II.A. Del
capítulo 2 del libro "¿Existe Dios?" del teólogo
católico Hans Küng.
No
debemos limitarnos a buscar algo más que una yuxtaposición pacífica
y distante entre la teología y la moderna ciencia de la naturaleza. Dada
la unidad del mundo y del hombre, es preciso buscar también una cooperación
dialógico-crítica nueva y razonable de la teología con
la filosofía moderna y con el pensamiento moderno en general.
¿No
se impone también en este punto un radical cambio de rumbo de la Iglesia
y de la teología? ¿No está ya en marcha la sustitución
del viejo paradigma? Lo que comenzó a perfilarse en el paso del siglo
XVIII al XIX tiene que consumarse a finales de este siglo XX, y no sólo
de palabra y a regañadientes, sino de manera práctica y coherente.
Hoy se hace necesario un cambio coherente, metódico, de pensamiento:
no sólo en lo que respecta a la anticuada imagen del mundo, como ya vimos,
sino también en lo que respecta a la anticuada imagen de Dios (siempre
condicionada por la correspondiente imagen del mundo). Y este cambio no debe
demorarse por más tiempo, como ha ocurrido en la teología neoescolástica
y en el fundamentalismo protestante, con ulteriores escaramuzas de repliegue
y tácticas de atrincheramiento. No sólo en la teología
en su totalidad, sino también en la predicación concreta y en
las clases de religión debería resultar claro y patente que el
hombre actual no está obligado a imaginar o concebir a Dios de la misma
forma que el hombre antiguo o medieval.
(...)
La metafísica griega clásica, tal como fue recogida
por la teología cristiana, constituyó un primer paso, aunque para
nosotros hoy insuficiente, hacia la superación del concepto antropomórfico-ingenuo
de Dios (el de Homero, por ejemplo): hizo hincapié en la fundamental
diferencia existente entre Dios y lo divino, de un lado, y el mundo y el hombre,
de otro.
Fue Platón el que, mediando entre la filosofía del
devenir de Heráclito y la filosofía del ser de Parménides,
introdujo en la historia espiritual de Occidente esa gravísima división
dualista de la realidad con que tan a menudo hemos topado: la separación
entre el mundo sensible, falso, malo, escindido, del devenir (en el sentido
de Heráclito) y el mundo inteligible, verdadero, bueno y uno del ser
(en el sentido de Parménides), en una palabra: la metafísica.
En cuanto a la comprensión de Dios, esto comporta una drástica
separación: entre el divino mundo de las ideas, que culmina en la suprema
idea del Bien, y el aparente mundo de los sentidos, que está hecho de
materia, de la materia mala.
Aristóteles, luego, logra apear del cielo las ideas divinas
y supramundanas de Platón e incrustarlas en las cosas de este mundo.
Pero lo único que consigue con ello es hacer más infranqueable
la distancia entre el mundo y su primer principio. Dios y el mundo viven desde
la eternidad, prescindiendo del empujón divino para poner en movimiento
al mundo, el uno junto al otro. Dios sólo se piensa a sí mismo:
es el pensamiento del pensamiento. El mundo no conoce a este Dios, ni le ama:
Dios no ejerce acción causal alguna, ni providencia, ni ordenación
y legislación moral. Lo cual obedece a que Aristóteles cree tener
que atribuir a su Dios un carácter ab-soluto y una independencia que
no admiten ninguna relación real, ninguna referencia real a otro. Pues
para este ser divino puro (actus purus) cualquier relación verdadera
con el mundo significaría una imperfección (potentia).
Plotino, el último de los tres grandes astros de la filosofía
griega clásica, ve al Uno divino igualmente separado del mundo: el mundo
no es conocido por este Dios. Ha emanado de la unidad, es caída, pérdida.
La materia, el cuerpo, es lo malo, de lo que el hombre tiene que liberarse.
