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Teilhard-marxismo
II.D.____De "Evolución, marxismo y cristianismo" - capítulo IV, por el filósofo marxista Roger Garaudy
La afirmación de que el mundo y la historia tienen un sentido es el punto focal de la obra de toda la vida del padre Teilhard de Chardin. Es, a la vez, el punto de partida y el punto de de convergencia de su experiencia como científico, de su fe como cristiano y de sus necesidades como hombre de acción.
Cualquier intento de derivar la afirmación de que el mundo y la historia tienen un sentido puramente de las necesidades de acción, o puramente de la fe de un cristiano, o puramente de la experiencia del científico, conduce inevitablemente a un dogmatismo fatal. El genio de Teilhard estriba en su empeño en superar esta compartimentación.
Si la afirmación de un sentido fuese puramente una necesidad de acción, nos encontraríamos ante una variante del pragmatismo que propugna subordinar el pensamiento a la acción, en nombre del único criterio de la utilidad y la eficacia. El sentido del mundo y de la historia puede, entonces, ser arbitrario o místico, al servicio de los fines de alguna acción específica. El ejemplo más bestial de esta actitud nos fue ofrecido por Hitler al proclamar que el sentido del mundo y de la historia era el triunfo del ario, y al cultivar el mito racista para justificar una acción encaminada a dominar al mundo y a esclavizar y destruir a la humanidad.
En el caso del padre Teilhard, por contraste, las necesidades de acción no ocupan el lugar del conocimiento científico; antes bien, por el contrario, lo llaman en su ayuda y estimulan la investigación.
En un bellísimo pasaje sobre "el miedo a la existencia", Teilhard analiza las razones del "miedo creciente" en el hombre del siglo XX. Desde los primeros grandes descubrimientos científicos del Renacimiento, es muy posible que el hombre se sienta perdido en la inmensidad del universo y experimente un vértigo fatal. La concepción tradicional de la Edad Media había acostumbrado al hombre a vivir en un mundo cerrado. Y ahora este universo es "desprovisto de su centro" por la astronomía, al hacer estallar los límites de las esferas de cristal de Ptolomeo, que hasta entonces habían encerrado al hombre y a la Tierra en una tranquilizadora crisálida. El hombre y su planeta ya no son más que un punto infinitesimal e irrisorio en la infinitud ilimitada de las galaxias. Este universo es "desprovisto de su centro" por la biología, que sustituye las historias bíblicas de un diálogo de sólo seis mil años entre el hombre y su Dios, por la salvaje épica de la vida en la cual los dos millones de años de la historia y la prehistoria humanas no son más que un breve episodio dentro del pleno despliegue de la vida en nuestro planeta y de la génesis de nuestro diminuto planeta en el cosmos. Este universo es "desprovisto de su centro" por la misma psicología, desde que Freud nos presentó una imagen del hombre en la cual toda clase de fibras, que arrancan de lo más remoto, de todas partes, componen nuestra alma con sus monstruosos nódulos, siempre a punto de escapar a nuestro control y de soltarse. ¿Cómo puede el hombre salvarse de la angustia de ser arrojado de esta manera, como una brizna de paja, a este maelstrom de mundos, a un universo absurdo, desprovisto de sentido, en el cual no es nada?
Se nos presenta una poderosa tentación, y, durante los cuatro últimos siglos, los cristianos a menudo han cedido a ella: volverse de espaldas a la ciencia y a un mundo donde el hombre es acometido por tal vértigo, y oponer a la ciencia la fe, y a este mundo, otro mundo; intentar en vano preservar, en un siglo sacudido por las tormentas, las certezas inmutables de otra época.
El padre Teilhard rechaza esta solución por perniciosa. "Hay que buscar la fuente de la incredulidad moderna --escribe-- en el cisma injustificado que, desde el Renacimiento, ha separado gradualmente al cristianismo de lo que podríamos llamar la corriente religiosa natural del hombre."
Así, la fe en el hombre y la fe en Dios son opuestas recíprocamente con creciente violencia. La fe en el hombre, que Teilhard llama "la religión de la Tierra", es confianza en el poder de la razón y de la ciencia, confianza en el futuro, en lo que el mundo, transformado por el hombre, puede llegar a ser gracias a nuestros esfuerzos, nuestro trabajo y nuestra lucha. "Por fe en el hombre --escribió Teilhard-- entendemos la convicción, más o menos activa y apasionada, de que la Humanidad, tomada en su totalidad orgánica y organizada, tiene un futuro ante sí; un futuro formado no sólo por la sucesión de los años, sino por estados superiores a alcanzar por medio de la conquista."
