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Nietzsche
II.H. Sobre Nietzsche - Thomas Mann
Nietzsche heredó de Schopenhauer la tesis de que «la vida, vista sólo como representación, intuida de manera pura, o repetida por el arte, es un espectáculo significativo»; es decir, la tesis de que la vida es justificable tan sólo como fenómeno estético. La vida es arte y apariencia, nada más. Y, por ello, por encima de la verdad (que es un asunto de la moral) está la sabiduría (que es un asunto de la cultura y de la vida), una sabiduría irónico-trágica, que, por puro instinto artístico, por amor a la cultura, pone límites a la ciencia; una sabiduría irónico-trágica que defiende el valor supremo, la vida, en dos frentes: contra el pesimismo de los calumniadores de la vida y los abogados del más allá o del nirvana y contra el optimismo de los racionalistas y los mejoradores del mundo, que cuentan fábulas acerca de la felicidad terrenal de todos, acerca de la justicia, y que preparan el terreno a la rebelión socialista de los esclavos. Con el nombre de Dioniso bautizó Nietzsche a esta sabiduría trágica, la cual derrama sus bendiciones sobre la vida tomada en toda su falsedad, en toda su dureza y en toda su crueldad.
El nombre del dios ebrio aparece por vez primera en el escrito juvenil, místico-estético, de Nietzsche titulado "El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música". En él lo dionisíaco, como constitución anímico-artística, es contrapuesto al principio artístico de la distancia y la claridad apolíneas, de manera muy parecida a como Schiller contrapone lo «ingenuo» a lo «sentimental» en su famoso ensayo. Aquí se habla por vez primera del «hombre teórico» y se toma posición de combate en contra de Sócrates, tipo primordial de ese hombre teórico: en contra de Sócrates, el despreciador del instinto, el glorificador de la consciencia, que enseñaba que sólo puede ser bueno aquello que es consciente, el enemigo de Dioniso y asesino de la tragedia. Según Nietzsche, de él procede una cultura científica alejandrina, una cultura pálida, erudita, ajena al mito, ajena a la vida, una cultura en la que han triunfado el optimismo y la fe en la razón, una cultura en la que ha triunfado el utilitarismo teórico y práctico, el cual es, lo mismo que la democracia, un síntoma de fuerza declinante y de cansancio fisiológico. El hombre de esa cultura socrática, antitrágica, el hombre teórico, no quiere tener ya nada entero, con toda la crueldad natural de las cosas, pues se encuentra debilitado por una visión optimista de la realidad. Pero el Nietzsche joven está convencido de que el tiempo del hombre teórico ha pasado. Una nueva generación, heroica, osada, llena de desprecio por todas las doctrinas de debilidad, está subiendo al escenario; es comprobable un paulatino despertar del espíritu dionisiaco, cree Nietzsche, en nuestro mundo actual, el de 1870. De las profundidades dionisiacas del espíritu alemán, de la música alemana, de la filosofía alemana, surge y se realiza el renacimiento de la tragedia.
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Sólo en el amor, sólo rodeado por la sombra de la ilusión del amor crea el hombre. Para ser culturalmente creadora, la historia tendría que ser tratada como obra de arte. Pero esto iría en contra de la tendencia analítica, de la tendencia no artística de la época. La historia arroja fuera los instintos. Formado -o deformado- por ella, el hombre ya no es capaz de «dejar sueltas las riendas» y de actuar con ingenuidad, confiado en el «animal divino». La historia infraestima siempre aquello que está en devenir. la historia paraliza la acción, la cual se ve forzada siempre a lastimar piedades. Lo que la historia enseña y crea es justicia. Pero la vida no necesita de la justicia; necesita de la injusticia, es esencialmente injusta. «Se precisa tener mucha fuerza -dice Nietzsche (y uno pone en duda que él se atribuya a sí mismo esa fuerza)- para poder vivir y para olvidar hasta qué punto vivir y ser injusto es lo mismo.» Pero lo que ante todo importa es poder olvidar. Nietzsche quiere lo ahistórico, es decir, el arte y la fuerza de poder olvidar y de encerrarse en un horizonte limitado; una pretensión, podría añadirse, que es más fácil de decir que de cumplir. Pues nosotros nacemos con un horizonte limitado; y encerrarse artificialmente en él equivale a una mascarada estética y a un renegar del destino; difícilmente podrá salir de ahí nada auténtico y justo. Pero Nietzsche quiere, de manera muy bella y muy noble, lo "sobrehistórico". Esto aparta la mirada de aquello que está deviniendo y la dirige hacia aquello que da a la existencia el carácter de lo eterno y esencial, es decir, la dirige hacia el arte y la religión. El enemigo es la ciencia, pues ésta ve y conoce tan sólo la historia y el devenir, no conoce el ser, lo eterno. La ciencia odia el olvido como muerte del saber e intenta suprimir todos los límites del horizonte. Mas todo lo vivo necesita de una atmósfera protectora, necesita de un ambiente misterioso y de una ilusión envolvente. Una vida dominada por la ciencia es menos vida que una vida que esté dominada, no por el saber, sino por instintos y por "quimeras enérgicas"...
