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Conversión
XII.C._ Del capítulo 22 de "Aproximación al Nuevo Testamento" de W.D. Davies
Consecuencias de la Conversión (de Pablo):
... Pablo quedó convencido de que Jesús de Nazaret era realmente el Mesías, la figura última y final de la historia. Lo inconcebible había ocurrido. El último mensajero de Dios a Israel y al mundo había sido crucificado. El camino de la Ley quedaba subordinado al camino de la cruz. Dios había resucitado realmente a Jesús, y con ello había dado un respaldo divino a su obra. Pero aquello significaba que las expectativas judías acerca de la intervención final de Dios en la historia eran erróneas. Pablo no tenía ya más remedio que reconocer el hecho de que Dios había elegido a alguien que era condenado por la Ley para llevar a cabo sus planes y que se había acercado a los hombres a través de la afrenta de Jesús. Pablo tenía que rectificar acerca de la función de la Ley y del camino de la salvación.
En segundo lugar, pero en vinculación estrecha con lo anterior, Pablo hubo de reconocer que los seguidores de Jesús, después de todo, tenían razón. Dios había visitado a los "indignos", había tomado por sorpresa al judaísmo. El presupuesto de que Dios premia a los hombres conforme a sus méritos había resultado falso. Dios había venido no a los que esperaban su venida, a los que se habían esforzado rigurosamente por acelerarla, sino a los que eran juzgados indignos de su presencia, al despreciado "pueblo de la tierra".
Aquello trastornó a Pablo. Pero aún quedaba algo más aterrador. Si Dios había visitado realmente al "pueblo de la tierra", ¿no estaría dispuesto también a visitar a los paganos? La respuesta no era dudosa. Todos los relatos de la conversión la relacionan con la misión al mundo pagano. El Dios que libremente había enviado su Mesías a los más despreciados entre los judíos no dejaría de acoger a todos los hombres en su misericordia. Habían sido derribadas las barreras que separaban a los judíos de los paganos. El mundo pagano quedaba convertido en objeto de la gracia de Dios.
(...)
El judaísmo consideraba el mundo como la creación del Dios único, y su destino era reflejar la unicidad de su hacedor permaneciendo unido. Esta unidad fue un hecho en el principio; el cosmos, incluído el hombre, "obedecía" a Dios. Pero entró en escena el pecado y con él la desunión a todos los niveles: esta desunión se expresaba como enemistad entre hombre y hombre; en la familia, entre Caín y Abel; dentro de la nación misma, entre ricos y pobres; también entre judíos y paganos, pero de manera particular y más fundamental, entre el hombre y Dios. Sin embargo, a pesar de la caída del hombre, el judaísmo seguía creyendo que Dios era todavía Dios y que, en consecuencia, su voluntad terminaría por imponerse.
¿Cómo habría de ocurrir ello? Tendría lugar en el futuro, pero ese futuro se entendía de varias maneras. Algunos pensaban que habría de aparecer un Mesías, un Hijo de David poderoso como el primer David, que instauraría el reinado de Dios en la tierra. Otros habían perdido ya toda esperanza en esta tierra y esperaban un personaje sobrenatural, el Hijo del Hombre, que establecería un cielo nuevo y una tierra nueva. Quizá no hayamos de pensar en una sola esperanza mesiánica, bien definida y generalmente aceptada, sino en una rica variedad de expectativas muy entremezcladas. Pero de cualquier modo que se entienda, el fin habría de ser semejante al principio: del mismo modo que la creación de Dios fue aceptada por la creación entera y también por el hombre en los primeros días, al final volvería a manifestarse una obediencia idéntica. El fruto de esta obediencia sería la instauración de la unidad recuperada, la recreación de la unidad rota entre hombre y hombre y entre el hombre y Dios.
Pero hemos de analizar cómo se concebía esta obediencia, rasgo característico de los últimos tiempos. Hay una cosa cierta: la condición necesaria para el reinado de Dios sería la observancia indiscutible de la Ley. Sólo cuando los hombres se hicieran dignos de él comenzaría el reinado de Dios, cuya instauración dependía, por consiguiente, de la fidelidad de Israel, cuya obediencia se convirtió así en factor decisivo. La unidad que se esperaba para los últimos tiempos habría de ser realmente la unidad en la Ley, fruto de la obediencia del hombre a la Ley.