Con esta fe en el hombre, pone de relieve Teilhard, reapareció, a escala moderna, la tentación de Prometeo y de Fausto, la tentación, hoy, del marxismo: "¿Por qué, en vista de sus propios poderes, debería el hombre buscar a un Dios fuera de sí mismo? El hombre, enteramente autónomo, único dueño y único responsable de su propio destino y del destino del mundo, ¿no es algo mucho mejor?"
En este enfrentamiento con el marxismo, Teilhard, aunque no poseía un conocimiento profundo de la doctrina de Marx ni de los marxistas, intentó tomar su medida y captar su importancia.
Sus reflexiones sobre el marxismo, en sus vacilaciones y sus contradicciones, llevan al mismo tiempo la marca de esta falta de familiaridad y también de la atracción que al final le permitió extraer su esencia.
Inicialmente se limita a establecer una oposición excesivamente simplificada entre el espíritu cristiano y lo que él llama "un espíritu prometeico o fáustico de autoadoración, centrado en la organización material de la Tierra", pero añade inmediatamente: "esta divergencia no es ni completa ni definitiva, en la medida en que (...) el marxista, por ejemplo, no ha eliminado de su materialismo todo impulso ascencional hacia el espíritu".
Teilhard, aunque jamás leyó a Marx, comprende vagamente que el marxismo no se limita a una simple exigencia de un mayor bienestar material. Hasta protesta cuando tropieza con una interpretación de este tipo. En una carta de 25 de Abril de 1954 sobre el tema de un ensayo de Gusdorf aparecido en "Cristianismo y marxismo", escribe: "Gusdorf toma en cuenta casi exclusivamente a los desposeídos en busca del bienestar, y no lo bastante (a menudo entre esos mismos pobres desdichados) la sed de una mayor 'plenitud en el ser', la 'creación' del hombre en la Tierra. Más fuerte y más profunda que el sentido de la justicia, creo que lo que explica la fuerza contagiosa del marxismo es su (ilegítima) monopolización del sentido de lo evolutivo."
Teilhard rindió, progresivamente, justicia al marxismo al comprender que la constante necesidad de superación que lo anima es incompatible con la acusación de autoadoración, de relamida autosatisfacción, con la acusación de limitar su horizonte humano a una simple organización técnica de la Tierra. Teilhard escribe: "Sed de bienestar en apariencia, pero en realidad sed de mayor plenitud en el ser; la Humanidad súbitamente invadida por el sentido de todo ello, tiene todavía mucho que hacer para llegar al término de su poder y de sus posibilidades (...). Exactamente como la colectivización que lo acompaña, el impulso ascendente de fe humana que estamos presenciando es un fenómeno creador de vida y, por tanto, irresistible." Teilhard considera esta fe en el hombre como un factor positivo: es el móvil o causa principal de la historia de la cual estamos emergiendo.
Situando su fe en Dios en relación con esta fe en el hombre, añade: "Nuestra fe en Dios sublima en nosotros una marea alta de aspiraciones humanas; y es dentro de esta savia original donde debemos volver a sumergirnos si deseamos comunicarnos con los hermanos, cuya reunión es nuestra ambición." Y concluye: "¿No estarán destinados los dos extremos, el marxista y el cristiano, a pesar de sus conceptos antagónicos, y puesto que ambos están animados por una misma fe en el hombre, a encontrarse juntos en la misma cima?"
Este tema había de seguir siendo central en el pensamiento de Teilhard hasta el fin de su vida, como cuando escribía, en una carta del mes de Junio de 1952: "Como me complazco en decir, la síntesis del Dios 'arriba' cristiano y el Dios 'al frente' marxista es el único Dios al cual podemos desde ahora adorar en espíritu y en verdad."
No fue, pues, un azar, el hecho de que el primer gran diálogo fundamental entre marxistas y cristianos, que señaló el punto de partida de tantos otros diálogos y creó un nuevo estilo para el enfrentamiento humano entre cristianos y marxistas, fuese un debate entre tres católicos teilhardianos y tres marxistas, militantes comunistas, celebrado en París en el año 1960.
Opuesto a la tímida tradición, Teilhard no aspira a apatarnos del mundo material, del esfuerzo humano, del pensamiento científico, minimizándolos. Al contrario, magnificándolos y ensalzándolos, los integra en su síntesis. La síntesis de los marxistas puede oírle y comprenderle.
En primer lugar se dirige a la ciencia para encontrar la base de su optimismo y de una gozosa y razonada confianza en el futuro humano.
El problema del sentido de la vida y de la Historia es elevado entonces a una perspectiva más general, una perspectiva cósmica: "¿Tiene el acontecer algún sentido? ¿Es dirigida la evolución? (...) Nos encontramos ante un problema de la Naturaleza: descubrir, si existe, el sentido de la evolución."