Al oír hablar de «quimeras enérgicas» pensamos hoy en Sorel y en su libro "Sur la violence", en el que el sindicalismo proletario y el fascismo son todavía una misma cosa y se declara, sin atender a si ello es verdad o no lo es, que el mito de las masas es el indispensable motor de la historia. Nosotros nos preguntamos también si no sería mejor mantener a las masas en el respeto a la verdad y a la razón y honrar además su exigencia de justicia, en lugar de sembrar el mito de las masas y lanzar contra la humanidad a unas hordas dominadas por «quimeras enérgicas». ¿Quién hace esto hoy, y con qué finalidad lo hace? Lo que es seguro es que no lo hace con fines culturales.
Pero Nietzsche no sabe nada de las masas, y no quiere saber nada de ellas. «¡Que se las lleve el diablo -dice-, y la estadística!» Nietzsche quiere y predica un tiempo en el cual nos abstengamos sabiamente, de manera ahistórica-sobrehistórica, de todas las fantasías del proceso del mundo y de la historia de la humanidad, un tiempo en el cual ya no nos fijemos en absoluto en las masas, sino en los hombres grandes, intemporales y simultáneos, que realizan su diálogo de espíritus por encima del hormigueo de la historia. La meta de la humanidad, dice Nietzsche, no está en su final, sino en sus ejemplares supremos. Ese es su individualismo: un culto estético de los genios y de los héroes, tomado por él de Schopenhauer, junto con la advertencia de que la felicidad es imposible y de que lo único posible y lo único digno del hombre es una vida heroica. En la refundición de Nietzsche, en unión con su adoración de la vida fuerte y bella, esto da como resultado un esteticismo heroico, del cual él nombra patrón protector al dios de la tragedia, a Dioniso. Es precisamente este esteticismo dionisíaco el que más tarde hará de Nietzsche el más grande critico y psicólogo de la moral que la historia del espíritu conoce.
Nietzsche nació para psicólogo. La psicología es su pasión primordial. Conocimiento y psicología son para él, en el fondo, la misma pasión. Y es una señal distintiva de la total contradictoriedad interna de este espíritu grande y sufriente el hecho de que Nietzsche, que considera que el vivir está muy por encima del conocer, haya sucumbido de manera tan completa e insalvable a la psicología. Nietzsche es psicólogo ya en virtud del diagnóstico schopenhaueriano, que dice que no es el intelecto el que produce la voluntad, sino al revés; que lo primero y dominante no es el intelecto, sino la voluntad; y que el intelecto mantiene con ésta una relación de servicio.
El intelecto como instrumento al servicio de la voluntad: ése es el punto del que brota toda psicología, toda psicología de la sospecha y del desenmascaramiento. Y Nietzsche, como abogado de la vida, se entrega en brazos de la psicología de la moral. Nietzsche tiene la sospecha de que todos los instintos «buenos» proceden de instintos malos, y proclama que los instintos «malvados» son los instintos aristocráticos y los que elevan la vida. Ésta es «la transvaloración de todos los valores».