Había otra cosa igualmente cierta. La consecuencia del reinado de Dios sería la observancia de la Ley por todos los hombres. ¿Qué iba a ocurrir con los paganos? ¿Obedecerían ellos también a la Ley? El judaísmo estuvo siempre dividido acerca de esta cuestión. Siempre hubo "liberales" convencidos de que al final se reuniría en su tierra todo el pueblo de Israel disperso y que las naciones paganas se convertirían al Señor Dios de Israel. Considérese por ejemplo el siguiente pasaje de Isaías (2, 2-4, de fecha temprana), que siempre intrigó al pueblo de Israel:
"Al final de los tiempos estará firme el monte de la casa del Señor,
en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas.
Hacia él confluirán las naciones,
caminarán pueblos numerosos.
Dirán: Venid, subamos al monte del Señor,
a la casa del Dios de Jacob:
él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas,
porque de Sión saldrá la ley; de Jerusalén, la palabra del Señor.
Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos.
De las espadas forjarán arados; de las lanzas, hoces.
No alzará la espada pueblo contra pueblo,
no se adiestrarán para la guerra."
Pero había también una actitud hostil hacia los paganos, que además se había endurecido en algunos sectores durante el siglo I. Las distintas potencias paganas que habían oprimido a Israel -- asirios, babilonios, griegos y, ya en el siglo I, romanos -- habían dado motivos de sobra para odiar al mundo pagano. Los judíos habían tenido ocasión de contemplar, igual que en nuestros días, la "sombría majestad del hombre" con su increíble crueldad. Algunos renunciaron a toda esperanza de que los paganos llegaran a convertirse y no creían que pudieran dar de sí más que un nivel moral mínimo, el cumplimiento de los mandamientos noáquicos; no cabía esperar de ellos otra cosa; algunos se consumían de piedad por ellos; otros los condenaban sin apelación. Sólo Israel, obediente a la Ley, podía ser el pueblo de Dios; la esfera de la redención eran Israel y la Ley. El único camino que se abría ante el extranjero que quisiera participar en el glorioso futuro "al final de los tiempos" consistía en naturalizarse en el pueblo judío. Un eminente investigador judío liberal ha resumido así la situación: "La doctrina particularista de los rabinos era que las naciones paganas no podían 'salvarse'. Estaban condenadas al infierno. Sin embargo, los rabinos sentían a veces que su conciencia les remordía a causa de doctrina tan cruel, al igual que algunos teólogos cristianos sienten a veces remordimientos por su doctrina similar. En efecto, si los paganos no conocían otra cosa mejor y si nunca tuvieron ocasión de oír hablar acerca del verdadero Dios, ¿cómo justificar su condenación?... De ahí la teoría de los 'siete profetas' que los 'amonestaron'. Pero la voz de los profetas se había extinguido mucho tiempo atrás. ¿Qué hacer entonces? Bien, allí estaba la Ley con sus previsiones sobre la aceptación de los prosélitos. A partir de aquel momento, las naciones podían integrarse en el judaísmo cuando lo desearan. Los prosélitos de cada generación han sido una advertencia para todos sus contemporáneos. Pero la advertencia no ha sido escuchada y la condenación al infierno se justifica."
Este es el punto en que la esperanza de Israel muestra su ambigüedad. Pero nótese que esa ambigüedad afecta precisamente a la mayor parte de los hombres, que se hallaban "sin Dios y sin esperanza en el mundo".
Pablo fue el heredero de la esperanza de Israel a la que nos hemos referido, una esperanza constante a la vez que muy variada. Sabía que las fuerzas angélicas del mal eran reales; el mundo helenístico se sentía seguro de la realidad inexorable del destino y su propia experiencia estaba en condiciones de dar testimonio de la "desmedida maldad del pecado". Pero Pablo estuvo siempre convencido de que la historia era el escenario de la actividad de Dios y de que no podía oponerse a ser moldeada por su voluntad. "Al final de los días" terminaría por reinar Dios. Habría un solo Señor y un solo pueblo. ¿Qué pensar de la ambigüedad que afectaba a los gentiles? Podemos estar seguros de que Pablo pensaba de este modo.
Nacido en una importante ciudad y ciudadano romano, Pablo habría experimentado en edad temprana el contacto con los gentiles. A pesar de su sensualidad y de su idolatría, no dejaría de atraerle la variada y abigarrada vida helenística, como a tantos otros judíos del período posexílico. No es verosímil que ese Pablo que nos dan a conocer las epístolas y los Hechos se desentendiera de la vida y el destino de la mayor parte de las personas que veía a su alrededor. Pero al mismo tiempo, la fascinación del helenismo le haría tomar conciencia más clara de su condición de judío. En cualquier caso, se sentiría impulsado, a través de sus contactos personales y de sus estudios, a tomar en consideración "los linajes menores carentes de la Ley" y a preguntarse por el destino de "los muchos" condenados a la destrucción. Su misma devoción intensa a la Ley tuvo que ser como una sombra de agonía por los que vivían sin la Ley; sus simpatías humanas tenían que estar en pugna con sus creencias.