La respuesta comprensiva que se infiere de la investigación es, según Teilhard, la siguiente: "Contemplemos el Universo a nuestro alrededor en todas sus dimensiones, física, espacial y temporal. En el corazón de esta inmensidad interdependiente e ilimitada, en la dirección inversa a una general tendencia a desmoronarse y desintegrarse, podemos detectar una marea creciente de complejificación acompañada de conciencia."
El padre Teilhard despliega en "El fenómeno humano" este panorama del movimiento ascencional de la creación. Este esbozo de una síntesis del conocimiento científico, que se propone descubrir las leyes y el sentido general del acontecer, resulta familiar para un marxista, porque éste encuentra en él los elementos esenciales de la dialéctica de la Naturaleza de Engels; el estrecho lazo hegeliano entre acontecer y acción recíproca, la ley de la transformación de la cantidad en calidad, la idea maestra de Engels y de Marx de que la evolución no es ya una hipótesis o una teoría, sino una categoría fundamental de todo pensamiento científico; el paso, al mismo tiempo continuo y discontinuo, de la materia inerte a la vida, y de la vida espontánea a la conciencia reflexiva; una análoga descripción de los "puntos críticos", una formulación idéntica en Teilhard y en Engels, según la cual, en el hombre, la naturaleza llega a ser consciente de sí misma y de su evolución, y el impresionante paralelismo entre la evocación por Teilhard del nacimiento del hombre y las páginas de Engels sobre el papel del trabajo y de la herramienta en la transformación del mono en hombre.
Por consiguiente, la grandeza del padre Teilhard no radica en el descubrimiento de esta "fenomenología", cuyo principio fue percibido por Hegel hace siglo y medio, y explorado por Engels un siglo atrás, sino en su esfuerzo por integrar esta concepción científica del mundo dentro de una fe cristiana que hasta entonces no había cesado de combatirla.
La dificultad de la empresa era grande, no sólo a causa de la fuerte oposición que suscitó en la Iglesia, sino también a causa de la tentación de saltar a conclusiones precipitadas y de obligar a la evolución a decir lo que sólo la fe puede decir.
A medida que su reflexión se hace cada vez más profunda, el padre Teilhard elabora una verdadera teoría de los niveles de conciencia, en la cual intenta uncir en un mismo yugo a la ciencia y la fe, y demostrar que, lejos de oponerse, cada una de ellas apela y completa a la otra, sin obligar por ello a ninguna de ellas a decir lo que sólo puede decir la otra.
Hasta en "El fenómeno humano" sintió ya la necesidad de estas distinciones: "¿No es un principio, universalmente aceptado, de la doctrina cristiana en una interpretación teológica de la realidad que nuestras mentes deben tener diferentes y sucesivos planos de conocimiento?"
Siguiendo a lo largo de esta línea, Teilhard había de darnos una definición progresivamente crítica de la ciencia, advirtiéndonos en contra de cualquier interpretación dogmática de su pensamiento: "A pesar de las apariencias --escribe--, el Weltanschauung que yo propongo no constituye en modo alguno un sistema fijo y cerrado. No se trata aquí (¡sería ridículo!) de una solución deductiva del mundo a la Hegel, o de un marco de verdad definitivo, sino solamente de una serie de ejes de progresión." ¿Cómo, en efecto, podría existir una verdad final en un mundo que no es final?
El padre Teilhard presenta su concepción del sentido de la vida y de la historia, su concepción personal de la evolución, como una hipótesis. En su "Esquisse d'un univers personnel" escribe: "Como punto de partida para este intento elijo la hipótesis, poderosamente sugerida por los hallazgos de la biología, de que la conciencia jamás ha cesado de desarrollarse a través de las criaturas vivientes, y de que la forma reflexiva personal que alcanza en el hombre es la más característica que conocemos."
La evolución que el padre Teilhard necesita, para que enlace con la fe, no es indiscriminada; debe ser una evolución "ascendente" y "convergente"; para que el cosmos sea cristocéntrico, la evolución debe ser antropocéntrica.
Teilhard no disimula en modo alguno sus postulados; los enuncia ya en las primeras líneas de "Comment je crois".
Nadie, por consiguiente, puede mostrarse más contrario que él a las visiones positivistas de la ciencia: "No existen hechos puros --escribió--; antes bien, toda experiencia, por objetiva que pueda ser, se halla inevitablemente arropada en un sistema de hipótesis desde el momento en que el científico intenta formularla."