La teología cristiana - y esto no necesitamos fundamentarlo
detalladamente - ha corregido el dualismo griego de múltiples formas;
para la teología clásica de los Padres de la Iglesia y de la alta
patrística, Dios es inmanente al mundo precisamente porque es trascendente
a él. Pero, a lo largo de la historia, también la teología
cristiana ha quedado de muchas formas prendida en este dualismo; también
para ella una relación real con el mundo haría a Dios dependiente
del mundo. Descartes no hace sino agravar este dualismo y preparar el deísmo
de la Ilustración, que vuelve a establecer la total separación
entre Dios y el mundo. Hegel es, finalmente, quien junto con Fichte y Schelling
intenta la mediación. Pero sólo Teilhard y Whitehead logran, partiendo
de la actual imagen unitaria del mundo de las ciencias naturales, ver a Dios
y al mundo en su unidad sin eliminar su diferencia. No obstante todas las reservas
frente a la identificación hegeliana de Dios y el mundo, de la fe y el
saber, con semejante desarrollo se ha alcanzado una cota de pensamiento de la
que no debe retroceder una reflexión teológica moderna.
Resumiendo
ahora todo esto en pocas palabras:
-
¡Dios no es un ser supraterreno que está sobre las nubes, en un
cielo físico! Esa representación antropomórfica-ingenua
está sobrepasada: Dios no es un "ser supremo" que habita en
un sentido literal o espacial "sobre" el mundo (en el "supramundo").
Para el ser y el obrar del hombre esto significa: Dios no es un soberano todopoderoso
absolutista que con el mundo y el hombre procede completamente a su capricho
sin limitación alguna de poder.
-
¡Dios no es un ser extraterreno que está más allá
de las estrellas, en un cielo metafísico! Esta representación
deísta ilustrada también está sobrepasada: Dios no es una
"respectividad" objetivada, cosificada, que se da en un sentido espiritual
o metafísico "fuera" del mundo, en un más allá
extramundano (en el "trasmundo").
Para
el ser y el obrar del hombre esto significa: Dios no es un monarca que ahora
gobierna - por decirlo así - constitucionalmente, que por su parte está
sujeto a una constitución de leyes naturales y morales, pero enteramente
ajeno a la vida concreta del mundo y del hombre.
-
¡Dios está en este mundo y este mundo está en Dios! Se impone
un concepto unitario de la realidad: Dios no es únicamente una parte
de la realidad, un finito (supremo) entre otros finitos. Más bien es
lo infinito en lo finito, la trascendencia en la inmanencia, lo absoluto en
lo relativo. Precisamente porque es el absoluto, Dios puede entrar en relación
con el mundo y el hombre: referencia, "relación", mas no en
el sentido de debilidad, de dependencia, de mala relatividad, sino en el sentido
de fuerza, de libertad ilimitada, de soberanía absoluta. Así,
Dios es el absoluto que implica y crea la relatividad, que precisamente por
ser el libre por antonomasia hace posible la referencia y realiza la relación:
Dios es la realidad absoluta-relativa intramundana-supramundana, trascendente-inmanente,
omnicomprensiva-omnieficiente, la realidad realísima en el corazón
de las cosas, en el hombre, en la historia de la humanidad, en el mundo. En
el mundo, pues, el absoluto es a un tiempo su soporte, su conservador y su conductor:
al mismo tiempo profundidad, centro y altura del mundo y del hombre.
Por
tanto, una supremacía de Dios sobre el mundo, pero inmanente al mundo:
¡una concepción mundano-moderna de Dios! Para el ser y el obrar
del hombre esto significa: Dios es el Dios cercano-lejano, mundano-no mundano,
que precisamente por ser nuestro soporte, mantenedor y guía, siempre
está presente y nos envuelve en toda nuestra vida y movimientos, fracasos
y caídas. "Dios está en medio de nuestra vida de forma trascendente"
(D. Bonnhoeffer).
-
Una mundanidad, pues, que (en cuanto concepto "trascendental" que
supera las categorías) se dice tanto del mundo y del hombre como de Dios:
mas no de forma igual (unívoca), ni tampoco desigual (equívoca),
sino de forma semejante en desemejanza cada vez mayor (análoga): ¡analogía
de la mundanidad!
(...)
Anticuada
está, sin lugar a dudas, la pregunta por el Dios de la antigua imagen
del mundo, un Dios que se entiende como el todopoderoso con atribuciones directas
para todo o, más tarde, como el remediador y tapagujeros milagroso con
atribuciones limitadas:
ese
Dios, pues, al que en la naturaleza y en la historia sólo hemos de invocar
cuando con nuestra ciencia y técnica humana no podemos ir más
lejos o cuando no sabemos arreglárnoslas con nuestra vida personal;
ese
Dios, pues, que con el progreso material y espiritual resulta cada vez más
innecesario intelectualmente, cada vez más superfluo prácticamente
y, en consecuencia, cada vez menos digno de crédito.