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Inmanencia
IV.A. De la "Catholic Encyclopedia", en su entrada "Immanence". (Traducido del inglés).
La Doctrina de la Inmanencia.
(1) La Inmanencia Absoluta
(a) Su Evolución Histórica
En sus inicios, la doctrina de la inmanencia, propiamente llamada, trataba de resolver el problema del origen y la organización del mundo: el universo era el resultado de una evolución absolutamente necesaria e inmanente de un único principio. Los estoicos, que le dieron su primera formulación exacta, virtualmente revivieron las cosmogonías presocráticas. Pero callaron respecto, primero, de la "Palabra Demiúrgica" en que Platón veía la causa eficiente del cosmos, y luego, la "Inteligencia Suprema" postulada por Aristóteles como causa final de la actividad universal. Existía, entonces, un principio único bajo una apariencia dual; era corpóreo, aunque se expresaba a veces en términos de pasividad, tomando el nombre de "materia", y a veces en términos de actividad, cuando se le llamaba "fuerza" o "causa". Era el fuego técnico que preside la génesis del mundo, era el principio seminal divino del cual han nacido todas las cosas (pyr technikon, Logos spermatikos). Este principio, que es el primer motor, es también lo primero en ser movido, ya que nada hay fuera de él; todos los seres encuentran en él su origen y su fin, no son sino momentos sucesivos de su evolución, nacen y mueren a través de su perpetuo devenir. El espíritu ardiente parece animar a la masa caótica como el alma anima al cuerpo, y por eso es llamado "alma del mundo". Las almas humanas no son sino chispas suyas, o más bien fenómenos suyos, que se desvanecen al morir y son reabsorbidos en el seno de la naturaleza. Esto es hilozoísmo llevado a su última expresión.
Los estoicos griegos y romanos no cambiaron nada en esta concepción. Solamente Filón, antes del cristianismo, intentó transformarla. Siguiendo su método sincrético, que tanta reputación alcanzó en la Escuela de Alejandría, emprendió la armonización de Moisés, Platón y Zenón. Así llegó a una especie de estoicismo invertido, que pone al comienzo de todas las cosas, ya no a un principio corpóreo seminal, sino a un Dios espiritual, perfecto, anterior a la materia, del cual todo se deriva por un proceso de emanación, hacia afuera y hacia abajo, continuo e ilimitado. Proclo, Porfirio, Jamblico y Plotino adoptaron este panteísmo emanacionista, que formó la base de su neo-platonismo.
Desde Egipto se difundieron las ideas alejandrinas por occidente mediante dos canales. Primero, en el siglo cuarto, entraron a España con un cierto Marco que había vivido en Menfis; en España se desarrollaron amalgamándose con el maniqueísmo bajo el influjo de Prisciliano, y después de la conquista de España por los germanos, pasaron a la Galia. En este país, además, fueron propagadas por las traducciones latinas de Boecio. Posteriormente encontramos trazas de ellas en Escoto Eriúgena (siglo IX), luego en Abelardo (siglo XII), Amaury de Bene, y David de Dinant (siglos XII y XIII), y especialmente en el célebre Maestro Eckart (siglo XIV).
Poco después, el Renacimiento restauró las doctrinas antiguas a una consideración de honorabilidad, y la filosofía de la inmanencia reapareció en los comentarios de Pomponacio sobre Aristóteles, y los de Marsilio Ficino sobre Plotino. Giordano Bruno vio en Dios a la mónada de las mónadas, que, por necesidad intrínseca, produce una creación material que le es inseparable.
Vanini hizo a Dios inmanente en las fuerzas de la naturaleza, aunque, según Jacob Böhme, Dios adquiere realidad sólo a través de la evolución del mundo.
Por una tradición ininterrumpida, pues, la doctrina de la inmanencia llega a los tiempos modernos. La revolución cartesiana pareció incluso favorecer su desarrollo. Exagerando la distinción entre alma y cuerpo, moviendo la primera al segundo mediante la glándula pineal, las teorías mecanicistas prepararon el camino al ocasionalismo de Malebranche: sólo Dios actúa; "no hay más que una causa verdadera, porque no hay más que un Dios verdadero." Spinoza, también, admite sólo una causa. Discípulo de Descartes en el rigor geométrico de sus procesos deductivos, pero más discípulo todavía de los rabinos y de Giordano Bruno en el espíritu de su sistema, propuso su "natura naturans" que despliega sus atributos por un progreso inmanente. Esto no es sino la resurrección del pensamiento alejandrino.