Lejos de ser "precrítico", como algunas veces se ha alegado en su contra, el pensamiento de Teilhard encarna la esencia de la enseñanza de Kant; sin pretender situarse en medio de las cosas y decir de una vez por todas lo que son, jamás olvida que, digamos lo que digamos acerca de las cosas o acerca de Dios, somos nosotros quienes lo decimos. En este aspecto, además, permanece fiel, como resalta el padre de Lubac, al axioma fundamental de la filosofía tomista, según el cual por medio de la razón natural no podemos llegar a Dios "en sí mismo", sino únicamente a las relaciones que todas las cosas tienen con él. "Parece establecido más allá de toda discusión --escribe Teilhard-- que las cosas no se proyectan para nosotros 'tal como son' en una pantalla donde podemos mirarlas sin implicarnos en ellas (...). El objetivismo de los físicos tiende a ser invertido. No sólo se hace manifiesta la influencia turbadora del observador en la cosa observada, en la esfera de los fenómenos materiales, en la frontera inferior de la experiencia sensible, sino que, tomando el edificio entero de ondas y partículas construido por nuestra ciencia, se pone igualmente de manifiesto que esta imponente arquitectura contiene por lo menos una parte tan grande de 'nosotros mismos' como de los demás."
Salimos al encuentro de las cosas con nuestras hipótesis y nuestros modelos, siendo, en último análisis, el criterio práctico el que determina su verdad. "La física --escribe Teilhard-- no conoce, para la verdad de sus desarrollos, otro criterio que este éxito (...). El éxito del conjunto será el decisivo. Si el edificio no es completo en sí mismo, o si contradice parte de la experiencia, ello significa que la hipótesis inicial es errónea y debe ser abandonada."
El padre Teilhard no vacila en aplicar este criterio a la misma religión. "A nuestros ojos --escribe en su 'Introduction a la vie chrétienne'--, la prueba decisiva de la verdad de una religión no puede ser otra cosa que su capacidad para dar un significado total al universo que se encuentra en proceso de descubrimiento a nuestro alrededor. La 'verdadera religión', si existe, debe ser reconocida, creemos, no por el brillo de determinado acontecimiento particular, sino por el signo de que, bajo su influencia y a su luz, el mundo en conjunto ofrece el máximo interés para nuestro amor de acción."
Esta reflexión crítica de Teilhard nos pone en guardia contra la tentación de tratar ontológicamente lo que él mismo presentó como una fenomenología. La gran síntesis que constituye esta fenomenología, esta búsqueda del "sentido" de la vida y de la historia, sigue siendo una hipótesis que cabe resumir así: el sentido de la evolución es una ascensión hacia lo personal. El hombre, que es la vanguardia de este movimiento, da sentido a todo lo que le precede. En contraste con la fenomenología de Husserl, para quien el hombre da sentido al mundo porque es libre, en la fenomenología de Teilhard, como en la de Hegel, todo tiene un sentido "para" el hombre porque todo tiene un sentido "a través" del hombre; el hombre capta el mundo como un todo organizado, en movimiento hacia aquéllo a lo cual su propia aparición ha dado un sentido. Este movimiento hacia la complejidad-conciencia y hacia la personalización no ha sido completado, con el resultado de que la totalidad toma su sentido de lo que está todavía por venir.
En este punto concreto la fe se entrelaza con la ciencia. Cuando Teilhard suscita el problema de las relaciones entre Dios y el mundo, es natural que descubra el punto de contacto en el Dios-Hombre, Jesucristo. La relación entre Cristo y el mundo se halla en el centro de la teología del padre Teilhard.
A este respecto, debemos andar con tiento y no incurrir en el error de atribuir a Teilhard la idea de que la ciencia, por sí sola, puede resolver este problema y definir esta relación unilateralmente, como si la ciencia pudiera dispensar al creyente de su fe: "Lejos de mí, amigos míos, la idea de pensar en deducir los dogmas cristianos exclusivamente de la inspección de las propiedades reconocidas por nuestra razón en la estructura del mundo. Jesucristo, con su moral más fundamental y sus atributos más seguros, viene a llenar admirablemente este vacío, marcado por la expectación de la naturaleza toda."
De manera aún más contundente escribe Teilhard en sus "Cartas de un viajero": "La solución sólo puede ser hallada en una FE más allá de toda experiencia."
El centro de la visión del mundo de Teilhard, es, finalmente, Cristo; si hemos observado, inicialmente, que el hombre ES el sentido del mundo, debemos añadir que nos referimos al hombre consciente de su misión de conducir la evolución a su última realización de personalización y amorización, es decir, a lo que Teilhard llama "el Punto Omega".
"El gran acontecimiento de mi vida --escribió en 1953-- habrá sido la gradual identificación, en el firmamento de mi alma, de dos soles, uno de ellos la cima cósmica postulada por una evolución generalizada de tipo convergente, y el otro formado por el Jesús resucitado de la fe cristiana."
Sería una falsa interpretación de esta identificación deducir que, para Teilhard, Cristo no es más que el Punto Omega, que la parusía es meramente la culminación inmanente de la evolución.