Lo que antes fue llamado socratismo, «el hombre teórico», la consciencia, la enfermedad histórica, eso recibe ahora el nombre de «moral», y en especial de «moral cristiana». Esta es desenmascarada como algo enteramente venenoso, rencoroso, hostil a la vida. Y no debemos olvidar que la crítica de Nietzsche a la moral es, en parte, algo impersonal, algo perteneciente de manera general a su época. Es la época en torno al cambio de siglo, la época de la primera embestida de la intelectualidad europea contra la moral hipócrita de la edad victoriana, de la edad burguesa.
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Todo lo que tiene profundidad es malvado, afirma; la vida misma es profundamente malvada; la vida no ha sido excogitada por la moral, no sabe nada de la «verdad», sino que descansa en la apariencia y en la mentira artística; la vida hace escarnio de la virtud, pues es esencialmente atrocidad y explotación. Y, añade Nietzsche, hay un pesimismo de la fortaleza, una inclinación intelectual previa por lo duro, horrible, malvado, problemático de la existencia, una inclinación por todo eso nacida del bienes-tar, nacida de la plenitud de la existencia. Aquel eufórico enfermo se atribuye a sí mismo ese «bienestar», esa «plenitud de la existencia», y se dedica a proclamar que los aspectos de la vida negados hasta ahora, negados sobre todo por el cristianismo, son los aspectos de ella que más merecen ser afirmados. ¡La vida por encima de todo!
¿Por qué? Esto. Nietzsche no lo ha dicho jamás. No ha dado jamás una razón de por qué la vida es algo incondicionalmente digno de veneración, algo que merece, y mucho, ser conservado. Sólo ha declarado que el vivir pasa por encima del conocer, pues, al aniquilar el vivir, el conocer se aniquila a sí mismo. El conocer, dice Nietzsche, presupone el vivir, y por eso aquél tiene en éste el interés de la autoconservación.
Parece, pues, que la vida tiene que ser, a fin de que haya algo que conocer. Pero a nosotros nos parece, sin embargo, que esta lógica no basta para su entusiasta protección de la vida. Si Nietzsche viera en ésta la creación de un dios, tendríamos que honrar su piedad, aunque, personalmente, encontrásemos escaso pretexto para prosternarnos ante el universo de la física moderna, que es un universo que está en explosión. Pero Nietzsche ve en la vida un masivo y absurdo engendro de la voluntad de poder; y ese sinsentido y esa inmoralidad colosal son precisamente lo que debe embelesarnos. Su grito de homenaje no es «¡Hosanna!», sino «¡Evoé!». Y ese grito tiene un sonido extraordinariamente roto y torturado. Ese grito pretende negar que exista en el hombre algo suprabiológico, que no se agota en el interés por la vida; pretende negar que exista la posibilidad de un distanciamiento de ese interés; pretende negar que haya una no vinculación crítica, la cual es acaso aquello que Nietzsche llama «moral» y que ciertamente jamás causará ningún daño serio a la amada vida -ésta es demasiado incorregible para ello-, pero que puede actuar como un correctivo quedo, como una agudización de la conciencia moral, tal como ha hecho siempre el cristianismo.
«No hay fuera de la vida ningún punto fijo -dice Nietzsche- desde el cual se pueda reflexionar sobre la vida, no hay ninguna instancia ante la cual la vida pueda avergonzarse.» ¿De verdad no la hay? Uno tiene el sentimiento de que esa instancia existe; y si no es la moral, es sencillamente el espíritu del hombre, el humanismo mismo como crítica, ironía y libertad, asociado con la palabra juzgadora. ¿«La vida no tiene ningún juez por encima de sí»? Pero de alguna manera, en el hombre la naturaleza y la vida van más allá de sí mismas, en el hombre la naturaleza y la vida pierden su inocencia, adquieren espíritu, y el espíritu es la autocrítica de la vida. Ese algo humanista que hay en nosotros tiene una titubeante mirada de compasión para una «doctrina de la salud» de la vida que, en días todavía sobrios, se dirigía tan sólo contra la enfermedad histórica, pero que luego degenera en una rabia menádica contra la verdad, contra la moral, contra la religión, contra el humanitarismo, contra todo aquello que puede servir para amansar un poco la vida salvaje.