Pablo, por consiguiente, al contemplar la desorientación del mundo, aún tenía alguna esperanza. Pero aquella esperanza se vio colmada de modo tan inesperado y extraño que por un tiempo se quedó ciego. En efecto, se cumplió de un modo que al primer golpe hubo de parecerle imposible: en Jesús de Nazaret. Pablo conocía la pretensión de que aquel Jesús, que había fraternizado con publicanos y pecadores, gentes al margen de la Ley, y que finalmente había muerto como un criminal en una cruz, bajo la maldición de la Ley, era el Mesías, el personaje que había de venir "al final de los tiempos". Conocía la pretensíon de que aquella inaceptable figura final de la historia había formado su propia comunidad mesiánica con gente reclutada de entre "el pueblo de la tierra", rústicos sin religión; que Dios daba cumplimiento a la esperanza de Israel no a través de los devotos cumplidores de la Ley, sino mediante aquellos judíos de segundo orden, procedentes de la Galilea de los Gentiles: Pedro, Santiago, Juan, y otros de su clase. Conocía también otra pretensión aún más audaz, principio y confirmación de todas las demás pretensiones: que aquel Jesús maldecido había resucitado de entre los muertos. La resurrección de entre los muertos, la señal más segura de los últimos tiempos esperados por el judaísmo, había comenzado ya: quedaba inaugurada la era final de la historia. ¡El mundo caminaba hacia el final!
No sólo conoció Pablo estas pretensiones, sino que terminó creyendo en ellas. Precisamente porque era un fariseo con una buena formación, Pablo vio con mayor claridad y sintió más profundamente que los primeros discípulos todo lo que ellos mismos proclamaban acerca de Jesús como Mesías. Como una de las mentes más poderosas de la historia, Pablo penetró hasta el núcleo esencial de aquel mensaje. Le habían enseñado que las esperanzas del judaísmo no podrían tener cumplimiento sino entre hombres que cumplieran la Ley y mediante ello se hubieran ganado el favor de Dios, es decir, entre los "buenos". En Jesús se encontró Pablo con alguien que no puso los ojos en los dignos, sino que salió al encuentro de los indignos: "No vine a llamar a los justos sino a los pecadores". Cuando los hombres aún andaban obcecadamente extraviados, el amor de Dios hacia ellos se manifestó y actuó a través de Jesús. El nuevo factor había entrado en el campo de la historia; Pablo lo llamó "gracia" de Jesús, amor de Dios que a través de él actuaba, un amor inesperado, persistente, ilimitado hacia los que no lo merecían. Su manifestación suprema fue la resurrección, el retorno de Jesús a los suyos, a los mismos que le habían traicionado, y por encima de todo, la venida de Jesús al mismo Pablo, el archiperseguidor. Aquella gracia tenía que imprimir nenesariamente un nuevo giro a la historia.
A partir de aquel momento, Pablo se entregó a Jesús de Nazaret, aceptándolo como Mesías, la figura final de la historia, el objeto de sus preocupaciones supremas, el que había dado nueva orientación a la historia.
(...)
