Así, la entrega a los pobres no es ya posible convertirla en el gran mérito de todos los grandes comprometidos. Ello implica necesariamente un contraste entre la iglesia cristiana y el resto de la sociedad. No se trata de una ruptura sectaria sino de un servicio al mundo. Se invita a todos los seres humanos a transgredir el esquema de la ley. Se intenta mostrar nuevas posibilidades de vida, no ya como mera especulación teórica, sino como posibilidad real. La realización de la auténtica justicia es una tarea que las comunidades cristianas comienzan ya en su propia praxis interna, sin delegar esta tarea en manos del Estado. De ese modo la iglesia no es primordialmente una organización internacional sino un entramado de comunidades cristianas locales que realizan fácticamente la justicia en su interior.
Es impresionante comprobar que en medio del mundo helénico en las asambleas cristianas participan esclavos, mujeres y extranjeros en igualdad de condiciones y ocupando en muchos casos puestos de dirección. También es impactante comprobar que las primeras comunidades no optan por los pobres sino que están integradas mayoritariamente por pobres. Son pobres. La integración de personas pudientes a las mismas indica una superación real y no meramente simbólica, de las diferencias sociales. A. González nos muestra como los dirigentes de las primeras comunidades eran elegidos y confirmados por la comunidad. La dirección no recaía en una sola persona, sino en un equipo de colaboradores. Jesús era entendido como el único sacerdote y la unidad cristiana sólo era posible en torno a Cristo siendo los obispos, presbíteros y apóstoles unos simples colaboradores en la obra común del evangelio. A. González considera que la causa de la división en las comunidades cristianas no fue la ausencia de un liderazgo monárquico, sino más bien la pretensión de un primado exclusivo. Solamente desde la renuncia a toda dominación es posible entender el compañerismo entre las distintas comunidades. Se trata de la estrategia más radical ante la pobreza y la injusticia porque apunta a la raíz de los males humanos en el corazón de la praxis. Es una estrategia que en definitiva exige un éxodo de todos los sistemas de poder fundados sobre el pecado fundamental de la humanidad. Ninguna autoliberación filosófica, política o psicológica puede sacarnos radicalmente del esquema de la ley.
El cristianismo se convierte así en una auténtica amenaza para los poderosos. Los sistemas sociales y religiosos no desean en absoluto que trascienda el anuncio de esta Buena Nueva. Menos aún que florezcan comunidades cristianas aquí y allá en las que se destierre el esquema de la ley como principio de relación. Los que durante toda su vida se han justificado a sí mismos mediante sus logros éticos y políticos, difícilmente están dispuestos a compartir el reinado de Dios con las prostitutas, los publicanos y los leprosos de nuestro tiempo. Los que disfrutan de los sistemas económicos, sociales, políticos y religiosos fundados en el esquema de la ley difícilmente están dispuestos a aceptar una justificación gratuita de Dios. La muerte al esquema de la ley implica el conflicto con todas las instituciones religiosas, económicas y sociales fundadas en el mismo. Los cristianos no se oponen a las personas que viven bajo el esquema de la ley, sino a las estructuras idolátricas y opresivas que se levantan sobre dicho esquema.
¿Como sabemos que la respuesta cristiana, que pretende liberarnos del esquema de la ley, no es una mera ilusión? Creo que aquí el creyente, por más confiada que sea su respuesta, se mueve siempre en una cierta duda. Pero también siempre podemos razonablemente pensar que no es una ilusión desde el momento en que el mensaje cristiano no coincide con el mundo para legitimarlo y explicarlo sino que nos muestra cual es su último secreto y pecado. Desde la liberación definitiva en Cristo puede pensarse que cualquier liberación parcial ya sea en las religiones, en las expresiones laicas o en las relaciones cotidianas de todo tipo, participa a su modo de ella.
De ese modo, el reinado de Dios no pertenece exclusivamente al final de la historia, sino que se inicia ya en el presente en comunidades y personas liberadas del esquema de la ley. El reinado de Dios no se identifica con todo lo que se llama iglesia sino con signos tan visibles como la esperanza, la igualdad, la fraternidad, el perdón y el amor. La plenitud del reinado de Cristo sólo es posible en virtud de una intervención gratuita de Dios al final de los tiempos. Para los cristianos la historia tiene un sentido, pero un sentido que no es inmanente como pensaron las filosofías ilustradas, sino otorgado por Dios.