El verdadero cartesianismo, sin embargo, no era favorable a esta clase de teorías, porque se basaba en la evidencia personal, y distinguía tajantemente entre el mundo y su causa trascendente. Con su vívida concepción de la importancia y la independencia del individuo, seguía, más bien, la tradición socrática. Ese punto de vista, definido y purificado por el cristianismo, había servido siempre de barrera contra la intromisión de la doctrina de la inmanencia absoluta. No podía sino cobrar nuevas fuerzas de la filosofía del "cogito ergo sum", y fue efectivamente reforzado incluso hasta el exceso.
Celosa de su propia inmanencia, que había aprendido a conocer mejor que nunca, la mente humana excedió su intención inicial y cambió la doctrina de la inmanencia absoluta en su propio beneficio. Al comienzo buscó sólo resolver el problema del conocimiento, manteniéndose a la vez enteramente limpia de empiricismo. En el período kantiano todavía reclamaba para sí una inmanencia relativa, porque creía en la existencia de un Creador trascendente y admitía la existencia de los noúmenos, ciertamente incognoscibles, pero con los que nos relacionamos. Pronto la tentación se hizo más fuerte; habiendo hasta entonces pretendido imponer sus propias leyes a la realidad conocible, ahora se arrogaba el poder de crear esa realidad. Para Fichte, de hecho, el yo no sólo pone el conocimiento, también pone el no-yo. Es la forma preeminente del Absoluto (Schelling). Ya no es la Sustancia la que, como "natura naturans", produce el mundo mediante un proceso de derivación y degradación sin límites, es un oscuro germen, que en su incesante devenir, se eleva hasta llegar a ser humano, y en ese punto deviene consciente de sí mismo. El absoluto se vuelve la "Idea" de Hegel, la "Voluntad" de Schopenhauer, el "Inconsciente" de Hartmann, el "Tiempo junto a la Tendencia de Progreso" de Renan, el "Axioma Eterno" de Taine, el "Superhombre" de Nietzsche, la "Conciencia" de Bergson. Bajo todas las formas del monismo evolucionista, subyace la doctrina de la inmanencia absoluta.
Considerando las tendencias religiosas de nuestra época, era inevitable que esta doctrina tuviera repercusión en la teología. El monismo que predica, descartando la idea de separación entre Dios y el mundo, también elimina completamente la distinción entre el orden natural y el sobrenatural. Niega toda trascendencia sobrenatural, lo que, de acuerdo a esta teoría, sólo sería una concepción que brota de una necesidad irresistible del alma, o "incesante palpitación del alma que ansía el infinito" (Buisson). Tal es el origen de la religión según esta visión. Y aquí reconocemos la tesis del protestantismo liberal y también la de los modernistas.
(b) El contenido actual de la Doctrina de la Inmanencia Absoluta.
En su presentación actual, la doctrina de la inmanencia absoluta es la resultante de dos grandes corrientes del pensamiento contemporáneo. Kant, al reducir todo a la conciencia individual, y declarar ilusoria toda investigación metafísica, encerró al alma humana en su propia inmanencia y la condenó por lo tanto al agnosticismo en lo que se refiere a las realidades trascendentes. El movimiento positivista llegó a la misma conclusión. Por desconfianza en esa razón que Kant había exaltado a tan alto grado, Comte rechazó como no significativa cualquier conclusión que sobrepase el ámbito empírico. Así que ambos sistemas, partiendo de exageraciones opuestas, llegaron a la misma teoría de lo incognoscible: nada nos queda sino retraernos a nosotros mismos y contemplar los fenómenos que emergen de las profundidades de nuestro propio yo. No tenemos otra fuente de información, y es desde esta fuente interior de donde fluyen todos los conocimientos, toda la fe, y todas las normas de conducta, mediante la evolución inmanente de nuestra vida, o más bien de lo divino que así se manifiesta a través de nosotros. Esta posición inicial determina las soluciones que la doctrina de la inmanencia aporta a los problemas referentes a Dios y al Hombre.