Tal como yo lo veo, dos son los errores que perturban el pensamiento de Nietzsche y que lo vuelven funesto. El primer error es un desconocimiento completo, y hay que suponer que premeditado, de las relaciones de poder entre el instinto y el intelecto en la tierra, como si el intelecto fuera lo peligrosamente dominante y hubiera llegado el momento de salvar de él al instinto. Cuando uno reflexiona sobre el modo tan total como, en la gran mayoría de los seres humanos, la voluntad, el instinto, el interés dominan y reprimen al intelecto, a la razón, al sentido de lo justo, nos parece absurda la opinión que dice que es necesario superar el intelecto mediante el instinto. Esa opinión sólo resulta explicable históricamente, a partir de una situación filosófica momentánea, como corrección de una hartura de racionalismo. Y en seguida esa opinión necesita de una contracorrección. ¡Como si fuera necesario defender la vida contra el espíritu! ¡Como si existiera el menor peligro de que alguna vez las cosas fueran a transcurrir en la tierra de un modo demasiado espiritual! La más simple generosidad debería incitar a ofrecer protección y defensa a esa débil llamita de la razón, del espíritu, de la justicia, en lugar de ponerse del lado del poder y de la vida instintiva y de complacerse en una sobreestimación coribántica de sus caras «negadas», es decir, del crimen -cuya insensatez estamos viviendo nosotros los hombres de hoy-.
Nietzsche actúa -y con ello ha causado muchas desgracias- como si la consciencia moral fuera la que extiende hacia la vida, como Mefistófeles, el frío puño del diablo. Por mi parte yo no veo nada diabólico en el pensamiento (que es un viejo pensamiento de los místicos) de que alguna vez la vida pueda ser suprimida por el espíritu humano; para lo cual falta, desde luego, mucho tiempo, un tiempo infinito. El peligro de que la vida pueda suprimirse a sí misma en este astro gracias al perfeccionamiento de la bomba atómica es un peligro mucho más inmediato. Pero también esto es improbable. Pues la vida es un gato tenaz, como también lo es la humanidad.
El segundo de los errores de Nietzsche es la relación enteramente falsa que él establece entre la vida y la moral, tratándolas como si fueran antítesis. Vida y moral van juntas. La ética es apoyo de la vida, y el hombre moral es un buen ciudadano de la vida, tal vez algo aburrido, pero sumamente útil. La verdadera antítesis es la que se da entre ética y estética. No es la moral, sino la belleza la que está vinculada a la muerte, como han dicho y cantado muchos poetas. ¿Y Nietzsche no iba a saberlo? «Cuando Sócrates y Platón comenzaron a hablar de la verdad y de la justicia -dice en una ocasión-, no eran ya griegos, sino judíos, o yo no se qué.» Ahora bien, gracias a su moralismo los judíos han demostrado ser hijos buenos y resistentes de la vida. Junto con su religión, junto con su fe en un Dios justo, los judíos han durado a lo largo de los siglos, mientras que el desvergonzado pueblecillo de artistas y estetas que fueron los griegos desapareció muy pronto del escenario de la historia.
Pero Nietzsche, que está lejos de todo antisemitismo racial, ve en todo caso en el judaísmo la cuna del cristianismo, y ve en éste, con razón, pero con aborrecimiento, el germen de la democracia, de la Revolución Francesa y de las odiadas «ideas modernas», a las que su palabra retumbante marcó llamándolas moral de animales de rebaño. «Tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas», decía Nietzsche. Pues él ve el origen de las «ideas modernas» en Inglaterra (según él, los franceses eran sólo los soldados de esas ideas). Y lo que él odia y maldice en ellas es su utilitarismo y su eudemonismo, el hecho de que eleven la paz y la felicidad en la tierra a la categoría de ideales supremos. Mientras que el hombre aristocrático, el hombre trágico, el hombre heroico pisotea esos valores vulgares y débiles; ese hombre es necesariamente un guerrero, un guerrero duro para consigo mismo y para con los demás, dispuesto a sacrificarse a sí mismo y a sacrificar a los demás.