En primer lugar, porque Teilhard jamás vacila en recordar que el impulso ascencional evolutivo no es un movimiento inevitable. Los hombres podríamos rechazar las expectativas del Punto Omega y no podemos desechar la posibilidad de una frustración de la evolución iniciada hace millones de años; la posibilidad técnica que existe actualmente de borrar todo rastro de vida en la Tierra por medio del uso destructivo de la energía atómica y nuclear, demuestra que esta hipótesis no es una simple especulación imaginativa.
Y en segundo lugar porque, si Teilhard considera que Cristo es el sentido de la Historia, no presenta esta certidumbre como la conclusión de una demostración científica. En modo alguno disimula la transición desde lo que es científicamente plausible a lo que es necesario para la acción o en conformidad con la revelación. "Entiendo por 'fe' --escribe-- toda adhesión de nuestra inteligencia a una perspectiva del universo (...). El principio fundamental del acto de fe consiste, en mi opinión, en percibir como posible y aceptar como más probable una conclusión que (...) va más allá de todas las premisas analíticas. Creer es efectuar una síntesis intelectual."
A este nivel, tiene lugar una inversión de la perspectiva en el paso desde la simple extrapolación científica al acto de fe. "Visto desde abajo, desde nuestro lado de las cosas, el vértice del cono evolutivo (Punto Omega) toma la forma en primer lugar en el horizonte de un foco de convergencia simplemente inmanente; la Humanidad totalmente reflejada en sí misma. Pero, al examinarlo, se demuestra que este foco, si ha de subsistir, debe tener tras de sí, y más profundo que él mismo, un núcleo divino trascendente."
Hay, pues, una doble "apuesta" por parte de Teilhard, que viene a interrumpir la serena continuidad de la especulación inmanente: en primer lugar, la de la extrapolación científica, que no desecha el riesgo de que la evolución zozobre, puesto que donde está el hombre nada está decidido por adelantado; y, en segundo lugar, la de la fe: "Para un cristiano --escribe Teilhard--, el éxito biológico final del hombre en la Tierra no es sólo una probabilidad, sino una certeza, puesto que Cristo resucitó. Esta certidumbre, sin embargo, procediendo como procede de un acto de fe 'sobrenatural', es de orden suprafenomenal. Ello significa que, en cierto sentido, permite que todas las ansiedades del estado del hombre subsistan en el creyente, en su propio nivel."
Así, el padre Teilhard pone claramente de relieve, como observó Clude Cuénot en una de sus charlas, que "la fe nace solamente de la fe" y que no existe ninguna síntesis científica que pueda excusarnos, en cualquier nivel, del acto de fe que es su propio fundamento; el mundo tiene un sentido; este sentido es el espíritu; el espíritu avanza hacia la unificación y la personalización; este movimiento se halla plenamente realizado en Cristo.
Cuando Teilhard proclama que Cristo es el sentido de la historia, no quiere meramente decir con ello que es el sentido de la historia sagrada. La Encarnación tiene su sentido no sólo en relación con el pecado del hombre, que Cristo se supone que vino a redimir, sino también a devolver a la Humanidad al camino que conduce a la meta final, como si la Encarnación no hubiese sido prevista en el plan original de la creación y sólo se hubiese impuesto su necesidad después de la Caída y para repararla. El padre Wildiers ha puesto de manifiesto que, en esta concepción tomista, "sólo en una humanidad culpable tiene Cristo una función a desempeñar, la función de Redentor".
Por otra parte, en la concepción franciscana o scotista, Cristo es la corona del mundo natural, así como del orden sobrenatural. El padre Teilhard, llevando más adelante esta tradición, considera que Cristo es el sentido no sólo de la historia sagrada, sino de toda la historia humana, y hasta de la historia natural cósmica.
Cristo, por consiguiente, se encuentra en una relación al mismo tiempo moral y jurídica con los hombres, y en una relación orgánica con toda la historia del hombre, de la vida y del cosmos, cuyo centro es él mismo.
De aquí fluye, en Teilhard, una verdadera teología del trabajo y del esfuerzo humano, que llama al hombre a entregarse con todas sus fuerzas a su tarea terrenal y a no dejarse apartar de ella, en ninguna circunstancia, para alcanzar la salvación eterna.
Tal es la significación primordial de aquella "Introduction a la vie chrétienne", en la cual Teilhard traza un esbozo de lo que podría ser un cristianismo del siglo XX. "El Universo se manifiesta a nuestra generación --escribe-- como un todo orgánico en marcha hacia una mayor libertad y una todavía mayor personalidad." Bajo esta decidida perspectiva evolucionaria, examina los diferentes temas de la fe cristiana, para intentar establecer que "el cristianismo es, por su misma estructura, la religión hecha exactamente a la medida para una Tierra que ha despertado al sentido de su unidad orgánica y de sus desarrollos."