(i) Dios
Los problemas acerca de la vida y la acción divinas figuran entre los principales que interesan a los partidarios de la inmanencia absoluta. Hablan incesantemente de la Trinidad, la Encarnación y la Redención, pero únicamente, como pretenden, para acabar con los misterios y ver en estos términos teológicos meramente los símbolos que expresan la evolución del primer principio. La Trinidad de Filón, como la del neoplatonismo, fue un intento de describir esta evolución, y los modernos sólo han resucitado la alegoría alejandrina. El gran ser, el gran fetiche, y el gran medio (Comte); la idea en evolución, la idea evolucionada, y su relación (Hegel); la unidad, la variedad, y su relación (Cousin) -- todas éstas, en el pensamiento de sus creadores, no son sino otras tantas reediciones de los mitos orientales. Pero la conciencia demanda ahora la abolición de todos esos símbolos. "El espíritu religioso siempre está, de hecho, interpretando y transformando los dogmas tradicionales" (Sabatier), porque el progreso del absoluto nos revela nuevos significados y nos hace más plenamente conscientes de la Divinidad que nos es inmanente. Mediante este progreso, avanza sin cesar la encarnación de Dios en la humanidad, y el misterio cristiano (afirma con blasfemia) no tiene otro significado. No puede haber nada más acerca de la redención, ni puede haber habido una caída original, puesto que según esta visión el desobediente Adán habría sido Dios mismo. A lo más, los pesimistas admiten que la voluntad suprema, o el inconsciente, que erró en la producción del mundo, reconocerá su error al elevarse hasta la conciencia individual, y reparará ese error aniquilando el universo. En esa hora de suicidio cósmico, según Hartmann, el Gran Crucificado bajará de su cruz.
Así, la terminología cristiana es sometida continuamente a nuevas interpretaciones. "Hablamos todavía de la Trinidad, o de la divinidad de Cristo, pero con un significado algo diferente del de nuestros antepasados". Buisson, en su "La Religión, la Moral y la Ciencia", explica así la influencia de la doctrina de la inmanencia sobre la interpretación de los dogmas en el protestantismo liberal.
(ii) El Mundo, la Vida, y el Alma.
Para explicar el origen del mundo, se recurre a la evolución del principio divino. Esta hipótesis daría cuenta también de la organización del cosmos. De aquí que el orden universal sea considerado como el resultado de la acción de energías ciegas, y ya no como la realización de un plan concebido y ejecutado por una providencia. La vida surge de fuerzas físico-químicas; el absoluto dormita en la planta, empieza a soñar en el animal, y despierta por fin a la conciencia plena en el hombre. Entre las etapas de este progreso no hay discontinuidades; es uno y el mismo principio el que se reviste de formas cada vez más perfectas, sin retirarse nunca de ninguna de ellas. El evolucionismo y el transformismo, por lo tanto, no son sino partes de ese vasto sistema de inmanencia absoluta en el que todos los seres se envuelven unos a otros, y ninguno es distinto de la sustancia universal. En consecuencia, ya no hay ningún abismo entre la materia y el alma humana; la pretendida espiritualidad del alma es una fábula, su personalidad una ilusión, su inmortalidad individual un error.
(iii) Dogma y Moral
Cuando el Absoluto alcanza su más alta forma en el alma humana, adquiere auto-conciencia. Esto significa que el alma descubre la actividad del principio divino, que es inmanente a ella constituyendo su naturaleza esencial. Pero la percepción de esta relación con lo divino -- o, mejor, de esta "interioridad" de lo divino -- es lo que llamamos la Revelación misma (Loisy). Confusa al principio, sólo perceptible como un vago sentimiento religioso, se desarrolla mediante la experiencia religiosa (James), se aclara por la reflexión, y se afirma en las concepciones de la conciencia religiosa. Esta concepciones formulan dogmas -- "creaciones admirables del pensamiento humano" (Buisson) -- o más bien del principio divino inmanente en el pensamiento humano. Pero la expresión de los dogmas es siempre inadecuada, porque ello señala sólo un momento en el desarrollo religioso; es una vestimenta que el progreso de la fe cristiana, y especialmente de la vida cristiana, pronto desechará. En una palabra, toda la religión brota de las profundidades del subconciente (Myers, Prince) por inmanencia vital; de aquí la "inmanencia religiosa" y el más o menos agnóstico "simbolismo" que la encíclica "Pascendi gregis" reprocha a los modernistas.
El espíritu humano, creador de dogmas, es también el creador de los preceptos morales, y eso por un acto absolutamente autónomo. Su voluntad es la ley vigente y soberana, porque en ella se expresa definitivamente la voluntad del Dios inmanente en nosotros. La llama divina, que calienta la atmósfera de nuestra vida, hará germinar inevitablemente esas semillas de moralidad ocultas que el absoluto ha implantado. Por lo tanto, ya no cabe hablar de esfuerzo, o virtud, o responsabilidad; estas palabras han perdido su significado porque no hay ni pecado original ni transgresión real y voluntaria.