El reproche principal que Nietzsche hace al cristianismo es que éste ha dado tanta importancia al individuo, que ya no es posible sacrificarlo. Pero, dice Nietzsche, la especie subsiste gracias tan sólo a sacrificios humanos, y el cristianiamo es el principio contrapuesto a la selección. De hecho, añade, el cristianismo ha rebajado y debilitado la fuerza, la responsabilidad, el elevado deber de sacrificar hombres. Y durante siglos, hasta llegar a Nietzsche, ha impedido el surgimiento de aquella energía de la grandeza que «configura al hombre futuro mediante la selección y, por otro lado, mediante el aniquilamiento de millones de hombres malogrados, y que no sucumbe a causa del sufrimiento sin precedentes creado por él». ¿Quién es el que ha tenido últimamente la fuerza para asumir esa responsabilidad, quién es el que se ha atribuido con todo descaro esa grandeza y ha cumplido sin vacilaciones el elevado deber de sacrificar hombres en hecatombes? Un pequeño burgués crapuloso y megalómano, ante cuyo aspecto Nietzsche habría sentido el peor de sus dolores de cabeza, junto con todos los síntomas que acompañan a ese dolor.
Nietzsche no ha tenido una vivencia de estas cosas. Después de la anticuada guerra de 1870, aquella guerra de los fusiles Chassepot y de los fusiles de aguja, Nietzsche no ha tenido la vivencia de ninguna otra guerra, y por ello puede entregarse complacido, por puro odio contra el filantropismo cristiano-democrático de la felicidad, a glorificaciones de la guerra que hoy nos parecen como la palabrería propia de un muchacho enardecido. A Nietzsche le parece demasiado moral decir que la buena causa santifica la guerra. No: es la buena guerra la que santifica toda causa. «La valoración con que hoy son juzgadas las diversas formas de sociedad -escribe- es la misma, enteramente la misma que aquélla que atribuye a la paz un valor superior al de la guerra: pero este juicio es antibiológico, es un engendro de la "décadence" de la vida... La vida es una consecuencia de la guerra, la sociedad en sí un medio para la guerra.» Nietzsche no piensa en absoluto que acaso no sería malo el intentar hacer de la sociedad algo distinto de un medio para la guerra. La sociedad es un producto de la naturaleza, opina Nietzsche, que, como la vida misma, descansa en presupuestos inmorales, y el ataque a esos presupuestos equivale a un pérfido ataque contra la vida. «Se ha renunciado a la vida grande -exclama- cuando se ha renunciado a la guerra.» Se ha renunciado a la vida y a la cultura, pues esta última necesita, para reanimarse, recaídas radicales en la barbarie, y es una vana ensoñación el aguardar ya de la humanidad algo de cultura y de grandeza cuando ha olvidado hacer la guerra.
Nietzsche desprecia toda estupidez nacionalista. Pero ese desprecio es, manifiestamente, un privilegio esotérico de algunos, pues él describe explosiones de borrachera nacionalista de poder y de víctimas con un entusiasmo tal, que no deja duda alguna de que él desea conservar para los pueblos, para las masas, la «enérgica quimera» del nacionalismo.
Aquí es necesario hacer una interpolación. Nosotros hemos visto y experimentado cómo un pacifismo incondicional puede ser, en determinadas circunstancias, una causa más que dudosa, puede ser una causa mendaz y abyecta. Durante años ese pacifismo no ha sido, en Europa y en el mundo entero, otra cosa que la máscara de simpatías fascistas. Y los verdaderos amigos de la paz han considerado que la paz de Munich que con el fascismo concertaron en 1938 las democracias, con la finalidad aparente de ahorrar una guerra a los pueblos, fue el punto más bajo de la historia europea. La guerra contra Hitler, o al menos la mera disposición a hacerla, cosa que hubiera bastado, fue deseada por esos amigos de la paz. Pero cuando uno pone ante sus ojos -¡pone realmente ante sus ojos!- las ruinas, en todos los sentidos de esta palabra, que cosecha incluso una guerra hecha en favor de la humanidad; cuando mira la desmoralización, el desencadenamiento de instintos ávidamente egoístas y antisociales que incluso una guerra como ésa produce; cuando uno, instruido por lo que ya ha visto, se construye una imagen aproximada del estado que ofrecerá -que ofrecería- la tierra después de la próxima, de la tercera guerra mundial, entonces las bravuconadas de Nietzsche que hablan de la función conservadora de la cultura, de la función selectiva que tiene la guerra, parécenle las fantasías propias de un hombre sin experiencia, propias del hijo de una larga época de paz y seguridad, con «inversiones bien aseguradas», que comienza a aburrirse de sí misma.