Si es cierto, en palabras suyas, que "Dios sólo puede actuar evolutivamente" en el interior del Todo, como movimiento y vida de este Todo, y no por medio de intervenciones arbitrarias, entonces el milagro deja de tener un papel dominante en la apologética, e incluso cambia de significado: "El milagro cristiano (es decir, la manifestación de una influencia divina personal en el cristianismo) tiende, anuestros ojos, a pasar de la zona de 'prodigios de detalle' a la zona del 'exito general, vital, de la fe en Jesús'. Actualmente (...) la capacidad mostrada por el cristianismo para dirigir, animar y planificar la evolución humana (antropogénesis) nos induce, ciertamente, a sentir y reconocer la mano de Dios en el mundo mucho más que cualquier suceso extraordinario particular."
El padre Teilhard aplica este principio al máximo, puesto que agrega: "En cierto número de casos (la virginidad de María, la resurrección material de Cristo, la Ascensión, y otros parecidos), tenemos la impresión de que los milagros del Evangelio no representan tanto hechos concretos como un intento de traducir de manera tangible lo que es 'irrepresentable' en acontecimientos tan profundos como la inmersión del Verbo en el género humano, o el paso de Cristo desde su estado humano individual a su estado cósmico como centro de la evolución. No sólo símbolos, sino la expresión en imágenes de lo inexpresable."
Así, el padre Teilhard asesta el golpe decisivo al "integralismo", es decir, a esa forma específicamente cristiana de dogmatismo (con todas las formas inquisitoriales que fluyen de ella), que consiste en confundir el mensaje cristiano con las formas culturales o institucionales que el cristianismo puede haber adoptado en diferentes períodos de su historia.
El padre Teilhard se suma así a la corriente más vital de la teología contemporánea, que va desde el padre Laberthonniere hasta el padre Rahner, y desde Karl Barth hasta Bultmann, quienes han establecido claramente que lo que es "carismático" no debe ser confundido con lo histórico; aunque la crucifixión sea histórica, lo que la historia puede decirnos de ella no revela su significado fundamental. Si la Resurrección fuese un problema de fisiología o de reanimación celular, resultaría difícil comprender cómo pudo revolucionar la vida de millones de hombres durante miles de años.
Una fe que se apoyara en la verificación experimental de determinados hechos físicos, o en la crítica histórica de determinado texto o determinada prueba, se hallaría en el espantoso peligro de verse muy rápidamente privada de todo fundamento. La fe, en la teología más vital, aparece más bien como una respuesta libre del hombre a la llamada de Dios. Es el momento de decisión, que se encuentra entre el pasado y el futuro. En cada instante afirma la posibilidad de romper con el orden propio de la naturaleza y de la historia. Así es como la conciben, en contraste con todas las concepciones injertadas de helenismo platónico o aristotélico, y dentro del espíritu profético del judaísmo, Barth y Bultmann, así como el padre Rahner, cuando define al cristianismo como "la religión del futuro absoluto". También para el padre Teilhard es esto lo fundamental en la Cruz. En "Le milieu divin" lo resume con estas palabras: "Por más corrompida que esté por nuestras faltas, por más desesperada que sea nuestra posición en sus circunstancias, podemos en todo momento, mediante una nueva ordenación total, corregir completamente el mundo que nos rodea, y proseguir nuestras vidas en una dirección favorable."
El hombre que toma la evolución en su mano y transforma la historia natural es, por tanto, un hombre de responsabilidad.
En este punto, un marxista se halla al mismo tiempo muy cerca y muy lejos del padre Teilhard.
Muy lejos, en primer lugar. Mientras que el marxismo, con su concepción del mundo subyacente a una metodología de iniciativa histórica, reconoce la importancia decisiva del momento cristiano del humanismo, el momento de la apertura del hombre a un futuro ilimitado, en contraste con el momento griego del humanismo que hace del hombre una parte de un todo y de un orden, de la Ciudad y del Cosmos, y mientras que es consciente de la necesidad de integrar este momento, no puede aceptarlo en la forma alienada implicada por el acto de fe cristiano; si para un marxista el hombre no es meramente la resultante de las condiciones naturales o históricas que lo han engendrado, esta ruptura con el viejo orden y esta emergencia del nuevo, esta "trascendencia", en una palabra, no es un atributo de un Dios, sino la dimensión específica del hombre.