No hay ya concupiscencia condenable; todos nuestros instintos están impregnados por la Divinidad, todos nuestros deseos son justos, buenos y santos. Seguir el impulso de las pasiones, rehabilitar la carne (Saint-Simon, Leroux, Fourrier), que es una de las formas en que se manifiesta la Divinidad (Heine), es un deber. De esta manera, ciertamente, cooperamos en la redención que está cumpliéndose día a día, y que se consumará cuando el absoluto haya completado su encarnación en la humanidad. La misión de la ciencia moral consiste en descubrir las leyes que gobiernan esta evolución, para que la conducta humana pueda conformarse a ellas (Berthelot) y asegurar así la felicidad colectiva de la humanidad; la utilidad social debe ser de ahora en adelante el principio de toda moralidad; la solidaridad (Bourgeois), que la obtiene, es la forma más científica de moralidad inmanente, y de ello es el hombre, en el universo, el principio y el fin.
(2) La Inmanencia Relativa
(a) Su Evolución Histórica
Desde el día en que Sócrates, abandonando las inútiles hipótesis cosmogónicas de sus predecesores, devolvió la filosofía al estudio del alma humana, cuyos límites y cuya independencia definió -- desde entonces, la doctrina de la inmanencia relativa ha resistido en el conflicto con la doctrina de la inmanencia absoluta. La inmanencia relativa reconoce la existencia de un Dios trascendente, pero también reconoce, y con notable precisión, la inmanencia de la vida psíquica. Fue sobre la evidencia de este hecho, ciertamente, que se fundó el admirable método pedagógico comocido como "mayéutica". Sócrates entendió perfectamente que el conocimiento no llega a nuestras mentes ya hecho desde el exterior, que es una funcíon vital, y por lo tanto inmanente. Comprendió que un conocimiento no es realmente nuestro hasta que lo hemos aceptado, vivido, y de alguna manera adecuado a nosotros mismos. Esto, ciertamente, otorga a la vida del pensamiento una real inmanencia; no, sin embargo, una inmanencia absoluta, porque el alma del discípulo permanece abierta a la influencia del maestro.
De nuevo encontramos esta concepción de inmanencia relativa en Platón. Él la transporta, de manera algo confusa, al orden cosmológico. Piensa, efectivamente, que, si hay cosas grandes y buenas y hermosas, es a través de cierta participación de las ideas de grandeza, bondad y belleza. Pero esta participación no resulta de una emanación, una efusión desde la Divinidad hacia los seres finitos, es sólo un reflejo de las ideas, una semejanza, que el ser racional tiene el deber de perfeccionar, tanto como le sea posible, por sus propias fuerzas. Con Aristóteles, esta noción de energía inmanente en los individuos adquiere una nueva definición. La misma exageración con la que rehusa admitir en Dios ninguna causalidad eficiente, como algo indigno de su beatitud, le lleva a poner en el centro del ser finito el principio de acción que establece la visión de lo supremamente digno de amor y deseable. Ahora que, según él, estos principios son individualizados; su desarrollo es limitado; su orientación determinada a una intención concreta; y actúan unos sobre otros. Es, pues, una doctrina de inmanencia relativa lo que él sostiene. Después de él, los estoicos, reviviendo la física de Heráclito, retornaron a un sistema de inmanencia absoluta con su teoría de las capacidades germinales. Los Padres Alejandrinos tomaron este término de ellos, quitándole, no obstante, su sentido panteísta, cuando se propusieron buscar en los escritos paganos "las chispas de luz de la Palabra" (San Justino), y en las almas humanas las capacidades innatas que hacen tan fácil y natural el conocimiento de Dios.
San Agustín, a su turno, define estas capacidades como "las potencialidades activas y pasivas de las cuales fluyen todos los efectos naturales de los seres", y emplea esta teoría para demostrar la inmanencia real, pero relativa, de nuestra vida intelectual y moral. Nuestro deseo natural de saber y nuestras afinidades espontáneas no germinarían en nosotros si sus semillas no estuviesen en nuestras almas. Estos son los principios primarios de la razón, los preceptos universales de la conciencia moral. Santo Tomás los llamó "habitus principiorum","seminalia virtutum","dispositiones naturales", "inchoationes naturales". Él ve en ellos los comienzos de todo nuestro progreso fisiológico, intelectual, y moral, y, siguiendo el curso de su desarrollo, lleva a su más elevado grado de precisión el concepto de inmanencia relativa. La tradición tomista -- continuando a partir de él la lucha contra el empiricismo y el positivismo por un lado, y, por el otro, contra el racionalismo llevado al extremo del monismo -- ha defendido siempre la misma posición. Reconoce el hecho de la inmanencia, pero rechaza toda exageración proveniente de uno u otro lado.