Pero como, por lo demás, Nietzsche, con un anticipado sentimiento profético extraordinario, predice una sucesión de guerras y explosiones monstruosas, más aún, predice la edad clásica de la guerra, «hacia la cual alzarán sus ojos con envidia y con respeto los hombres que vengan después», no parece que la degeneración y la castración causadas por el humanitarismo al género humano, según él dice, sean tan peligrosas, y no se ve ninguna razón de por qué haya que espolear incluso filosóficamente a la humanidad hacia la matanza selectiva.
¿Es que esa filosofía quiere eliminar los escrúpulos morales que podrían oponerse a los horrores venideros? ¿Es que esa filosofía quiere poner en forma a la humanidad para los inminentes esplendores? Pero esa filosofía lo realiza de una manera voluptuosa, la cual no provoca en nosotros, como acaso se pretendía, una protesta moral, sino dolor y miedo por el noble espíritu que aquí se enfurece voluptuosamente contra sí mismo. Se va de modo lastimoso más allá de una mera educación para la virilidad cuando se enumeran, describen y recomiendan las formas medievales de tortura con un placer que ha dejado sus huellas en la literatura alemana contemporánea. Linda con la vulgaridad el que, «pese a los delicaduchos», se nos pida que pensemos en la menor capacidad para el dolor de razas inferiores como, por ejemplo, los negros. Y cuando luego se entona el canto de la «bestia rubia», el tipo de hombre que «vuelve a casa, tras una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas, con igual petulancia que si volviera de realizar una travesura estudiantil», el cuadro del sadismo infantil queda completo y nuestra alma se envuelve en dolor.
El romántico Novalis, es decir, un espíritu de la familia de Nietzsche, es el que ha realizado la crítica más fulminante de esa actitud espiritual. «El ideal de la moralidad -dice- no tiene ningún competidor más peligroso que el ideal de la fortaleza supre-ma, de la vida más enérgica, cosa a la cual se ha dado también el nombre de: "el ideal de la grandeza estética" (en el fondo, de manera muy acertada, pero, en cuanto a lo que se opina, de manera muy falsa). Ese ideal es el máximo del bárbaro y tiene, por desgracia, en estos tiempos de una cultura que se está embruteciendo, muchísimos seguidores entre los más débiles. Ese ideal convierte al hombre en un espíritu-animal, una amalgama cuya gracia brutal tiene precisamente una brutal fuerza de atracción para los débiles.»
Esto es algo insuperable. ¿Conoció Nietzsche ese texto? No puede dudarse de ello. Pero no se dejó turbar por él en sus provocaciones ebrias -provocaciones conscientemente ebrias, y, por tanto, en el fondo, no pensadas en serio- en contra del «ideal de la moralidad». Lo que Novalis llama el «ideal de la grandeza estética», el máximo del bárbaro, el hombre como espíritu-animal, es el superhombre de Nietzche. Nietzsche describe a éste como la «segregación de un exceso de lujo de la humanidad, en la cual sale a la luz una especie más fuerte, un tipo más elevado, cuyas condiciones de nacimiento y de conservación son distintas de las del hombre medio». Son los futuros señores de la tierra; es el ostentoso tipo del tirano para cuya procreación está lista la democracia y que tendrá que utilizar también la democracia como instrumento e introducir su nueva moral asociándola maquiavélicamente a la ley moral existente y utilizando palabras de ésta. Pues esta horrorosa utopía de grandeza, fortaleza y belleza prefiere con mucho mentir a decir la verdad; decir la verdad cuesta más espíritu y más voluntad. El superhombre es el hombre «en el cual son máximas las propiedades específicas de la vida: la injusticia, la mentira, la explotación».
Sería tremendamente antihumanista el enfrentarse a estas provocaciones chillonas y torturadas con mofas y con escarnios. Y sería una mera tontería el enfrentarse a ellas con una indignación moral. Tenemos ante nosotros un destino de Hamlet, un destino trágico de un conocimiento que va más allá de sus propias fuerzas y que nos inspira respeto y lástima.