El Espíritu de Dios alcanza a toda la humanidad, pero no es posible determinar hasta qué punto las personas han sido alcanzadas por el Espíritu de Dios. Aunque las obras puedan ser indicios que nos sirvan para conocer la presencia de un árbol bueno, los cristianos no podemos juzgar. Incluso el servicio a los pobres puede hacerse bajo el yugo del esquema de la ley y de la autojustificacion. La esperanza cristiana es que la última palabra sobre la historia no pertenece al esquema de la ley. Liberados de este esquema podemos superar la angustia y el miedo por nosotros mismos para comenzar a vivir por los demás. La praxis humana queda libre para el agradecimiento y la celebración, y la pregunta sobre si merece la pena ser bueno pierde su sentido, porque fuera del esquema de la ley es posible realizar las obligaciones éticas sin esperar nada a cambio.
A diferencia de todas las visiones ilustradas de la historia, la historia humana, desde el punto de vista cristiano, no se explica a partir de los elementos presentes en su inicio, ni tampoco desde la plenitud final. La historia humana se ilumina desde su centro que es Cristo. La liberación ofrecida por Dios en Cristo no es una posibilidad humana. Es una iniciativa de Dios que trasciende todas las posibilidades humanas. Es una liberación que Dios ha ofrecido adaptándose a los dinamismos humanos de apropiación de posibilidades y que sigue abierta mediante la predicación de las iglesias.
En la vida cotidiana, al igual que en las religiones y en los esquemas ilustrados, encontramos el afán de autojustificacion, el deseo de poder y de prestigio, la envidia, la idolatría, las estructuras de dominio, la venganza etc. Sin embargo, sorprendentemente, también en la vida cotidiana aparecen diversas superaciones del esquema de la ley, acciones que no se justifican como resultado de los propios esfuerzos, sino por una confianza que posibilita la gratuidad, el perdón, la renuncia al reino de la medida y a llevar las cuentas, y el amor. Allí donde el esquema de la ley es realmente superado es que está presente eficazmente la gracia. Donde hay verdadero amor allí está el Dios cristiano. Y aquí el "verdadero" es muy importante porque éste se muestra en toda su radicalidad en la Cruz. No todo lo que se llama "amor" dentro y fuera de las iglesias es necesariamente y siempre producto de la gracia de Cristo. Muchos amores se levantan sobre el esquema de la ley. Ciertamente la noción bíblica de amor no es para el cristiano una forma particular de lo que ya los seres humanos pretendemos haber entendido por amor, sino la verdadera medida y realidad de todo lo que llamamos amor tanto individual como socialmente.
Cuando la motivación última de nuestros actos en el esquema de la fe ya no son las frías consideraciones intelectuales, ni el ridículo intento de autojustificarnos, sino simplemente el amor,--y aquí hay que andarse con cuidado porque esto no lo sabemos a veces ni nosotros mismos--, aparece la libertad cristiana. Una libertad que no coincide con la antropológica ni con la filosófica como capacidad de autodeterminación. Se trata de una libertad radical frente a la ley, el pecado y la muerte. El amor es el secreto último de la gracia y la libertad cristianas. Los cristianos han sido liberados para amar. Al ser esa misma libertad un regalo, nadie se puede gloriar en ella. Nada tenemos que no hayamos recibido.
En definitiva, creo que la elaboración teológica de A. González se muestra tanto capaz de integrar algunos de los aspectos más importantes del legado teológico del siglo XX como de despejar algunas de las insatisfacciones y dificultades presentes en las teologías contemporáneas. A diferencia de muchas teologías protestantes está libre de todo dualismo entre lo existencial y lo empírico, y de todo dualismo en la concepción del mundo y de la historia. Y a diferencia de muchas teologías católicas no se necesita de ninguna comprensión totalizante de la realidad, ni de ninguna metafísica para insertar en ella el cristianismo. De lo que se trata es de liberarnos del esquema de la ley. "No quiero hacer estéril la gracia de Dios; pero si la salvación se alcanza por la ley, entonces Cristo habría muerto en vano" (Gal. 2, 21). La única verificación del Dios cristiano es una verificación indirecta y experiencial. Experimentamos que la opción cristiana distiende nuestra praxis y que nos puede llevar a la plenitud personal y a una radical libertad al extirpar la última raíz del mal y del pecado que anida en el corazón de la praxis humana. Los hombres y mujeres de todos los pueblos entregados a las consecuencias de sus propias acciones siguen esperando en el siglo que empieza esta "Buena Nueva", el anuncio renovado del Dios Desconocido.
<pág.ant._____________________________________________________________________________________________pág.sgte>
|