Síguese de ello que, para un marxista, el sentido de la vida y de la Historia no es un hecho de "naturaleza", sino un hecho de "cultura". Este sentido no fue dictado por un Dios en el primer día de la creación. Es obra de la historia humana, desde la aparición, con el trabajo, de la primera herramienta, con el primer pedernal tallado, del primer "proyecto" humano, anticipando la realidad ya formada y estableciendo la meta consciente del hombre como la ley para la acción ejercida sobre ésta, hasta la extensión de aquel proyecto humano a las perspectivas del comunismo. Para Marx, el comunismo es la organización planetaria (y tal vez cósmica) de las necesidades, recursos y esperanzas, por la humanidad unificada y asociada libremente en el trabajo y el pensamiento de todos los hombres, con vistas a una transformación ilimitada de la Naturaleza, de la sociedad y de sí mismos, el libre desarrollo de las fuerzas materiales y espirituales del hombre convertido en un fin en sí mismo.
Para nosotros, los marxistas, éste es el glorioso sentido de la vida y de la historia.
Y por consiguiente, finalmente, nos sentimos también muy cerca del padre Teilhard; si en modo alguno compartimos su acto de fe en Dios, sí compartimos su confianza en el hombre.
Porque, si el padre Teilhard ha puesto acentuadamente de relieve que la Parusía es muy otra cosa que el "Punto Omega", muy otra cosa que la prolongación de la evolución inmanente de la Tierra, no es de los que consideran que la Parusía no tiene nada que ver con la Historia; para él, al contrario, la Parusía no deja de hacer referencia al pleno florecimiento del mundo. En "Le milieu divin" proclama magníficamente: "(...) el progreso del universo, y en particular del universo humano, no tiene lugar en competencia con Dios, no derrocha energías que le son debidas a Él. Cuanto más grande se haga el hombre, cuanto más se una la Humanidad, con conciencia y dominio de sus potencialidades, más hermosa será la creación, más perfecta llegará a ser la adoración, y más encontrará Cristo, para extensiones místicas, un cuerpo digno de la resurrección."
La obra del padre Teilhard constituye un terreno decisivo para el encuentro y el diálogo entre cristianos y marxistas, por el hecho de hacer hincapié en que el desarrollo concreto de la Humanidad y de sus instituciones, de la ciencia, del Estado, del trabajo, de la cultura, del arte, de las civilizaciones, tienen una importancia decisiva en la perspectiva cristiana.
Para nosotros, los marxistas, la religión es un opio siempre que predica que para llegar a Dios debemos volver la espalda al mundo, porque éste es el alibí supremo de todas las fuerzas de la regresión histórica.
El padre Teilhard ha abierto para nuestra época la perspectiva de otra forma de espiritualidad cristiana que, lejos de ordenar al fiel que renuncie al mundo, le ordena, por el contrario, que dirija todas sus energías a la tarea de transformar el mundo en un mundo más humano, es decir, un mundo a la vez más consciente, más unificado y más personal.
Haber formulado el problema de esta manera constituye una contribución capital al diálogo entre los vivientes, aunque el padre Teilhard apenas si nos ofrece algún medio concreto de resolverlo, debido al hecho de que considera el progreso social meramente como uno de los aspectos del progreso biológico. Justamente por no haber sabido reconocer la naturaleza específica del nivel de lo social, se extravió entre las formas concretas de organización política y social, como lo demuestran, por ejemplo, algunos de sus juicios, formulados en 1935, sobre la significación histórica del fascismo, en la cual creyó discernir una voluntad positiva, o, más tarde, en 1952, sobre el comunismo, cuando escribió: "La única manera de conquistar al comunismo es presentar a Cristo como debe ser presentado; no como un opio (o un derivativo), sino como la fuerza conductora esencial de la hominización, que sólo puede ser consumada energéticamente en un mundo abierto en la cumbre y 'amorizado'."
Aquí el problema aparece mal expresado, puesto que es omitido lo esencial, a saber, los problemas concretos de organización económica, política y social. Si se otorga a éstos el lugar que les corresponde, teniendo en cuenta el papel político y social desempeñado históricamente por la Iglesia en la conservación del desorden establecido, y la exigencia histórica concreta representada por el marxismo, la fórmula de Teilhard puede ser reconstruida entonces de esta forma: "La única manera de atajar al comunismo estriba en poner fin a las contradicciones internas del sistema social que lo engendró"; pero en tal caso el comunismo no será atajado, vencido, sino realizado. Y la maravillosa ambición de Teilhard de "presentar a Cristo como debe ser presentado; no como un opio (o un derivativo), sino como la fuerza conductora esencial de una Hominización que sólo puede ser consumada energéticamente en un mundo abierto en la cumbre y 'amorizado'" será realizada también. Solamente la unión de estas dos grandes fuerzas puede levantar el mundo, sin vencedores ni vencidos, en una síntesis, la única capaz de otorgar su más alto sentido a la vida de los hombres y al mundo.
A esto nos convocaba el padre Teilhard cuando propugnaba un frente común de todos los que creen en el futuro y se consideran responsables de su progreso, y cuando agregaba, en una carta desde el extranjero: "Sólo hay una forma de descubrimiento, y es construir el futuro."