«Yo creo -dice Nietzsche en una ocasión- que he adivinado algo del alma del hombre supremo; quizá sucumba todo aquel que adivine a ese hombre.» Nietzsche sucumbió a causa de eso. Y las atrocidades de su doctrina están demasiado atravesadas por un sufrimiento lírico infinitamente conmovedor, por miradas profundas de amor, por sonidos del más melancólico anhelo que desea el rocío del amor para la tierra seca, sin lluvia, de su soledad, como para que el escarnio y la repulsión pudieran atreverse a surgir ante esa imagen de "ecce homo".
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El esteticismo de Nietzsche, que es una rabiosa negación del espíritu en favor de la vida bella, fuerte y desvergonzada, que es, por tanto la autonegación de un hombre que sufre profundamente a causa de la vida, introduce en sus desahogos filosóficos un elemento inauténtico, irresponsable, improcedente, un elemento apasionado y teatral, un elemento de ironía profundísima, contra el cual se estrellará la comprensión del lector ingenuo. Lo que Nietzsche ofrece es no sólo arte; también el leer a Nietzsche es un arte. Y aquí no es admisible ninguna torpeza, ninguna simpleza. En la lectura de Nietzsche resultan necesarias todas las clases de astucia, de ironía, de reserva. Quien tome a Nietzsche «en sentido propio», quien tome a Nietzsche a la letra, quien le crea, está perdido. Verdaderamente ocurre con él lo mismo que con Séneca, de quien Nietzsche dice que es un hombre al que se debe prestar siempre oído, pero jamás «fidelidad y fe».
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Durante su vida entera Nietzsche estuvo maldiciendo del «hombre teórico». Pero él mismo es ese hombre teórico "par excellence" y en estado puro. Su pensamiento es genialidad absoluta, impragmática hasta el máximo, carente de toda responsabilidad pedagógica, profundamente apolítica; es, en verdad, algo que no tiene ninguna relación con la vida, con la amada, defendida vida, con la vida que él ensalzó por encima de todas las demás cosas. Nietzsche no se ha preocupado lo más mínimo de cuál sería el aspecto que sus doctrinas ofrecerían en la realidad práctica, en la realidad política. Y tampoco se han preocupado de eso los diez mil profesores de lo irracional que surgieron por toda Alemania a la sombra de Nietzsche, como hongos del suelo.
En más de un sentido Nietzsche se ha vuelto histórico. Ha hecho historia, historia horrorosa. Y no exageró cuando se llamó a sí mismo «una fatalidad». Exageró estéticamente su soledad. Nietzsche forma parte, si bien en una versión extremadamente alemana, de un movimiento occidental general que cuenta entre sus nombres a Kierkegaard, a Bergson y a otros muchos, y que es una rebelión histórico-espiritual contra la fe clásica en la razón de los siglos xviii y xix. Ese movimiento ha realizado su obra, o no la ha acabado todavía, en la medida en que su continuación necesaria es la reconstitución de la razón humana sobre una base nueva, la conquista de un concepto de humanismo que ha ganado en hondura frente al autocomplacido y superficial concepto de humanismo de la época burguesa.
La defensa del instinto contra la razón y contra la consciencia fue una corrección ligada a una época. La corrección duradera, la corrección eternamente necesaria sigue siendo la corrección de la vida por el espíritu, o por la moral, si se quiere. ¡Qué ligada a una época, qué teórica también, qué inexperta nos parece hoy la romantización nietzscheana del mal! Nosotros hemos conocido el mal en toda su miseria, y ya no somos lo bastante estetas como para tener miedo a proclamar nuestra fe en el bien, como para avergonzarnos de conceptos y de pautas tan triviales como la verdad, la libertad, la justicia. A fin de cuentas también el esteticismo, bajo cuyo signo los espíritus libres atacaron la moral burguesa, pertenece a la edad burguesa. Y superar esa edad significa salir de una época estética y penetrar en una época moral y social. Una concepción estética del mundo es completamente incapaz de resolver los problemas cuya solución nos incumbe a nosotros, por mucho que el genio de Nietzsche haya contribuido a crear la nueva atmósfera.
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