Esta afirmación ha de entenderse a la luz de la filosofía o idea de la historia que tiene Pablo. Su visión de la historia entronca con el Antiguo Testamento y el judaísmo interpretado a la luz de Cristo. Podríamos caracterizar sumariamente su "filosofía" como sigue:
Los planes de Dios empezaron a hacerse realidad ya con la creación del mundo. El universo no es producto de la casualidad, sino de la voluntad de Dios. La creación, incluído el hombre, fue hecha con vistas a la armonía entre hombre y hombre, entre hombre y naturaleza, entre hombre y Dios. Pero el plan de Dios se frustró a causa del pecado de Adán. Dios, sin embargo, empezó de nuevo con el hombre en la alianza que hizo con Abrahán. Hizo la promesa de que en él serían bendecidas todas las naciones de la tierra. Abrahán respondió a la llamada de Dios y a través de él se hizo realidad el pueblo de Dios, un pueblo elegido por un acto de la voluntad libre y la gracia de Dios. Pero los planes de Dios no quedaron automáticamente asegurados por el solo acto de la elección y la respuesta de Abrahán. No todos los que descendían materialmente de Abrahán respondieron a la llamada de Dios como lo había hecho su padre Abrahán, de forma que no todos los que estaban conectados físicamente con Abrahán eran verdaderamente hijos suyos. Así, de los dos hijos que tuvo Abrahán, sólo Isaac, hijo de la promesa de Dios, fue reconocido como verdadero "hijo"; Ismael, el hijo natural que Abrahán tuvo de Agar, fue rechazado. Del mismo modo, Jacob, hijo de Isaac, es objeto del amor de Dios, mientras que Esaú, su hermano, fue desechado por Dios. No basta ser físicamente miembro de Israel; de por sí, la ascendencia física no significa nada. En consecuencia, como dice Pablo, no todo Israel es verdaderamente Israel, es decir, no todos los judíos han respondido con la obediencia a las exigencias de Dios. Ciertamente, la descendencia física de Abrahán ha sido en su mayor parte desobediente y no es considerada como verdaderos hijos de Abrahán. En tiempos de Elías hubo siete mil que no doblaron la rodilla ante Baal. Permaneció un resto. Pero este resto se hizo cada vez más pequeño; en los tiempos de Isaías ya era muy reducido. Pablo contemplaba la historia de su pueblo y caía en la cuente de que, efectivamente, el resto era cada vez más exiguo, hasta que sólo queda un individuo del que pueda decirse con verdad que es descendiente de Abrahán, y ése es Jesús. Sólo en él se cumple la promesa hecha a Abrahán. Pablo se sirve para dejarlo en claro de un término que emplea en singular y en plural (Gál 3,16): "Pues bien, las promesas se hicieron a Abrahán y a su descendencia (no se dice 'y a sus descendientes', en plural, sino en singular: 'y a su descendencia', que es Cristo)."
Jesús solo representa al pueblo de la promesa de Dios. Es el vértice de un triángulo, en el que el "pueblo de Dios", formado por los verdaderos descendientes de Abrahán, se ha reducido progresivamente y del que han sido gradualmente excluidos los "falsos" descendientes de Abrahán. Este proceso de exclusión culmina en Jesús.
El proceso de exclusión que se manifiesta en la historia de Israel, que viene a ser una crónica del fracaso de Dios en la formación de un pueblo peculiar en la historia, es el paralelo de aquella desorientación que descubría Pablo en el mundo pagano. Tanto los israelitas como los no israelitas compartían la misma desorientación fundamental, si bien los síntomas no eran siempre los mismos en ambos casos. Pero en Jesús de Nazaret se puso término a la desorientación. En virtud de la obediencia de su vida, que desembocó en la muerte en cruz, se invirtió el proceso de exclusión. Jesús inaugura un movimiento contrario de inclusión; algunos de su mismo pueblo reconocieron en Jesús la verdadera semilla de Abrahán y se unieron a él. Constituyen un nuevo "resto", el comienzo de un nuevo Israel. Este nuevo Israel está integrado por los que vieron y respondieron a la gracia de Jesús, el Cristo. Eran judíos no sólo por su ascendencia. Pronto se unieron a ellos los paganos. En el futuro se les unirán además los otros judíos que de momento han rechazado que Jesús sea la figura final de la historia. De este modo, con la aparición del nuevo Israel, que llevará a todos el reconocimiento de que Jesús es el "último" y de que Dios es todo en todas las cosas, Pablo afirma que todo el proceso de la historia ha dado un giro nuevo y decisivo. Y no sólo la historia humana. Jesús ha infundido a la historia un espíritu que al final conducirá todas las cosas -- humanas, sobrehumanas (ángeles, principados y potestades) y subhumanas -- a la bendición divina. El universo desorientado se orientará de nuevo y será devuelto al que lo hizo. El fin de todo ello, como hemos visto, es que el hombre recupere la semejanza de Dios que había perdido por la caída de Adán. Pero, como Cristo es la imagen de Dios, asemejarse a Cristo, crecer a la medida de su madurez, es el plan de Dios sobre el hombre. ¿Y para el universo? Que todos los poderes del cielo y de la tierra, que todas las cosas participen de la gloria de Dios.
(...)
"Él es imagen de Dios invisible,
primogénito de toda la creación,
porque en él fueron creadas todas las cosas,
en los cielos y en la tierra,
las visibles y las invisibles,
los Tronos, las Dominaciones,
los Principados, las Potestades:
todo fue creado por él y para él,
él existe con anterioridad a todo,
y todo tiene en él su consistencia.
Él es también la cabeza del cuerpo,
que es la Iglesia:
Él es el Principio,
el primogénito de entre los muertos,
para tener en todo la primacía,
pues Dios, la Plenitud total,
quiso habitar en él,
para por su medio reconciliar consigo el universo,
lo terrestre y lo celeste,
después de hacer la paz con su sangre
derramada en la cruz."
(Col 1, 15-20)
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