El pensamiento de Teilhard conduce a una filosofía de acción: "El problema del conocimiento --escribió-- tiende a ser coordinado con, o mejor, a ser subordinado a, el problema de la acción." Claude Cuénot estuvo en lo cierto al poner de relieve esta profunda analogía cuando escribió: "La espiritualidad completa es para el padre Teilhard lo que la verdadera filosofía para Karl Marx: una praxis." Trabajar es orar.
Para Teilhard, como para Marx, pensar que la vida tiene un sentido y considerarse responsable de su cumplimiento son una sola y misma cosa, como son una sola y misma cosa "recibir" este sentido a través del conocimiento y "darlo" a través de la acción, vivirlo como conocimiento y como responsabilidad militante.
Éste es el sentido profundo de nuestro diálogo: entre dos dogmatismos que se enfrentan, igualmente seguros de poseer una verdad completa y finita acerca del sentido de la vida y del mundo, no hay diálogo profundo, y sí tan sólo una cruzada entre dos fanatismos. Y una cruzada, en el estado actual de las técnicas de la destrucción, significa la aniquilación de la Humanidad; la épica humana, iniciada hace dos millones de años, llegando así a su fin, perdería todo su significado. El diálogo es, en nuestros días, una condición esencial, si la vida y el mundo deben tener un sentido.
Al mismo tiempo, este diálogo se ha hecho particularmente difícil a causa del desarrollo de las técnicas y de la organización tecnocrática de la división del trabajo a que conduce el desarrollo. Millones de existencias humanas se hallan identificadas con la función que les ha sido impuesta y que asigna un sentido a su vida "desde fuera", es decir, que las priva de su significación humana. El diálogo es, en nuestros días, una de las condiciones esenciales para superar las mutilaciones y el unilateralismo de la división del trabajo.
Es una reacción infantil y de impotencia intentar compensar esta soledad y esta mutilación reclamando los derechos de una subjetividad encerrada en sí misma, del existencialismo que atribuye a la libertad abstracta de la conciencia individual y solitaria el poder ilusorio de dar un sentido a las cosas y a la vida.
El mérito de la fenomenología de Teilhard, en contraste con las fenomenologías solipsistas a la moda, y dentro de la línea de Hegel y de Marx, estriba en que es consciente de los lazos indisolubles que existen entre mi conciencia y la del Universo.
El problema del sentido de mi vida personal no puede ser disociado del sentido de la Historia y del cosmos.
El problema no es puramente teórico, es práctico también: sin un programa histórico no podemos descubrir el sentido de nuestra vida.
Con la entrada del hombre en el espacio cósmico y con las nuevas responsabilidades que asume así la Humanidad al tomar parte en la transformación, no ya solamente de su propio planeta, sino del Universo, quizá pronto tendremos que dejar de hablar de un programa histórico planetario y hablar de un programa cósmico para dar a nuestras vidas su pleno significado.
Las soluciones que podemos proponer para este inmenso problema del sentido de la vida y del mundo pueden, sin duda, diferir. Nosotros, los marxistas, somos materialistas, es decir, intentamos dar respuesta a las preguntas del hombre sin recurrir a postulados de "otro mundo". Como dice el poeta Aragon: "La respuesta a la pregunta '¿quién soy yo?', es: 'soy de este mundo.'"
Los cristianos se han inclinado por otra opción. Nuestro diálogo será fructífero si las respuestas que damos unos y otros no eluden las verdaderas preguntas formuladas por el otro. Porque las respuestas sólo tienen sentido por las preguntas formuladas, y el vértigo fatal del dogmatismo consiste en pretender dar respuestas donde no se formulan preguntas.
Teilhard sabía prestar oído a las preguntas del mundo antes de intentar dar únicamente las respuestas de la tradición.
A nosotros, los marxistas, nos incumbe el deber de prestar oído a las preguntas de Teilhard y, más allá de él, del cristianismo, procurando comprender mucho más lo que es fundamental en ellas que prestar demasiada atención a las formas que nos disgustan. Cualesquiera que sean las objeciones que el científico, el filósofo, o el teólogo puedan oponer a Teilhard, lo importante es la brecha que abrió en el viejo dogmatismo de su Iglesia, ayudando así a abrir el mundo, dentro de un espíritu al cual el Concilio Vaticano II no fue totalmente extraño, y haciendo posible el gran diálogo del siglo XX entre todos los que aman al hombre y su futuro.
Más allá de toda polémica subalterna deberíamos permanecer aferrados a este mensaje, siguiendo la maravillosa enseñanza del proverbio budista: "Cuando un dedo señala la Luna, el estúpido mira el dedo."
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