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Unamuno
V.D._ Del "Sentimiento Trágico de la Vida" - Miguel de Unamuno.
El hombre es un fin, no un medio. La civilización toda se endereza al hombre, a cada hombre, a cada yo. ¿O qué es ese ídolo, llámese Humanidad o como se llamare, a que se han de sacrificar todos y cada uno de los hombres? Porque yo me sacrifico por mis prójimos, por mis compatriotas, por mis hijos, y éstos, a su vez, por los suyos, y los suyos por los de ellos, y así en serie inacabable de generaciones. ¿Y quién recibe el fruto de ese sacrificio?
Los mismos que nos hablan de ese sacrificio fantástico, de esa dedicación sin objeto, suelen también hablarnos del derecho a la vida. ¿Y qué es el derecho a la vida? Me dicen que he venido a realizar no sé qué fin social; pero yo siento que yo, lo mismo que cada uno de mis hermanos, he venido a realizarme, a vivir.
Sí, sí, lo veo; una enorme actividad social, una poderosa civilización, mucha ciencia, mucho arte, mucha industria, mucha moral, y luego, cuando hayamos llenado el mundo de maravillas industriales, de grandes fábricas, de caminos, de museos, de bibliotecas, caeremos agotados al pie de todo eso, y quedará, ¿para quién? ¿Se hizo el hombre para la ciencia, o se hizo la ciencia para el hombre?
(...)Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de buen grado, y otorgándole mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no esté penetrado de que, al conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne y hueso, hombres que nacen, sufren y, aunque no quieran morir, mueren; hombres que son fines en sí mismos, no sólo medios; que han de ser los que son y no otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos la felicidad. Es inhumano, por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que la sigue cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados. No de su memoria, no de sus nombres, sino de ellos mismos.
Todo eso de que uno vive en sus hijos, o en sus obras o en el universo, son vagas elucubraciones con que sólo se satisfacen los que padecen de estupidez afectiva, que pueden ser, por lo demás, personas de una cierta eminencia cerebral. Porque puede uno tener un gran talento, lo que llamamos un gran talento, y ser un estúpido del sentimiento y hasta un imbécil moral. Se han dado casos.
Estos estúpidos afectivos con talento suelen decir que no sirve querer zahondar en lo inconocible ni dar coces contra el aguijón. Es como si se le dijera a uno a quien le han tenido que amputar una pierna que de nada le sirve pensar en ello. Y a todos nos falta algo; sólo que unos lo sienten y otros no. O hacen como que no lo sienten, y entonces son unos hipócritas.
Un pedante que vio a Solón llorar la muerte de un hijo, le dijo: "¿Para qué lloras así, si eso de nada sirve?" Y el sabio le respondió: "Por eso precisamente, porque no sirve". Claro está que el llorar sirve de algo, aunque no sea más que de desahogo; pero bien se ve el profundo sentido de la respuesta de Solón al impertinente. Y estoy convencido de que resolveríamos muchas cosas si, saliendo todos a la calle, y poniendo a luz nuestras penas, que acaso resultasen una sola pena común, nos pusiéramos en común a llorarlas y a dar gritos al cielo y a llamar a Dios. Aunque no nos oyese, que sí nos oiría. Lo más santo de un templo es que es el lugar a que se va a llorar en común. Un Miserere, cantado en común por una muchedumbre azotada del Destino, vale tanto como una filosofía. No basta curar la peste, hay que saber llorarla. ¡Sí, hay que saber llorar! Y acaso ésta es la sabiduría suprema. ¿Para qué? Preguntádselo a Solón.
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La esencia de un ser no es sólo el empeño de persistir por siempre, como nos enseñó Spinoza, sino, además, el empeño por universalizarse; es el hambre y sed de eternidad, de infinitud. Todo ser creado tiende no sólo a conservarse en sí, sino a perpetuarse, y, además, a invadir a todos los otros, a ser los otros sin dejar de ser él, a ensanchar sus linderos al infinito, pero sin romperlos. No quiere romper sus muros y dejarlo todo en tierra llana, comunal, indefensa, confundiéndose y perdiendo su individualidad, sino que quiere llevar sus muros a lo extremo de lo creado y abarcarlo todo dentro de ellos. Quiere el máximo de individualidad con el máximo también de personalidad, aspira a que el Universo sea él, a Dios.
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No me someto a la razón y me rebelo contra ella, y tiro a crear, en fuerza de fe, a mi Dios inmortalizador y a torcer con mi voluntad el curso de los astros, porque si tuviéramos fe como un grano de mostaza, diríamos a este monte: "Pásate de ahí", y se pasaría, y nada nos sería imposible (Mateo XVII 10).
"Creer es crear". Y ¿Qué cosa es fe? Así pregunta el catecismo de la doctrina cristiana que se nos enseñó en la escuela, y contesta así: "creer lo que no vimos". A lo que hace ya una docena de años corregí en un ensayo diciendo: ¿creer lo que no vimos? ¡no!, sino crear lo que no vemos.
La fe es el poder creador del hombre. Pero como tiene más íntima relación con la voluntad que con cualquier otra de las potencias, la presentamos en forma volitiva. Adviértase sin embargo cómo querer creer, es decir, querer crear, no es precisamente creer o crear, aunque sí comienzo de ello. La fe es pues, si no potencia creativa, flor de la voluntad , y su oficio crear. La fe crea, en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios; y como es Dios el que nos da la fe en Él, es Dios el que se está creando a sí mismo de continuo en nosotros. Por lo que dijo San Agustín: "Te buscaré, Señor, invocándote, y te invocaré creyendo en Ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me diste, que me inspiraste en la humanidad de tu Hijo, por el ministerio de tu predicador." (Confesiones, libro Y, cap. 1). El poder de crear un Dios a nuestra imagen y semejanza, de personalizar el Universo, no significa otra cosa sino que llevamos a Dios dentro, como sustancia de lo que esperamos, y que Dios nos está de continuo creando a su imagen y semejanza.
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