(b) Contenido actual de la Doctrina de la Inmanencia Relativa.
Esta doctrina descansa en la más íntima experiencia que revela al hombre su individualidad; es decir su unidad interior, su diferenciación de su entorno, y que lo hace consciente de su personalidad, esto es, de su esencial independencia respecto de los seres con los que se relaciona. Por lo demás, evita toda imputación de monismo, y la manera en que concibe la inmanencia armoniza excelentemente con las enseñanzas católicas. "An ejusmodi immanentia Deum ab homine distinguat, necne? Si distinguit, quid tum a catholica doctrina differt?" (Encíclica "Pascendi").
(i) Dios
Dios, pues, trasciende al mundo que Él ha creado, y en donde Él manifiesta su poder. Conocemos Sus obras; por ellas podemos demostrar Su existencia y descubrir muchos de Sus atributos. Pero los misterios de Su vida íntima se nos escapan; la Trinidad, la Encarnación, la Redención, las conocemos sólo por revelación, una revelación a la que la inmanencia de nuestra vida racional y moral no opone ningún obstáculo, en cualquier caso.
(ii) El Mundo, la Vida, y el Alma
La organización del mundo está dirigida por la Divina Providencia, cuya acción puede ser concebida de diversos modos, o bien suponiendo intervenciones sucesivas para la formación de los distintos seres, o bien, siguiendo a San Agustín, prefiriendo mantener que Dios creó todas las cosas al mismo tiempo -- "Deus simul omnia creavit" (De Genesi ad lit.). En este último caso invocaríamos la hipótesis de las capacidades germinales, según la cual Dios debe haber despositado en la naturaleza unas energías de determinada clase -- "Mundus gravidus est causis nascentum" -- cuya evolución en ocasiones favorables organizaría el universo. Esta organización se debería a un desarrollo inmanente, ciertamente, pero procedente de influencias externas. Así, las plantas, los animales, y el hombre, han aparecido sucesivamente, aunque no es el caso de atribuirles una naturaleza común; al contrario, la doctrina de la inmanencia relativa traza una nítida línea de demarcación entre las diversas sustancias, y particularmente entre la materia y el alma; es extremadamente cuidadosa en mantener la independencia de la persona humana. Esta doctrina no sólo demuestra, uniendo conclusión y sensualismo, que la mente es energía viviente, que, lejos de dejarse absorber por influencias externas, forma sus principios necesarios y universales por su propia acción bajo la presión de la experiencia -- no sólo esto, sino que además salvaguarda la autonomía de la razón humana contra esa intrusión de lo divino que sostienen los ontologistas.
(iii) Dogma y Moral
El alma humana, entonces, goza de una inmanencia y una autonomía que son relativas, ciertamente, pero reales, y que la misma Revelación Divina respeta. La verdad sobreanatural se ofrece, de hecho, a una inteligencia en plena posesión de sus recursos, y el asentimiento razonable que damos a los dogmas revelados no es en modo alguno una "atadura" o "una limitación de los derechos del pensamiento". Oponerse a la Revelación con "un rechazo preliminar y global" ("une fin de non-recevoir préliminaire et globale" -- Le Roy) en nombre del principio de inmanencia, es malinterpretar ese principio, el que, correctamente entendido, no implica tales exigencias. Ni tampoco el hecho de la inmanencia relativa obstaculiza la comprensión de los dogmas "in eodem sensu eademque sententia" (Conc.Vatic.,ses.III). El alma humana, pues, recibe las verdades divinas como el discípulo recibe las enseñanzas de su maestro, ella no crea esas verdades. Ni crea los principios de conducta moral. La ley natural no le es extraña, ciertamente; está grabada desde la fundación de la constitución humana. Vive en el corazón del hombre. Esta ley es inmanente a la persona humana que, en consecuencia goza de cierta autonomía. El alma humana reconoce sin duda su relación con un legislador trascendente, y no es menos cierto que ninguna prescripción proveniente de otra autoridad sería aceptada por la conciencia si estuviera en oposición a la ley primordial, cuyos requisitos sólo se detallan y definen claramente mediante leyes positivas. En este sentido, el ser humano preserva su autonomía cuando, en obediencia a una ley divina, actúa con una libertad fundamentalmente inviolable. Esta libertad, sin embargo, necesita de ayudas naturales y sobrenaturales. Consciente de su debilidad, busca y obtiene la asistencia de la gracia, pero la gracia no absorbe a la naturaleza; sólo se añade a la naturaleza, y de ninguna manera infringe nuestra inmanencia esencial.
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